Me ven ahora

29 de enero de 2008

Baldomero Lillo - Inamible - Sub Sole (1907)

Nació el 6 de enero de 1867 en Lota, ciudad minera del sur de Chile. El escritor, calificado por algunos como el mejor de nuestros cuentistas . Hijo de José Nazario Lillo Mendoza y Mercedes Figueroa. En los primeros años de su vida, Baldomero tuvo la influencia de su padre, quien se desempeñó en actividades de capataz o jefe de cuadrilla en las minas de carbón. Bajo su influencia Baldomero Lillo pasó a ser empleado subalterno en una de las pulperías de la Compañía minera. Allí, debido a su trabajo, pudo disponer de tiempo para leer toda la literatura que cayera en sus manos.En Santiago, fue funcionario administrativo de la Universidad de Chile, prosiguiendo sus lecturas, se vinculó con otros escritores en la Colonia Tolstoiana, como Fernando Santiván y, tras una fugaz incursión en la poesía, publicó los libros de cuentos Sub Terra (1904) y Sub Sole (1907), de corte naturalista.Los ocho cuentos que forman Sub Terra entregan un panorama desolador. Hombres aniquilados por la servidumbre del trabajo, se muestran empeñados en cumplir tareas que no les interesan, sólo les preocupa el dinero para llevar a los hogares. Por sus páginas desfilan inválidos, huérfanos y viudas, que forman parte del mundo brutal y agotador de las minas de carbón. La publicación de Sub Terra trajo mayor preocupación por el tema social de los mineros y de las industrias, donde correspondía realizar una urgente intervención del Estado para mejorar las condiciones de trabajo de estos sectores. Baldomero Lillo falleció el 23 de septiembre de 1923.
______________________________________________________________________________________________________________________________________

