‘El cuarteto de Alejandría’ es una tetralogía escrita por Lawrence Durrell a finales de la década de los cincuenta del siglo pasado. La intención del autor, como explica en la nota que abre “Balthazar”, el segundo de los libros, es construir una serie de novela que se desplieguen en el espacio sin constituir una serie; obras que se complementen unas a otras, entretejiéndole en una relación puramente espacial, sin referencia temporal alguna. Eso es lo que Durrell hace con los tres primeros volúmenes, mientras que el último sí que se revela como un sucesor de los anteriores y utiliza el tiempo (narrando hechos posteriores a los ya mostrados) para tejer una imagen última —que no definitiva— de los protagonistas. Enseguida vienen a la mente los trabajos de Proust, por ejemplo, que también trataban de jugar con el tiempo para ofrecer un retrato más fidedigno, más completo, de los personajes; no obstante, ‘El cuarteto de Alejandría’ se apoya en el recurso del espacio-tiempo, acumulando facetas de los diferentes caracteres como si fueran capas de una cebolla que el lector va descubriendo a medida que avanza la lectura.
El resultado es  sorprendente y muy bello, si bien el propósito último de Durrell dista  de ser tan perfecto como ambicionaba. En palabras de Pursewarden, uno de  los protagonistas, se podría «ensayar un juego con cuatro cartas en  forma de novela; atravesando cuatro historias con un eje común, por así  decir, y dedicando cada una de ellas a los cuatro vientos. Un continuum, por cierto, que comprendiera no sólo un temps retrouvé sino también un temps delivré». Ese continuum  que Durrell persigue no es tan sólido como debiera, ya que las facetas  de los personajes son desveladas de un modo demasiado arbitrario y  abusando del efecto sorpresa. Con todo y con eso, la hermosura de una  prosa que se crece a la hora de describir la ciudad de Alejandría y que  ofrece unos retratos bellísimos de las personas ayuda a que el lector  pase por alto esos defectos y se embarque en una historia de amor tan  sencilla y manida como bien resuelta.
La historia da comienzo con  “Justine”, en la que ejerce de narrador el nunca nombrado Darley, un  escritor frustrado que trabaja como profesor en la Alejandría previa al  comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Retirado a una isla del  Mediterráneo, recrea sus recuerdos en un manuscrito que está teñido de  su absoluta, pero inconsciente, subjetividad. Su visión es única, quizá  fruto del amor por Justine y la ‘ceguera’ auto infligida que le provoca,  aunque el lector (como él mismo) no lo perciba así; los personajes a los  que trata (Nessim, un poderoso empresario, marido de Justine;  Pursewarden, otro escritor de más éxito, mezquino y arrogante; Melissa,  su enferma amante alejandrina) son casi inocentes, puros,  unidimensionales. Su frustrada —y frustrante— historia de pasión está  repleta de lagunas que Darley se esfuerza por entender, pero que rellena  con suposiciones, con intuiciones fruto de su desconocimiento del  pasado y de los seres humanos.
Ese desconocimiento se palía un tanto  en la segunda novela de la serie, “Balthazar”. El comentario que  Balthazar, médico y cabalista, hace del manuscrito que recibe de Darley  (es decir, el primer libro: “Justine”) abre los ojos de éste a facetas  nuevas de la historia (aunque hay detalles que fueron omitidos ex profeso  en el primer libro, por lo que no todo es visto bajo una nueva luz).  Los propósitos de personajes ya conocidos cambian sustancialmente:  Darley recibe esas revelaciones y comprende que ciertas acciones no eran  lo que parecían. Justine se revela no ya como una mujer adúltera, sino  como una hábil manipuladora; también Nessim parece tener intereses  desconocidos, mucho más allá de los simples celos, ya que se insinúa una  conspiración contra los intereses británicos y franceses en Alejandría.  Pursewarden se convierte en un ser desdichado y sensible, profundo  conocedor del alma humana, con una coraza de cinismo que le protege  contra el sufrimiento que ve a su alrededor. Tan atractivo resulta que  se descubre que era amante de Justine al mismo tiempo que Darley, aunque  éste se niegue a comprender esos nuevos matices de su personalidad que  Balthazar le ofrece.
Será en “Mountolive”, la tercera parte de la  serie, cuando el lector comience a hacerse una idea más o menos completa  de las múltiples tramas que Durrell ha ido tejiendo en los anteriores  libros. El estilo cambia en esta novela: de la primera persona pasamos a  una tercera bastante personal, que nos revela facetas desconocidas  tanto por el Darley narrador de los dos anteriores libros como por  muchos de los participantes en este palimpsesto literario. Justine y  Nessim se descubren como dos seres solitarios, ávidos de poder y con  unos escrúpulos muy personales para conseguir sus fines. Es ahora cuando  el lector entiende que Justine no engañaba a su marido con uno u otro  amante, sino que ambos trabajaban en pro de un objetivo mayor (y muy  mundano, por otra parte). El Mountolive que apenas aparecía en el  segundo libro y del que se desconocía casi todo se convierte en el  protagonista principal, si bien actúa en realidad como eje alrededor del  cual se suceden los acontecimientos que el lector ya conoce (es decir,  los relatados en los anteriores partes) y a los que dota de nuevos  matices. Pursewarden, por ejemplo, resulta ser un hombre atormentado por  el amor que siente hacia su propia hermana, y su suicidio (que había  sido visto como fruto de una personalidad frágil y desequilibrada) es  una maniobra desesperada para no tener que elegir entre dos hombres a  los que respeta y aprecia. El mismo Darley aparece aquí como un hombre  gris, algo perdido en el laberinto social y diplomático que es  Alejandría; algo que el lector ya intuía desde el principio, si bien  ahora se confirma con creces.