INAMIBLE

Ruperto Tapia, alias "El Guarén", guardián tercero de la policía comunal, de servicio esa mañana en la población, iba y venía por el centro de la bocacalle con el cuerpo erguido y el ademán grave y solemne del funcionario que está penetrado de la importancia del cargo que desempeña.
De treinta y cinco años, regular estatura, grueso, fornido, el guardián Tapia goza de gran prestigio entre sus camaradas. Se le considera un pozo de ciencia, pues tiene en la punta de la lengua todas las ordenanzas y reglamentos policiales, y aun los artículos pertinentes del Código Penal le son familiares. Contribuye a robustecer esta fama de sabiduría su voz grave y campanuda, la entonación dogmática y sentenciosa de sus discursos y la estudiada circunspección y seriedad de todos sus actos. Pero de todas sus cualidades, la más original y característica es el desparpajo pasmoso con que inventa un término cuando el verdadero no acude con la debida oportunidad a sus labios. Y tan eufónicos y pintorescos le resultan estos vocablos, con que enriquece el idioma, que no es fácil arrancarles de la memoria cuando se les ha oído siquiera una vez.
Mientras camina haciendo resonar sus zapatos claveteados sobre las piedras de la calzada, en el moreno y curtido rostro de "El Guarén" se ve una sombra de descontento. Le ha tocado un sector en que el tránsito de vehículos y peatones es casi nulo. Las calles plantadas de árboles, al pie de los cuales se desliza el agua de las acequias, estaban solitarias y va a ser dificilísimo sorprender una infracción, por pequeña que sea. Esto le desazona, pues está empeñado en ponerse en evidencia delante de los jefes como un funcionario celoso en el cumplimiento de sus deberes para lograr esas jinetas de cabo que hace tiempo ambiciona. De pronto, agudos chillidos y risas que estallan resonantes a su espalda lo hacen volverse con presteza. A media cuadra escasa una muchacha de 16 a 17 años corre por la acera perseguida de cerca por un mocetón que lleva en la diestra algo semejante a un latiguillo. "El Guarén" conoce a la pareja. Ella es sirvienta en la casa de la esquina y él es Martín, el carretelero, que regresa de las afueras de la población, donde fue en la mañana a llevar sus caballos para darles un poco de descanso en el potrero. La muchacha, dando gritos y risotadas, llega a la casa donde vive y se entra en ella corriendo. Su perseguidor se detiene un momento delante de la puerta y luego avanza hacia el guardián y le dice sonriente:
-¡Cómo gritaba la picarona, y eso que no alcancé a pasarle por el cogote el bichito ese!
Y levantando la mano en alto mostró una pequeña culebra que tenía asida por la cola, y agregó:
-Está muerta, la pillé al pie del cerro cuando fui a dejar los caballos. Si quieres te la dejo para que te diviertas asustando a las prójimas que pasean por aquí.
Pero "El Guarén", en vez de coger el reptil que su interlocutor le alargaba, dejó caer su manaza sobre el hombro del carretelero y le intimó.
-Vais a acompañarme al cuartel.
-¡Yo al cuartel! ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Me lleváis preso, entonces? -profirió rojo de indignación y sorpresa el alegre bromista de un minuto antes.
Y el aprehensor, con el tono y ademán solemnes que adoptaba en las grandes circunstancias, le dijo, señalándole el cadáver de la culebra que él conservaba en la diestra:
-Te llevo porque andas con animales -aquí se detuvo, hesitó un instante y luego con gran énfasis prosiguió-: Porque andas con animales inamibles en la vía pública.
Y a pesar de las protestas y súplicas del mozo, quien se había librado del cuerpo del delito, tirándolo al agua de la acequia, el representante de la autoridad se mantuvo inflexible en su determinación.
A la llegada al cuartel, el oficial de guardia, que dormitaba delante de la mesa, los recibió de malísimo humor. En la noche había asistido a una comida dada por un amigo para celebrar el bautizo de una criatura, y la falta de sueño y el efecto que aún persistía del alcohol ingerido durante el curso de la fiesta mantenían embotado su cerebro y embrolladas todas sus ideas. Su cabeza, según el concepto vulgar, era una olla de grillos.
Después de bostezar y revolverse en el asiento, enderezó el busto y lanzando furiosas miradas a los inoportunos cogió la pluma y se dispuso a redactar la anotación correspondiente en el libro de novedades. Luego de estampar los datos concernientes al estado, edad y profesión del detenido, se detuvo e interrogó:
-¿Por qué le arrestó, guardián?
Y el interpelado, con la precisión y prontitud del que está seguro de lo que dice, contestó:
-Por andar con animales inamibles en la vía pública, mi inspector.
Se inclinó sobre el libro, pero volvió a alzar la pluma para preguntar a Tapia lo que aquella palabra, que oía por primera vez, significaba, cuando una reflexión lo detuvo: si el vocablo estaba bien empleado, su ignorancia iba a restarle prestigio ante un subalterno, a quien ya una vez había corregido un error de lenguaje, teniendo más tarde la desagradable sorpresa al comprobar que el equivocado era él. No, a toda costa había que evitar la repetición de un hecho vergonzoso, pues el principio básico de la disciplina se derrumbaría si el inferior tuviese razón contra el superior. Además, como se trataba de un carretelero, la palabra aquella se refería, sin duda, a los caballos del vehículo que su conductor tal vez hacía trabajar en malas condiciones, quién sabe si enfermos o lastimados. Esta interpretación del asunto le pareció satisfactoria y, tranquilizado ya, se dirigió al reo:
-¿Es efectivo eso? ¿Qué dices tú?
-Sí, señor; pero yo no sabía que estaba prohibido.
Esta respuesta, que parecía confirmar la idea de que la palabra estaba bien empleada, terminó con la vacilación del oficial que, concluyendo de escribir, ordenó en seguida al guardián:
-Páselo al calabozo.
Momentos más tarde, reo, aprehensor y oficial se hallaban delante del prefecto de policía. Este funcionario, que acababa de recibir una llamada por teléfono de la gobernación, estaba impaciente por marcharse.
-¿Está hecho el parte? -preguntó.
-Sí, señor -dijo el oficial, y alargó a su superior jerárquico la hoja de papel que tenía en la diestra.
El jefe la leyó en voz alta, y al tropezar con un término desconocido se detuvo para interrogar:
-¿Qué significa esto? -Pero no formuló la pregunta. El temor de aparecer delante de sus subalternos ignorante, le selló los labios. Ante todo había que mirar por el prestigio de la jerarquía. Luego la reflexión de que el parte estaba escrito de puño y letra del oficial de guardia, que no era un novato, sino un hombre entendido en el oficio, lo tranquilizó. Bien seguro estaría de la propiedad del empleo de la palabreja, cuando la estampó ahí con tanta seguridad. Este último argumento le pareció concluyente, y dejando para más tarde la consulta del Diccionario para aclarar el asunto, se encaró con el reo y lo interrogó:
-Y tú, ¿qué dices? ¿Es verdad lo que te imputan?
-Sí, señor Prefecto, es cierto, no lo niego. Pero yo no sabía que estaba prohibido.
E1 jefe se encogió de hombros, y poniendo su firma en el parte, lo entregó al oficial, ordenando:
-Que lo conduzcan al juzgado.
En la sala del juzgado, el juez, un jovencillo imberbe que, por enfermedad del titular, ejercía el cargo en calidad de suplente, después de leer el parte en voz alta, tras un breve instante de meditación, interrogó al reo:
-¿Es verdad lo que aquí se dice? ¿Qué tienes que alegar en tu defensa?
La respuesta del detenido fue igual a las anteriores:
-Sí, usía; es la verdad, pero yo ignoraba que estaba prohibido.
El magistrado hizo un gesto que parecía significar: "Sí, conozco la cantinela; todos dicen lo mismo". Y, tomando la pluma, escribió dos renglones al pie del parte policial, que en seguida devolvió al guardián, mientras decía, fijando en el reo una severa mirada:
-Veinte días de prisión, conmutables en veinte pesos de multa.
En el cuartel el oficial de guardia hacía anotaciones en una libreta, cuando "El Guarén" entró en la sala y, acercándose a la mesa, dijo:
-El reo pasó a la cárcel, mi inspector.
-¿Lo condenó el juez?
-Sí; a veinte días de prisión, conmutables en veinte pesos de multa; pero como a la carretela se le quebró un resorte y hace varios días que no puede trabajar en ella, no le va a ser posible pagar la multa. Esta mañana fue a dejar los caballos al potrero.
El estupor y la sorpresa se pintaron en el rostro del oficial.
-Pero si no andaba con la carretela, ¿cómo pudo, entonces, infringir el reglamento del tránsito?
-El tránsito no ha tenido nada que ver con el asunto, mi inspector.
-No es posible, guardián; usted habló de animales...
-Sí, pero de animales inamibles, mi inspector, y usted sabe que los animales inamibles son sólo tres: el sapo, la culebra y la lagartija. Martín trajo del cerro una culebra y con ella andaba asustando a la gente en la vía pública. Mi deber era arrestarlo, y lo arresté.
Eran tales la estupefacción y el aturdimiento del oficial que, sin darse cuenta de lo que decía, balbuceó:
-Inamibles, ¿por qué son inamibles?
El rostro astuto y socarrón de "El Guarén" expresó la mayor extrañeza. Cada vez que inventaba un vocablo, no se consideraba su creador, sino que estimaba de buena fe que esa palabra había existido siempre en el idioma; y si los demás la desconocían, era por pura ignorancia. De aquí la orgullosa suficiencia y el aire de superioridad con que respondió:
-El sapo, la culebra y la lagartija asustan, dejan sin ánimo a las personas cuando se las ve de repente. Por eso se llaman inamibles, mi inspector.
Cuando el oficial quedó solo, se desplomó sobre el asiento y alzó las manos con desesperación. Estaba aterrado. Buena la había hecho, aceptando sin examen aquel maldito vocablo, y su consternación subía de punto al evidenciar el fatal encadenamiento que su error había traído consigo. Bien advirtió que su jefe, el Prefecto, estuvo a punto de interrogarlo sobre aquel término; pero no lo hizo, confiando, seguramente, en la competencia del redactor del parte. ¡Dios misericordioso! ¡Qué catástrofe cuando se descubriera el pastel! Y tal vez ya estaría descubierto. Porque en el juzgado, al juez y al secretario debía haberles llamado la atención aquel vocablo que ningún diccionario ostentaba en sus páginas. Pero esto no era nada en comparación de lo que sucedería si el editor del periódico local, "El Dardo", que siempre estaba atacando a las autoridades, se enterase del hecho. ¡Qué escándalo! ¡Ya le parecía oír el burlesco comentario que haría caer sobre la autoridad policial una montaña de ridículo!
Se había alzado del asiento y se paseaba nervioso por la sala, tratando de encontrar un medio de borrar la torpeza cometida, de la cual se consideraba el único culpable. De pronto se acercó a la mesa, entintó la pluma y en la página abierta del libro de novedades, en la última anotación y encima de la palabra que tan trastornado lo traía, dejó caer una gran mancha de tinta. La extendió con cuidado, y luego contempló su obra con aire satisfecho. Bajo el enorme borrón era imposible ahora descubrir el maldito término, pero esto no era bastante; había que hacer lo mismo con el parte policial. Felizmente, la suerte érale favorable, pues el escribiente del Alcaide era primo suyo, y como el Alcaide estaba enfermo, se hallaba a la sazón solo en la oficina. Sin perder un momento, se trasladó a la cárcel, que estaba a un paso del cuartel, y lo primero que vio encima de la mesa, en sujetapapeles, fue el malhadado parte. Aprovechando la momentánea ausencia de su pariente, que había salido para dar algunas órdenes al personal de guardia, hizo desaparecer bajo una mancha de tinta el término que tan despreocupadamente había puesto en circulación. Un suspiro de alivio salió de su pecho. Estaba conjurado el peligro, el documento era en adelante inofensivo y ninguna mala consecuencia podía derivarse de él.
Mientras iba de vuelta al cuartel, el recuerdo del carretelero lo asaltó y una sombra de disgusto veló su rostro. De pronto se detuvo y murmuró entre dientes:
-Eso es lo que hay que hacer, y todo queda así arreglado.
Entre tanto, el prefecto no había olvidado la extraña palabra estampada en un documento que llevaba su firma y que había aceptado, porque las graves preocupaciones que en ese momento lo embargaban relegaron a segundo término un asunto que consideró en sí mínimo e insignificante. Pero más tarde, un vago temor se apoderó de su ánimo, temor que aumentó considerablemente al ver que el Diccionario no registraba la palabra sospechosa.
Sin perder tiempo, se dirigió donde el oficial de guardia, resuelto a poner en claro aquel asunto. Pero al llegar a la puerta por el pasadizo interior de comunicación, vio entrar en la sala a "El Guarén", que venía de la cárcel a dar cuenta de la comisión que se le había encomendado. Sin perder una sílaba, oyó la conversación del guardián y del oficial, y el asombro y la cólera lo dejaron mudo e inmóvil, clavado en el pavimento.
Cuando el oficial hubo salido, entró y se dirigió a la mesa para examinar el Libro de Novedades. La mancha de tinta que había hecho desaparecer el odioso vocablo tuvo la rara virtud de calmar la excitación que lo poseía. Comprendió en el acto que su subordinado debía estar en ese momento en la cárcel, repitiendo la misma operación en el maldito papel que en mala hora había firmado. Y como la cuestión era gravísima y exigía una solución inmediata, se propuso comprobar personalmente si el borrón salvador había ya apartado de su cabeza aquella espada de Damocles que la amenazaba.
Al salir de la oficina del Alcaide el rostro del Prefecto estaba tranquilo y sonriente. Ya no había nada que temer; la mala racha había pasado. Al cruzar el vestíbulo divisó tras la verja de hierro un grupo de penados.
Su semblante cambió de expresión y se tornó grave y meditabundo. Todavía queda algo que arreglar en ese desagradable negocio, pensó. Y tal vez el remedio no estaba distante, porque murmuró a media voz:
-Eso es lo que hay que hacer; así queda todo solucionado.
Al llegar a la casa, el juez, que había abandonado el juzgado ese día un poco más temprano que de costumbre, encontró a "El Guarén" delante de la puerta, cuadrado militarmente. Habíanlo designado para el primer turno de punto fijo en la casa del magistrado. Éste, al verle, recordó el extraño vocablo del parte policial, cuyo significado era para él un enigma indescifrable. En el Diccionario no existía y por más que registraba su memoria no hallaba en ella rastro de un término semejante.
Como la curiosidad lo consumía, decidió interrogar diplomáticamente al guardián para inquirir de un modo indirecto algún indicio sobre el asunto. Contestó el saludo del guardián, y le dijo afable y sonriente:
-Lo felicito por su celo en perseguir a los que maltratan a los animales. Hay gentes muy salvajes. Me refiero al carretelero que arrestó usted esta mañana, por andar, sin duda, con los caballos heridos o extenuados.
A medida que el magistrado pronunciaba estas palabras, el rostro de "El Guarén" iba cambiando de expresión. La sonrisa servil y gesto respetuoso desaparecieron y fueron reemplazados por un airecillo impertinente y despectivo. Luego, con un tono irónico bien marcado, hizo una relación exacta de los hechos, repitiendo lo que ya había dicho, en el cuartel, al oficial de guardia.
El juez oyó todo aquello manteniendo a duras penas su seriedad, y al entrar en la casa iba a dar rienda suelta a la risa que le retozaba en el cuerpo, cuando el recuerdo del carretelero, a quien había enviado a la cárcel por un delito imaginario, calmó súbitamente su alegría. Sentado en su escritorio, meditó largo rato profundamente, y de pronto, como si hubiese hallado la solución de un arduo problema, profirió con voz queda:
-Sí, no hay duda, es lo mejor, lo más práctico que se puede hacer en este caso.
En la mañana del día siguiente de su arresto, el carretelero fue conducido a presencia del Alcaide de la cárcel, y este funcionario le mostró tres cartas, en cuyos sobres, escritos a máquina, se leía:
"Señor Alcaide de la Cárcel de... Para entregar a Martín Escobar". (Éste era el nombre del detenido.)
Rotos los sobres, encontró que cada uno contenía un billete de veinte pesos. Ningún escrito acompañaba el misterioso envío. El Alcaide señaló al detenido el dinero, y le dijo sonriente:
-Tome, amigo, esto es suyo, le pertenece.
El reo cogió dos billetes y dejó el tercero sobre la mesa, profiriendo:
-Ese es para pagar la multa, señor Alcaide.
Un instante después, Martín el carretelero se encontraba en la calle, y decía, mientras contemplaba amorosamente los dos billetes:
-Cuando se me acaben, voy al cerro, pillo un animal inamible, me tropiezo con "El Guarén" y ¡zas! al otro día en el bolsillo tres papelitos iguales a éstos.