En “Clea”, la novela que cierra la  serie, de nuevo regresa el Darley narrador. La historia, esta vez,  avanza en el tiempo y no continúa aportando nuevas visiones, sino que  refleja los diferentes caminos que toman cada uno de los protagonistas.  Acabada la guerra, Nessim trata de rehacerse de sus frustrados planes  conspirativos, mientras que Justine es encerrada en su propia residencia  por el apoyo que proporcionó a su marido. Mountolive abandona  Alejandría con la hermana de Pursewarden, ambos heridos de amor y unidos  por ese sentimiento de renuncia y culpa. Darley descubre su propio amor  por Clea, una joven pintora que sirvió como enlace para todos los  protagonistas de esta gran historia, pero también comprende que ese amor  no es sino un sustituto de su gran amor por el arte, como ella misma —y  las terribles circunstancias— se encarga de mostrarle.
En realidad,  como decía más arriba, Durrell traza varias historias que sólo hablan de  amor, si bien se enmarcan en un contexto en el que otras tramas se  mezclan y otros personajes intervienen decisivamente: Pombal, Scobie,  Naruz, Leila… Esas diferentes visiones sobre la pasión proporcionan el  sustento de la cuatrilogía, su alma, y el lector descubre enseguida que  las motivaciones de los personajes no son más que reflejos de sus  pulsiones amorosas; el amor, parece decir Durrell, es lo que pone en  movimiento muchas de nuestras acciones, muchos de nuestros deseos.
El resultado final es una hermosa historia que se desarrolla en un marco  aún más hermoso, poblado por personajes entrañables y reales. Las  facetas que el autor introduce poco a poco en las diferentes partes  contribuyen a ese efecto, aunque sea la propia fuerza de la narración y  de los protagonistas lo que levanta la obra de verdad. Como dije, el  propósito último de Durrell no se cumple al cien por cien, ya que el continuum  al que aspiraba se rompe por la inherente ;dualidad fantástica de la  novela (la suspensión de la incredulidad, en este caso, funciona en  contra del escritor); sin embargo, la potencia humana de sus creaciones  supera cualquier intención formal. ‘El cuarteto de Alejandría’ termina  por ser una magna obra de arte capaz de embelesar a cualquier que se  aventure en su lectura.
La ciudad de Alejandría es trasfondo y personaje al mismo tiempo siendo la voz de Cavafis, el poeta de la ciudad, el hilo conductor. El Cuarteto presenta una visión de la ciudad que cautivó a muchos lectores y escritores que se acercaron a la ciudad griega buscando esa Alejandría eterna que no encontraron. Parte de la culpa de este encanto es la prosa de Durrell,  densa y hermosa, muy visual y rica, lírica, con unas descripciones  vívidas, tanto de personajes como de situaciones o paisajes.
En esencia,  ¿qué es esa ciudad, la nuestra? ¿Qué resume la palabra   Alejandría? Evoco enseguida innumerables calles donde se arremolina el polvo. Hoy es de las moscas y los mendigos, y entre ambas especies de todos aquellos que llevan una existencia vicaria.
Cinco razas, cinco lenguas, una docena de religiones; el reflejo de cinco flotas en el agua grasienta, más allá de la escollera. Pero hay más de cinco sexos y sólo el griego del pueblo parece capaz de distinguirlos. La mercadería sexual al alcance de la mano es desconcertante por su variedad y profusión. Es imposible confundir a Alejandría con un lugar placentero. Los amantes simbólicos del mundo helénico son sustituidos por algo distinto, algo sutilmente andrógino, vuelto sobre sí mismo. Oriente no puede disfrutar de la dulce anarquía del cuerpo, porque ha ido más allá del cuerpo. Nessim dijo una vez, recuerdo -y creo que lo había leído en alguna parte- que Alejandría es el más grande lagar del amor; escapan de él los enfermos, los solitarios, los profetas, es decir, todos los que han sido profundamente heridos en su sexo"
(Lawrence Durrel Justine)
 
Si las cosas fueran siempre lo que parecen, ¡que empobrecida quedaría la imaginación del hombre!
¿Cómo me libraré para siempre de esta ciudad ramera entre todas las ciudades: mar, desierto, minaretes, arena, mar?
No. Tengo que ponerlo todo por escrito, fríamente, hasta que pase el tiempo de la memoria y el deseo. Sé que la llave que trato de hacer girar está en mi mismo.