FIN


_____________________________________________________________________________________________________________________


Gracias María de las Nieves Barahona (MNB), por darme la idea de publicar este cuento.

23 de enero de 2008

Jorge Luis Borges / La Casa de Asterión"

Jorge luis Borges
George Frederick Watts (1817-1904)



La Casa de Asterión

Y la reina dió a luz un hijo que se
llamó Asterión

APOLODORO, Biblioteca, III, I



Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito)* están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida). Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.

El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.

Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.

No sólo he imaginado eso juegos, también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes, la casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris, he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.

Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangrente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quienes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor, Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?

El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.

-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.

*El original dice catorce, pero sobran motivos para inferir que en boca de Asterión, ese adjetivo numeral vale por infinitos

El relato se abre, precisamente, con una referencia directa al mito mediante una cita de Apolodoro. El juego con referencias literarias, apócrifas o reales, es un procedimiento típico de Borges. En este caso, la cita es real. Se trata, por lo tanto, de una alusión que indica que, muy probablemente, el relato constituirá una reescritura de la historia clásica.
Para un cristiano fue Cristo quien murió para redimir al hombre, concebido como esencialmente bueno pero accidentalmente contaminado por el pecado original. En el cuento de Borges el redentor mata al hombre-monstruo, esencialmente malo, para salvar a los demás hombres. Tal interpretación puede resultar poco convincente. Sin embargo, si se acepta que Asterión simboliza al hombre, difícilmente vamos a separar un eventual "redentor" del contexto del cristianismo. Pasemos ahora al aspecto técnico del cuento. Hay que hacer hincapié en que todo cuento de Borges es un mecanismo, un artefacto artístico en el que todos los elementos están puestos a causa de su funcionalidad. Alguien cuenta en primera persona, pero no sabemos quién es. Una voz desconocida hace afirmaciones extraordinarias en un tono quejumbroso e indignado. Con gran eficacia Borges se apodera de nuestra atención mediante la técnica del escondido. Salvo que, y hay que tenerlo bien presente, cada uno de los elementos del primer párrafo funciona no sólo como parte de la auto-presentación del narrador, sino también como parte del simbolismo del texto. Y las dos funciones están en perfecto equilibrio. A propósito de "La Casa de Asterión" A este punto lo que le interesa primordialmente es la identidad del narrador. Es decir, el cuento funciona como un rompecabezas o como un acertijo, y es así que sostiene nuestro interés. Se trata de una técnica de postergación sistemática, seguida por la solución: Asterión es el Minotauro. El lector tendrá sus sospechas desde temprano, pero seguirá leyendo para confirmarlas. Al lector menos familiarizado con el mundo clásico se la proporciona la solución al final. En ambos casos sacaremos cierta satisfacción del proceso de ir enterándonos de lo que ignoramos al principio. El cuento emplea el modelo del acertijo porque el mundo para Borges constituye un acertijo. La técnica simboliza el tema; la forma subraya el fondo. Sin embargo, hay que precaverse. Borges no escribe para el lector pasivo sino para el lector alerta. Pero aquél, una vez que ha descubierto que Asterión es el Minotauro, ha dado con la solución. Todo queda claro. Se relaja. Y se equivoca. En cambio, el lector alerta relee el cuento (¡siempre hay que releer los cuentos de Borges!) para ver si, ahora que cree haberlo comprendido, se le ha escapado algo. Y hace un descubrimiento interesante. Desde la tercera frase del párrafo inicial el cuento se bifurca. Por una parte nos fascina el misterioso narrador; por la otra, su igualmente misteriosa morada. Ahora, si Asterión es el Minotauro, ¿qué significa su casa? Reparemos en que el cuento no se llama "Asterión y su Casa" sino "La Casa de Asterión"; y Borges lo hace todo intencionadamente. Entonces, habiendo solucionado un acertijo, se nos presenta al instante otro, más difícil. Los indicios que nos señalan la identidad del narrador resultan claros, como la solución misma del acertijo. Y si no los comprendemos, se nos proporciona la solución al final. Es como si leyésemos un relato en el que todo finalmente encaja perfectamente. Queda implícita la idea de que comprendemos el relato, los personajes, nuestra propia sicología y el mundo exterior. Pero los indicios relacionados con el segundo acertijo, (¿y qué significa la casa de Asterión?), resultan extremamente ambiguos. Es como si, tras haber reforzado nuestra confianza en nuestra capacidad de entender, Borges nos hubiera echado una ágil zancadilla. Eso significa, claro está, que lo que comprendemos, con o sin esfuerzo, es sólo la superficie de la realidad. Lo que se esconde por debajo de este nivel superficial resulta mucho más incomprensible. La contraprueba la ofrecen las diversas interpretaciones de Luego, característicamente en medio de un párrafo, sin previo aviso, todo cambia otra vez. "La Casa de Asterión" consta de sólo seis párrafos. Al leer el cuento por segunda o tercera vez, se nos ocurre que los cuatro primeros forman como una secuencia más o menos descriptiva de la situación del narrador. Pero luego ocurre algo nuevo: penetran otros seres en el laberinto. De pronto topamos con las palabras "mi redentor", palabras que no tienen que ver para nada con el mito clásico del monstruo cretense. Resulta que, al reconocer en Asterión al Minotauro, tuvimos la sensación (falaz) de haber dado con la solución del misterioso cuento. Pero no: luego tuvimos que enfrentarnos con el significado del laberinto. Y cuando habíamos sacado algunas conclusiones acerca de este problema, de nuevo parecía que habíamos comprendido el significado del cuento. Tampoco. Ahora nos toca preguntarnos por qué Teseo se manifiesta a Asterión nada menos que como un "redentor", pero un redentor que en vez de morir, mate. Hemos sugerido una solución. Pero mucho más importante es la estrategia narrativa que he tratado ahora de explicar. El cuento funciona como una caja china: un acertijo lleva a otro y luego a otro, y cada uno resulta más difícil del anterior. Cada fase del cuento enmarca la próxima y se nos lleva de una a otra sin que nos demos cuenta. El todo constituye una metáfora de la visión del mundo que tiene Borges: es un secreto dentro de un misterio dentro de un enigma. Conforme solucionamos los misterios más fáciles de la existencia humana, se nos presentan otros más enigmáticos todavía. Por no haberse atenido a los detalles del texto. Nótese, por ejemplo, que el término laberinto no aparece en ningún momento del relato. Únicamente el lector conocedor del mito puede deducirlo. A este propósito hay que destacar un guiño importante del autor hacia el lector: en la mención al “templo de las Hachas” subyace una referencia implícita a la raíz griega de la palabra laberinto: “El Laberinto es, efectivamente, el «palacio de la doble Hacha» (en griego, λάβρυς), símbolo que aparece repetidamente en los monumentos minoicos.” En su lugar se encuentra, empezando por el título, la palabra casa. El lenguaje es la única manera de construir la realidad, pero es una convención y, como en este caso, puede fallar. El Minotauro no conoce otra morada que no sea su laberinto, carece de referencias externas para darse cuenta de ello, de la misma manera que el ser humano no conoce otro universo que el suyo. Ocurre lo mismo con la concepción que tiene Asterión de la plebe (palabra altisonante que remite directamente al mito clásico). Erróneamente, deduce que el pueblo huye de él por su sangre real (al fin y al cabo es hijo de la reina Pasifae y un toro divino), siendo incapaz de comprender su propia monstruosidad: “Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones […] son irrisorias.” Resulta una verdadera ironía que un monstruo que vive encerrado en un laberinto pretenda afirmar que carece de misantropía. A este propósito Borges aplica una subversión importante respecto a la historia original. Mientras en los textos de los mitógrafos apenas se menciona el nombre de Asterión, en el relato aparece únicamente cuando la voz narrativa salta a la tercera persona. Por un lado, se intenta eludir el aspecto monstruoso de Asterión para destacar esa identificación con el ser humano que recorre todo el cuento. Por otro lado, el hecho de que Asterión no tenga conciencia de lo que verdaderamente es indica de nuevo la ignorancia del Minotauro (y de la humanidad por extensión) para comprender la verdad de su existencia.

Nota: Un lector que conozca de mitología griega, sabría de antemano que Asterión era el minotauro, por ejemplo:

Robert Graves "Los mitos griegos"

En compensación por la muerte de Androgeo, Minos ordenó que los atenienses enviaran siete muchachos y siete doncellas cada nueve años —es decir a la terminación de cada Gran Año— al Laberinto de Creta, donde esperaba el Minotauro para devorarlos. Este Minotauro, que se llamaba Asterio, o Asterión, era el monstruo con cabeza de toro que Pasífae había tenido con el toro blanco[1].


[1] Diodoro Sículo: iv.61; Higinio: Fábula 41; Apolodoro: iii.1.4; Pausanias: ii.31.1.
___________
La cita completa de Apolodoro mencionada al comienzo, en griego y su traducción:


Y ella [Pasífae] dio a luz a Asterión, al que se conocía también por el nombre de Minotauro pues tenía el rostro de toro y lo demás de hombre. Minos quiso cuidarse de ciertos oráculos encerrándolo en un laberinto. Era el laberinto, obra de Dédalo, una construcción de enmarañadas revueltas que extraviaban de la salida

18 de enero de 2008

Inmigración Española y Pablo Neruda

Foto: Winnipeg

Inmigración española y Pablo Neruda

Luego de estallar la Guerra Civil española, Pablo Neruda se entera de los refugiados republicanos españoles que se encuentran en campos de concentración franceses hacinados y en condiciones miserables.

El poeta, que en ese entonces se encontraba en Chile, sensibilizado por la situación de los españoles, decide embarcarse en una empresa que comprendía trasladar a los 2.000 refugiados desde Francia hacia Chile. Antes de trabajar en Francia, Pablo Neruda se había desempeñado como cónsul de Chile en Motivado por la amistad entre ambos países, su amor por España, y gracias al auspicio del Presidente chileno Pedro Aguirre Cerda (al que le agradaba la idea de traer trabajadores y hombres de esfuerzo al país, capacitados en las más diversas áreas), el poeta decide organizar este viaje. El Presidente lo nombra cónsul especial de emigración española en el país galo.

A pesar que el buque era un viejo carguero francés que normalmente no llevaba más de 20 personas, fue adaptado para acomodar a los de 2.200 refugiados españoles.
Neruda participa activamente en la organización de la travesía del Winnipeg, como reunir a las familias separadas por la guerra. Además de la colaboración de sus amigos escritores artistas, lo ayuda su esposa Delia del Carril.
La noche que el Winnipeg elevó anclas, en el puerto francés de Trompeloup - Pauillac, Pablo Neruda escribió lo siguiente, recordado en sus Memorias:

"Que la crítica borre toda mi poesía, si le parece. Pero este poema, que hoy recuerdo, no podrá borrarlo nadie.".

Pablo Neruda, Trompeloup, 4 de Agosto de 1939.