(Lawrence Durrell, Balthazar)
Como no citar a Kavafis quien aparece en Justine
LA CIUDAD
Dijiste: "Iré a otra ciudad, iré a otro mar.
Otra ciudad ha de hallarse mejor que ésta.
Todo esfuerzo mío es una condena escrita;
y está mi corazón - como un cadáver - sepultado.
Mi espíritu hasta cuándo permanecerá en este marasmo.
Donde mis ojos vuelva, donde quiera que mire
oscuras ruinas de mi vida veo aquí,
donde tantos años pasé y destruí y perdí".
Nuevas tierras no hallarás, no hallarás otros mares.
La ciudad te seguirá. Vagarás
por las mismas calles. Y en los mismos barrios te harás viejo
y en estas mismas casas encanecerás.
Siempre llegarás a esta ciudad. Para otro lugar -no esperes-
no hay barco para ti, no hay camino.
Así como tu vida la arruinaste aquí
en este rincón pequeño, en toda tierra la destruiste.
Los Dioses Abandonan a Antonio
Cuando de pronto, a medianoche, oigas
pasar el tropel invisible, las voces cristalinas,
la música embriagadora de sus coros,
sabrás que la Fortuna te abandona, que la esperanza
cae, que toda una vida de deseos
se deshace en humo. ¡Ah, no sufras
por algo que ya excede el desengaño!
Como un hombre desde hace tiempo preparado,
Saluda con valor a Alejandría que se marcha.
Y no te engañes, no digas
que era un sueño, que tus oídos te confunden,
quedan las súplicas y las lamentaciones para los cobardes,
deja volar las vanas esperanzas,
y como un hombre desde hace tiempo preparado,
deliberadamente, con un orgullo y una resignación
dignos de ti y de la ciudad
asómate a la ventana abierta
para beber, más allá del desengaño,
la última embriaguez de ese tropel divino,
y saluda, saluda a Alejandría que se marcha.
Cinco razas, cinco lenguas, una docena de religiones; el reflejo de cinco flotas en el agua grasienta, más allá de la escollera. Pero hay más de cinco sexos y sólo el griego del pueblo parece capaz de distinguirlos. La mercadería sexual al alcance de la mano es desconcertante por su variedad y profusión. Es imposible confundir a Alejandría con un lugar placentero. Los amantes simbólicos del mundo helénico son sustituidos por algo distinto, algo sutilmente andrógino, vuelto sobre sí mismo. Oriente no puede disfrutar de la dulce anarquía del cuerpo, porque ha ido más allá del cuerpo. Nessim dijo una vez, recuerdo -y creo que lo había leído en alguna parte- que Alejandría es el más grande lagar del amor; escapan de él los enfermos, los solitarios, los profetas, es decir, todos los que han sido profundamente heridos en su sexo"
(Lawrence Durrel Justine)
Si las cosas fueran siempre lo que parecen, ¡que empobrecida quedaría la imaginación del hombre!
¿Cómo me libraré para siempre de esta ciudad ramera entre todas las ciudades: mar, desierto, minaretes, arena, mar?
No. Tengo que ponerlo todo por escrito, fríamente, hasta que pase el tiempo de la memoria y el deseo. Sé que la llave que trato de hacer girar está en mi mismo.
(Lawrence Durrell, Balthazar)
Como no citar a Kavafis quien aparece en Justine
LA CIUDAD
Dijiste: "Iré a otra ciudad, iré a otro mar.
Otra ciudad ha de hallarse mejor que ésta.
Todo esfuerzo mío es una condena escrita;
y está mi corazón - como un cadáver - sepultado.
Mi espíritu hasta cuándo permanecerá en este marasmo.
Donde mis ojos vuelva, donde quiera que mire
oscuras ruinas de mi vida veo aquí,
donde tantos años pasé y destruí y perdí".
Nuevas tierras no hallarás, no hallarás otros mares.
La ciudad te seguirá. Vagarás
por las mismas calles. Y en los mismos barrios te harás viejo
y en estas mismas casas encanecerás.
Siempre llegarás a esta ciudad. Para otro lugar -no esperes-
no hay barco para ti, no hay camino.
Así como tu vida la arruinaste aquí
en este rincón pequeño, en toda tierra la destruiste.
Los Dioses Abandonan a Antonio
Cuando de pronto, a medianoche, oigas
pasar el tropel invisible, las voces cristalinas,
la música embriagadora de sus coros,
sabrás que la Fortuna te abandona, que la esperanza
cae, que toda una vida de deseos
se deshace en humo. ¡Ah, no sufras
por algo que ya excede el desengaño!
Como un hombre desde hace tiempo preparado,
Saluda con valor a Alejandría que se marcha.
Y no te engañes, no digas
que era un sueño, que tus oídos te confunden,
quedan las súplicas y las lamentaciones para los cobardes,
deja volar las vanas esperanzas,
y como un hombre desde hace tiempo preparado,
deliberadamente, con un orgullo y una resignación
dignos de ti y de la ciudad
asómate a la ventana abierta
para beber, más allá del desengaño,
la última embriaguez de ese tropel divino,
y saluda, saluda a Alejandría que se marcha.

 
 