El “Winnipeg“ se mueve lentamente con todas sus luces encendidas, por el estuario de la Gironda, alejándose de Trompeloup – Pauillac. Acelera su andar al salir a mar abierto. Días después pasó cerca de las Azores, isla portuguesa, dirigiéndose hacia la Isla Guadalupe, isla francesa de las Pequeñas Antillas, en el Caribe, a fin de reabastecerse de agua, alimentos y combustible.
En el interior del barco, en los primeros días de navegación, se despliega un gigantesco trabajo de organización, que los refugiados cumplen en forma disciplinada. No podía ser de otra forma, dado lo que significaban las más de 2.000 personas, hombres, mujeres y niños, hacinados en el viejo barco de carga, apresuradamente provisto de apretadas literas de madera, servicios higiénicos improvisados, comedores provisorios, cocinas funcionando al máximo día y noche, sistemas de ventilación precarios, bodegas transformadas en dormitorios, etc, etc.
En primer lugar, se repartieron las literas por sorteo. Las mujeres se separaron de los hombres. Los niños pequeños iban con las mujeres en la popa del buque. Cada litera tenía una frazada y una colchoneta de paja. En cada dormitorio de literas, de a tres en altura, cabían cincuenta personas y sólo había un excusado provisorio. Ventiladores eléctricos trataban de ventilar los espacios.
Se establecieron varios turnos de comida, mientras la cocina del barco funcionaba día y noche. En general, la comida consistió en garbanzos, porotos, lentejas, con papas, a veces tortillas. También vendían cervezas y algunos licores en un pequeño bar improvisado que funcionaba en cubierta.
La tripulación era toda francesa, pero evidentemente el grueso de los servicios de atención a los refugiados era realizado por ellos mismos en forma organizada. El barco, como es de imaginar, estaba lleno de voluntarios: para pelar papas, limpiar los baños, cuidar los 350 niños, ayudar en la enfermería, etc etc.
No fue una tarea fácil, pero todos colaboraron en la medida de sus fuerzas. El viaje en el “Winnipeg” y sus incomodidades fue apreciado en distinta forma por los refugiados. Para los menos que habían sido atendidos en casas de franceses, el viaje fue desagradable, dado el hacinamiento en que se encontraban.. Pero, para la mayoría, aquellos que venían de los campos de concentración franceses, el viaje fue un paraíso. Las estrechas literas de madera con una frazada eran una delicia para aquellos que, sólo días antes, dormían en un hoyo en la arena, en los campos de concentración franceses, sin techo y soportando la lluvia y los fuertes vientos.
Se organizaron juegos y clases para distraer a los cerca de 350 niños que venían en el barco. También se organizó una guardería para los más pequeños. Todo lo cual era atendido por personal voluntario de los mismos refugiados.
Más adelante se formaron grupos corales. Los pocos chilenos que iban en el barco dictaban conferencias sobre Chile. Se discutía sobre la actualidad internacional.
Los niños, en general, disfrutaron del viaje, para ellos fue la gran aventura. Ya adultos, algunos niños y niñas que venían en el barco confesaron haberlo pasado muy bien. Subiendo y bajando por las escaleras del buque. Escondiéndose en los vericuetos más inverosímiles del "Winnipeg". Compenetrándose de la novedad que significaba navegar en alta mar. Haciendo las típicas diabluras infantiles, etc...
Fueron los que más disfrutaron del viaje.
La Segunda Guerra Mundial estaba a punto de comenzar de un momento a otro. Hasta un par de periódicos editados en el barco, informaban sobre las noticias mundiales y sobre Chile. Se reparte entre los refugiados un folleto sobre Chile que había escrito Neruda especialmente para los refugiados.
Los hombres y mujeres dormían en dormitorios separados. Sin embargo, las parejas más fogosas descubrieron en los botes salvavidas, cubiertos por una lona impermeable, un lugar estupendo para sostener encuentros íntimos, instantes respetados por los refugiados.
También hubo nacimientos en el barco, el 6 de Agosto de 1939, dos días después del zarpe, nació Agnes América Winnipeg hija de los refugiados Eloy Alonso y Piedad Bollada. Semanas después nació un niño, Andrés Martí , hijo de Eugenio Castell y de Isabel Torelló. Los partos fueron atendidos, sin contratiempos, en la enfermería del barco trayendo alegría y felicidad a los pasajeros del buque.
El 15 de Agosto de 1939, once días después del zarpe de Francia, el “Winnipeg” llegó a la Isla de Guadalupe, posesión francesa, donde en algunas horas se abastece de alimentos, agua y combustible. Luego el barco continuó su marcha a Panamá. En el viaje hasta la Isla de Guadalupe, el buque había soportado fuertes tormentas que lo remecen como a una cáscara de nuez, asustando a los refugiados, la mayoría de los cuales navegaba por primera vez y ya creían que el viejo barco se hundía entre las olas tormentosas.
En el trayecto hasta Panamá por el Mar Caribe, los refugiados escucharon la noticia de la inminencia del estallido de una nueva conflagración mundial.
El barco llegó al puerto de Colón, en Panamá el día 20 de Agosto de 1939, donde permaneció alrededor de cinco días soportando las altas temperaturas panameñas. El “Winnipeg“ se había transformado en un gigantesco horno. La demora se debió a que nadie se había preocupado de pagar los derechos de paso por el Canal de Panamá, grandiosa obra de ingeniería que permite el cruce de los barcos desde el Caribe hasta el Océano Pacífico y viceversa, subiendo y bajando, mediante esclusas, una considerable elevación.

Resuelto el problema, el barco continuó su peregrinación y en un día cruzó el Canal por entre la densa floresta tropical que lo rodeaba. Pese al calor, los inmigrantes miraban extasiados y sorprendidos la naturaleza exuberante de la vegetación tropical.

En todo el trayecto hasta Panamá, los refugiados temían que estallara la Segunda Guerra Mundial y que los franceses, presionados por Alemania y España, hicieran regresar al “Winnipeg” a Francia. Por lo anterior, el viejo barco, ahora navegando en el Océano Pacífico, aceleró su viaje a Chile, pasando de largo frente a las costas de Colombia, Ecuador y Perú.
El temor que tenían los refugiados en volver a Francia y caer en manos de Hitler no era infundado sino muy real. En 1940, luego de invadir a Francia, la Alemania nazi tomó prisioneros a miles de republicanos españoles los cuales fueron enviados a realizar trabajos forzados. Cabe señalar que cerca de 7.000 españoles republicanos murieron en el campo de concentración de Mathausen, en Austria, durante la Segunda Guerra Mundial, como consecuencia de los trabajos forzados y las cámaras de gas. Durante la Segunda Guerra Mundial, miles de republicanos españoles que pelearon por el Ejército francés y en las guerrillas contra los nazis, al ser hechos prisioneros no fueron reconocidos como prisioneros de guerra por Alemania y fueron enviados a campos de concentración y trabajos forzados con los resultados ya señalados.
El temor de los refugiados republicanos españoles del Winnipeg era, por lo tanto, muy real, en Septiembre de 1939.
Se esperaba que el “Winnipeg” llegara a Valparaíso en los primeros días de Septiembre de 1939. En Chile, mientras tanto, se preparaba la recepción de los refugiados con gran entusiasmo. Se solicitaba a los empresarios de distintas actividades productivas que definieran la cantidad de trabajadores que estaban dispuestos a contratar; se inscribía a familias españolas y chilenas que quisieran recibir en su hogar a los refugiados; se abrieron registros de alojamiento en pensiones y hoteles; se abrió una caja para recibir donaciones de ayuda a los refugiados, junto con actos y festivales benéficos.
En las primeras horas del día miércoles 30 de Agosto de 1939, el “Winnipeg” dando pitazos fondeó en el puerto chileno de Arica, ubicado en la frontera con Perú, dos mil kilómetros, al Norte de Santiago de Chile. Coros españoles, formados por los refugiados en el barco, entonaban sus canciones típicas, felices de haber llegado a la seguridad que les ofrecía el territorio chileno. Hasta ese momento, siempre habían pensado que el “Winnipeg” podría recibir una orden de regresar a Francia.
En Arica, subieron al barco, médicos y enfermeros chilenos, que sometieron a una revisión médica a los refugiados detectándose que no existían casos de gravedad a bordo y que, en general, todos estaban en buenas condiciones de salud.
En ese puerto, veinticuatro refugiados españoles desembarcaron y se quedaron, ya que había ofertas de trabajo para ellos. La mayoría eran pescadores que se integraron a las faenas pesqueras en el Norte de Chile, otros se integraron a labores mineras y a tareas de construcción del ferrocarril de Arica a la ciudad de La Paz, la capital de Bolivia.
El mismo día en la noche, el “Winnipeg” continuó su viaje al Puerto chileno de Valparaíso, viajando ya por aguas chilenas, lo que trajo un alto grado de tranquilidad, a los refugiados españoles. El buque recorrió los 2.000 km. que separan Arica de Valparaíso, en un par de días, en tal forma que, en la noche del sábado 2 de Septiembre de 1939, el "Winnipeg" ancló en la Bahía de Valparaíso, en la zona central de Chile.
Las autoridades chilenas, dada la situación de normalidad existente en el buque, determinaron postergar el desembarco para las primeras horas del Domingo 3 de Septiembre. Los refugiados no durmieron esa noche. Contemplaron extasiados, llenos de asombro, el gigantesco anfiteatro iluminado que forman los cerros que rodean Valparaíso y cuya infinidad de luces se confundía con las estrellas del cielo. Esa noche, en el "Winnipeg" se repartió champagne a los refugiados para festejar el feliz término del viaje.


Valparaíso


En las primeras horas del amanecer el “Winnipeg” ingresó al Puerto y realizó las maniobras de atraque guiado por los marinos chilenos. En uno de sus costados el buque tenía un gigantesco retrato del Presidente de Chile, Pedro Aguirre Cerda, que había sido pintado durante el viaje por un inmigrante.
Ese mismo día se supo la noticia del estallido de la Segunda Guerra Mundial.
En Valparaíso, la bienvenida a los refugiados del " Winnipeg" fue apoteósica. Una impresionante masa humana colmaba muelles, edificios aduaneros, grúas y maquinarias del Puerto. Bandas de música tocaban tonadas y cuecas chilenas. Banderas y pancartas ondeaban por todas partes. La gente gritaba, reía y aplaudía.
A las nueve de la mañana se inicia el desembarco de todos los refugiados, que se realiza en forma muy ordenada, cumpliendo instrucciones adoptadas previamente por las autoridades chilenas.
Inmediatamente de tendido el puente y después de las comprobaciones finales de documentos, se inició el desembarco, el cual estuvo a cargo de los funcionarios especiales del Gobierno de Chile y el recibimiento en tierra a cargo del Comité de Recepción. Al bajar, los refugiados se colocaban en filas a fin de dar cumplimiento a la última disposición sanitaria: vacuna antitífica, la que se hizo por medio de una brigada especial que atendió en el interior de uno de los galpones. Se determinó que dos inmigrantes requerían hospitalización y fueron llevados al hospital.
A medida que cada uno era vacunado, y daba sus datos, salía enseguida a colocarse en los diversos grupos que se había formado. Aquellos cuyas vestimentas eran exiguas y deficientes, eran atendidos por un comité de damas españolas y chilenas, las cuales entregaban a cada refugiado una caja conteniendo mudas completas de ropa blanca. Se les daba también ternos completos, zapatos, chaquetas, etc.
La labor de desembarco se realizó calmadamente, sin inconvenientes de ninguna especie. Doctores y enfermeras chilenas procedían a vacunar a los inmigrantes con la vacuna antitífica a fin de prevenir problemas posteriores a los refugiados.
Se aproximó al barco un tren especial, con doce vagones, dispuesto para llevar a Santiago de Chile a 1.600 refugiados que iban a ser distribuidos entre la capital chilena y las ciudades del sur de Chile.
Gran multitud de porteños habían llegado al Puerto a presenciar el desembarco, la Banda Municipal interpretó los himnos patrios de Chile y España. La recepción otorgada a los refugiados fue calurosa. El Alcalde de Valparaíso y los regidores se hicieron presentes para el desembarco. También se encontraba presente don Rodrigo Soriano, último embajador del Gobierno Republicano en Chile.
Esperaban en Valparaíso los familiares de setenta refugiados republicanos cuyo reencuentro dio lugar a conmovedoras y emotivas escenas.


Estación Mapocho Santiago de Chile (1912)


Después de almorzar, se embarcaron en el tren especial a Santiago de Chile, del orden de 1.600 inmigrantes, quedando alrededor de 600 en Valparaíso.
Otros treinta refugiados viajaron por vía marítima, al puerto de Antofagasta, al norte de Chile, a trabajar en faenas de pesca. El tren partió a las 15.00 horas desde el mismo puerto de Valparaíso.
La distancia entre Valparaíso y Santiago de Chile era sólo de 150 km, sin embargo el recorrido del tren fue demorado por las manifestaciones de aprecio de los chilenos que se produjeron en todos los pueblos por los cuales pasaba la vía férrea.
El tren especial con los refugiados llegó a la Estación Mapocho de la capital chilena alrededor de las 20.30 horas, fueron recibidos por una multitud que los recibió en forma muy cariñosa.
Entre los refugiados venía Leopoldo Castedo, hijo de Sabastián Castedo, Ministro de Economía de Alfonso XIII. Posteriormente, en Chile, fue un célebre historiador. En España había trabajado con Federico García Lorca en "la Barraca". También era amigo de Rafael Alberti, gracias al cual tomó contacto con Neruda en París, y luego embarcado con su familia en el Añadir leyendaWinnipeg con destino a Chile.
En sus " Contramemorias de un Transterrado", Leopoldo Castedo describe la llegada del tren con los refugiados a Santiago de Chile :

"Si la recepción en Valparaíso fue emocionante, la de Santiago llegó a límites inimaginables. La Estación Mapocho de airosa arquitectura metálica, estaba repleta de entusiastas, hombres, mujeres, viejos y jóvenes. Estos se habían trepado a las farolas y a las estructuras sobresalientes del edificio. Los gritos, los abrazos, no tenían límite ni descanso. A los españoles del exilio, sustantivo que empleo transitoriamente, porque no cuadra utilizarlo en Chile, se nos había transmutado de proscritos abyectos en héroes de una guerra que Chile había seguido apasionadamente, como si hubiera sido suya".

Algunos afortunados encontraron trabajos en la misma estación repleta de gente, luego todos los refugiados y sus familias fueron invitados a una cena en los Centros Republicanos, Catalán y Vasco de Santiago, Finalizada la cual fueron conducidos a los distintos alojamientos preparados para ellos.

A algunos les esperaban, en Valparaíso y Santiago, inmediatas ofertas de trabajo y alojamientos de gentes de diferentes ciudades y pueblos de Chile, por lo que todos los llegados en el Winnipeg tuvieron desde el primer momento donde comer y dormir.Nadie quedó sin la debida atención desde el primer día, mediante la generosa hospitalidad que les ofreció la comunidad chilena y la española residente, arraigada desde antes en el país austral.
Los Centros españoles, fueron al comienzo, un gran apoyo para los refugiados. En ellos los inmigrantes realizaban reuniones, en las cuales, al mismo tiempo que se rememoraban los tristes últimos días de la guerra civil y el paso por Francia con sus campos de concentración y las experiencias pasadas, se intercambiaban novedades, informaciones sobre oportunidades de trabajo, nuevos hospedajes, atención médica y otros aspectos.
Inicialmente, los refugiados tenían la esperanza que se produjera un cambio en la situación política de España que les permitiera retornar, sin problemas, a la tierra natal, pero pasaron los años y esto no sucedió. Así, los refugiados se fueron integrando cada vez más en el país austral que tan cordialmente los había acogido. Los refugiados del Winnipeg se fueron separando entre sí, hasta llegar casi a no relacionarse entre ellos mismos, salvo los que mantenían una antigua amistad. Además, que, como hemos dicho, estaban repartidos a lo largo de los cuatro mil kilómetros de largo de Chile.

13 de enero de 2008

Murales de Siqueiros y Guerrero

Xavier Guerrero "De México a Chile"



David Alfaro Siqueiros "Muerte al invasor"





TERREMOTO DE CHILLAN

(24 de Enero de 1939)

"Que se levante el raudo viento azul de otoño,
que aquí no pasa nada que puramente todo.
Chillán existe como una rosa blanca
sobre mi corazón húmedo y sin palabras.

Chillán no está vencido, Chillán laurel alzado
como el verde campo de los gentiles caballos.
Que se levante el trueno vivo de los tambores
y el hortelano alegre que se levante entonces.
Chillán en cada gancho de lirio vibra
como la espada abierta de la noche sombría.

Que se levante entonces como una bestia el día
que aquí toda una llama que aquí nada ceniza.
Que se levante el fuego como un caballo de oro
que aquí no pasa nada que puramente todo"


Nicanor Parra




Con motivo del terremoto de Chillán, ocurrido el 24 de enero de 1939, el pueblo mexicano y el Gobierno del presidente Lázaro Cardenas, obsequiaron el edificio de la Escuela República de México, ubicado en la Avenida Libertador Bernardo O'Higgins Nº 250, frente a la plaza los Héroes de Iquique (conocida como Plaza Santo Domingo).

A mediados del año 1940 llegaron a Chillán los pintores mexicanos David Alfaro Siqueiros y Xavier Guerrero. Ellos dejaron plasmadas una de sus obras dentro del establecimiento.
Xavier Guerrero decoró el hall de entrada del establecimiento plasmado allí los frescos “de México a Chile” y en la Biblioteca Pedro Aguirre Cerda se encuentra el mural “Muerte al Invasor” de David Alfaro Siqueiros.
La historia señala que a David Alfaro Siqueiros le recomendaron salir de su país luego que estuviera detenido por el atentado que costó la vida al estadista soviético León Trotski en 1940, que estaba asilado en México. Neftalí Reyes (Pablo Neruda), que era cónsul general de Chile en México, logra que fuera confinado en Chillán para ejecutar un mural en La Escuela México. La obra de Siqueiros fue definida por el artista como un “Canto plástico a las figuras mas prominentes de las luchas populares de Chile y México”. El muralista afirmaba que nuestro Galvarino era como su Juárez. Los personajes de la pintura “Muerte al Invasor” tienen un sector mexicano en que aparecen héroes independentistas de ese país como Miguel Hidalgo y Costilla, José María Morelos, Emiliano Zapata, la mítica “Adelita”, el indio Cuauhtemuc, Benito Juarez y Lázaro Cárdenas (que era el presidente de México en el momento que se hizo la obra). En la parte de la historia chilena al muro sur está Lautaro, Luis Emilio Recabarren (fundador del Partido Comunista Chileno), Caupolicán, Galvarino, Francisco de Bilbao y Bernardo O´Higgins. Toda la obra esta cargada de simbolismos y la mayor expresión es una espada que, depende del punto de vista en que se coloque el espectador, se convierte en lápida, por un efecto óptico. También en uno de los motivos principales se unen las caras de Bilbao con la de Galvarino en un solo cuerpo.

El 28 de Mayo de 2004, mediante el Decreto Supremo Nº 331 y con la presencia del Ministro de Educación Sergio Bitar fueron declarados Monumento Nacional de Chile patrimonio cultural.
Para el país constituyen un centro cultural de excepción y una fuente viva de turismo y de progreso para Chillán, tierra de héroes y de artistas, y que deberá protegerlos y divulgarlos al nivel de su alta y especial significación.

Catedral de Chillán y Cruz conmemorativa del terremoto del año 1939

4 de enero de 2008

Los derechos imprescindibles del lector


1. El derecho a no leer. La libertad de escribir no debe ir acompañada del deber de leer. Se evitará considerar a priori a cualquier individuo que no lee, un bruto potencial o un cretino contumaz.
2. El derecho a saltarse las páginas. Uno puede saltarse perfectamente los párrafos, páginas o partes del libro que no le interesan.
3. El derecho a no terminar un libro. Hay 36.000 motivos para abandonar una novela antes del final: la historia no interesa, sensación de haberla leído antes, no gusta el tema... ¿Un libro se nos cae de la mano? Que se caiga.
4. El derecho a releer. Se puede releer simplemente por el placer de la repetición, la alegría del reencuentro.
5. El derecho a leer cualquier cosa. Se pueden leer malas novelas. A cierta edad pueden estimular el saludable vicio de la lectura.
6. El derecho al bovarismo [1]. La satisfacción inmediata y exclusiva de las sensaciones. No porque una joven coleccione novelas rosas acabará tragándose una cuchara de arsénico.
7. El derecho a leer en cualquier lugar. Un ejemplo vale más que mil palabras: el soldado Fulano se presenta voluntario para limpiar las letrinas. Es un trabajo despreciable pero rápido. Un cuarto de hora de bayeta le permite leer las obras completas de Gógol.
8. El derecho a hojear. Coger cualquier volumen de la biblioteca y hojearlo. Se puede abrir Proust, Shakespeare o Chandler por cualquier parte; seguro que proporciona cinco minutos interesantes.
9. El derecho a leer en voz alta. Leer en voz alta para uno mismo o para los otros es un ejercicio estimulante.
10. El derecho a callarnos. Absoluto derecho a no opinar sobre lo que se ha leído
------------------------------------------------
[1] Enfermedad de transmisión textual
Para leer completo haga clik aquí
Daniel Pennac
Como una novela. Norma. Bogotá, 1996. pp.143-168

31 de diciembre de 2007

30 de diciembre de 2007

La mitad de una manta

En una humilde casa vivía un hombre, su mujer, su padre y su hijo, que todavía era un niño. El viejo padre no servía para nada. Estaba demasiado débil para trabajar. Comía y fumaba sentado de la puerta. Entonces el hombre decidió sacarlo de la casa, dejarlo tirado a su suerte en las calles, como a veces se hacía, en las época más duras, con las bocas inútiles.
La esposa intentó interceder en favor del anciano, pero fue en vano.
-Como mínimo dale una manta -dijo ella.
-No. Le daré la mitad de una manta. Eso es suficiente.
La esposa le suplicó. Finalmente consiguió convencerlo para que le diese la manta entera. De repente, en el momento en que el viejo estaba a punto de salir llorando de la casa, se oyó la voz del niño en la cuna. Y el niño le decía a su padre:
-¡No! ¡No le des la manta entera! Dale sólo la mitad.
-¿Por qué? -preguntó el padre anonadado, acercándose a la cuna.
-Porque -contestó el niño- yo necesitaré la otra mitad para dártela el día que te eche de aquí.

20 de diciembre de 2007

Cincuenta maneras de tener un orgasmo (Sólo para Mujeres)


1. Que te den muchas muestras gratis de perfumes y cremas.
2. Hablar con un amiga por teléfono hasta la madrugada.
3. Entrar a tu casa el día que fue la empleada doméstica y que todo esté inmaculado.
4. Llegar a una cita a ciegas y que el tipo sea de tu tipo.
5. Quedarte todo el fin de semana en casa, sin bañarte, en jogging, comiendo chatarra, tomando coca cola light y viendo películas malas por cable.
6. Que te corresponda el hombre del que estuviste perdidamente enamorada mucho tiempo.
7. Ver el par de zapatos de tus sueños en una vidriera.
8. Lavarte la cabeza en la peluquería, sentir el masaje de la yema de los dedos y el agua tibia que cae, lenta, desde el nacimiento del pelo.
9. Salir de compras, cargarte de bolsas y luego desparramar todo en la cama para mirarlo detalladamente.
10. Llegar a casa y que él, de casualidad, no haya ensuciado todo.
11. Aterrizar en la cama borracha y con los pies doloridos por culpa de unos zapatos nuevos.
12. Que te hagan masajes cuando te duelen los pies o la espalda.
13. Tomar café y comer torta con una amiga, leer revistas, criticar gente, ponerse al tanto de las novedades de la otra.
14. Que tus hijos tengan un cumpleaños que dure desde el mediodía hasta la noche.
15. Descubrir que la nueva novia de tu ex novio es horrible.
16. Mirar vidrieras e inspeccionar minuciosamente todos los productos que no vas a comprar sin que nadie te apure.
17. Subirte a la balanza y haber bajado de peso luego de matarte de hambre durante la semana.
18. Ver a al hombre que secretamente te encanta.
19. Darle el primer beso a alguien que te gusta mucho.
20. Ir a tomar el té a lugares lindos.
21. Planear un viaje
22. Viajar sola.
23. Dormir la siesta muy abrigada en un día de lluvia.
24. Ver maratones de series y sit coms hasta la madrugada.
25. Acostarse en una cama con sábanas recién lavadas y planchadas, con mucho olor a suavizante para ropa.
26. Tirar cosas viejas (tirar cosas viejas y feas de tu novio que nunca habías podido tirar, por ejemplo, una campera vieja y repugnante que él adoraba).
27. Nadar desnuda.
28. Quedar atrapada con un libro y terminarlo compulsivamente de una sentada.
29. Ganar una discusión y escuchar "tenías razón".
30. Alzar cachorritos en brazos, pellizcar bebés, ver fotos de tu novio cuando era chico, comer tomates cherry y zanahorias baby.
31. Ir a comprar algo y que haya una promoción o un descuento inesperado sobre ese ítem.
32. Lograr cerrar la puerta de tu departamento justo antes de que la vecina abra la suya.
33. Ducharte con agua bien caliente después de hacer actividad física.
34. Estar recién depilada o con las manos recién hechas.
35. Que te cuenten con lujo de detalles toda la historia de otra mujer, que ni siquiera conoces ni vas a conocer.
36. Que te agarren la mano en el cine.
37. Todo lo que tenga perfume: los baños con sales y espuma, la ropa limpia, los lápices de colores nuevos, las figuritas con olor, los jabones y las velas.
38. Ir a comer afuera.
39. Dormir en posición cucharita.
40. Leer revistas chatarra gratis en la peluquería, casas ajenas o bares.
41. Vestirte con ropa nueva.
42. Que te lleven el desayuno a la cama.
43. Ver películas de amor tristísimas y llorar descontroladamente
44. Poner en loop una misma canción y escucharla una y otra vez.
45. Fantasear con personajes de películas, series o libros.
46. Llamar a una amiga después de una cita y escuchar toda la crónica.
47. Que te abrace un hombre grandote, con brazos pesados y espalda ancha.
48. Comer chocolate
49. Encontrar un programa que adorabas cuando eras chica en la televisión.
50. ... Y TENER SEXO...

15 de diciembre de 2007

Julio Cortázar (Final del juego, 1956)


Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos; le
llamaban la guerra florida

La Noche boca arriba

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde, y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado donde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.

Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo sobre la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.

Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla, y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia más próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en las piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la maquina de costado...'' Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con un guardapolvo dándole a beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas a la policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. ''Natural'', dijo él. ''Como que me la ligué encima...''. Los dos se rieron, y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvió poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros cerró los ojos y deseo estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.

Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta en el pecho, como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso, porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y, en cambio, vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.

Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se rebelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. ''Huele a guerra'', pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de la lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor de la guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada horrible del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.

-Se va a caer de la cama - dijo el enfermo del lado-. No brinque tanto, amigazo.

Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes, como estar viendo una película aburrida y pensar que, sin embargo, en la calle es peor, y quedarse.

Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no le iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.

Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba del cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. ''La calzada'', pensó. ''Me salí de la calzada.'' Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo a encontrarla. La mano, que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó una plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en los muchos prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.

Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces, los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.

-Es la fiebre-dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.

Al lado de la noche de donde volvía la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo, como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin ese acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban de suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia bajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizás pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.

Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el suelo, en un piso de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.

Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y tuvo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas.

Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara frente a él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.

Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen translúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó, buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vació otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente por que el techo iba a acabarse, subía abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de humo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque otra vez estaba inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte, y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad, asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.

9 de diciembre de 2007

Arte Poética Vicente Huidobro

Dibujo de Vicente Huidobro por Picasso


Un poema tres traducciones


Arte Poética

Que el verso sea como una llave
que abra mil puertas.
Una hoja cae; algo pasa volando;
cuanto miren los ojos creado sea,
y el alma del oyente quede temblando.

Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra;
el adjetivo, cuando no da vida, mata.

Estamos en el ciclo de los nervios.
El músculo cuelga,
como recuerdo, en los museos;
mas no por eso tenemos menos fuerza:
el vigor verdadero
reside en la cabeza.

Por qué cantáis la rosa, ¡oh Poetas!
Hacedla florecer en el poema;
Sólo para vosotros
viven todas las cosas bajo el Sol.

El Poeta es un pequeño Dios.
Una mujer desnuda y en lo oscuro
tiene una claridad que nos alumbra

Arte Poética

Que o verso seja como uma chave
Que abra mil portas.
Uma folha cai; algo passa voando;
Quanto fitem os olhos criado seja,
E a alma de quem ouve fique tremendo.

Inventa mundos novos e cultiva a palavra;
O adjetivo, quando não dá vida, mata.

Estamos no ciclo dos nervos.
O músculo pende,
Como lembrança, nos museus;
Mas nem por isso temos menos força:
O vigor verdadeiro
Reside na cabeça.

Por que cantais a rosa, ó Poetas!
Fazei-a florescer no poema.
Somente para nós
Vivem as coisas sob o sol.ARS POETICA

O Poeta é um pequeno deus


ARS POETICA

Let the line be like a wave
Let it open a thousand doors
A leaf falls; something flies by;
Whatever the eyes would see would be created,
And the soul of the hearer would keep trembling.


Invent new worlds and care for your word;
The adjective kills when it doesn’t give life.
We are in the cycle of nerves.
The muscle hangs,
Like a memory, in the museums;
But we do not have less strength because of that:
True vigor

Dwells in the head.
Why do you sing the rose, oh Poets!
Make it flower in the poem
All things live under the Sun
Just for us.

The poet is a little God.