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12 de mayo de 2014

Tomas Tranströmer / El cielo a medio hacer



El cielo a medio hacer


El desaliento interrumpe su curso.
La angustia interrumpe su curso.
El buitre interrumpe su vuelo.
La luz tenaz se derrama,
hasta los fantasmas se toman un trago.
Y nuestros cuadros se hacen visibles,
rojos animales de ateliés de la Edad del Hielo.
Todo comienza a dar vueltas.
Somos cientos los que andamos al sol.
Cada persona es una puerta entreabierta
que lleva a una habitación para todos.
La tierra infinita bajo nosotros.
El agua brilla entre los árboles.
La laguna es una ventana a la tierra.


 Traducción de Roberto Mascaró

31 de enero de 2013

Poemas Tomas Tranströmer




  De marzo del ’79, Los cuatro temperamentos y Solsticio de invierno, tres poemas de Tomas Tranströmer publicados en la antología El cielo a medio hacer. (2010, Nórdica Libros, Traducción de  Roberto Mascaró).

DE MARZO DEL 79’ (1983)


Cansado de todos los que llegan con palabras, palabras, pero no lenguaje

parto hacia la isla cubierta de nieve.

Lo salvaje no tiene palabras.

¡Las páginas no escritas se ensanchan en todas direcciones!

Me encuentro con huellas de pezuñas de corzo en la nieve.

Lenguaje, pero no palabras.



LOS CUATRO TEMPERAMENTOS (1958)

Registrando, el ojo transforma los rayos solares en bastones policiales.
Y de noche: la bulla de una fiesta en el piso de abajo
sube como flores irreales a través del suelo.
Salgo a la llanura. Oscuridad. El vagón parece no moverse.
Un anti-pájaro graznaba a la ausencia de estrellas.
Arriba el sol albino, lanzando oscuras marejadas.
*
Un hombre como un árbol erguido con hojas crujientes
y un rayo en guardia vio al sol con hedor de bestia
que buscaba entre alas crepitantes sobre la isla de acantilados
del mundo, avanzando tras banderas de espuma por la noche
y el día, con blancos pájaros lacustres y ruidosos
en cubierta, y todos con pasaje hacia el Caos.
*
Basta con cerrar los ojos para oír claramente
el pequeño domingo de las gaviotas sobre la comarca interminable
[del mar.
Una guitarra comienza a abotonar el arbusto y la nube avanza
lentamente, como el trineo verde de la primavera tardía
—con la luz amarrada que relincha—
llega resbalando sobre el hielo.
*
Desperté con los tacones de la amiga golpeteando en el sueño
y, afuera, dos montones de nieve, como olvidados guantes del invierno,
mientras octavillas del sol se desplomaban sobre la ciudad.
El camino nunca tiene fin. El horizonte se apura hacia adelante.
Los pájaros sacuden el árbol. El polvo se marea en torno a las ruedas.
¡Todas las rodantes ruedas que contradicen la muerte!

SOLSTICIO DE INVIERNO (1996)

Mi ropa irradia
un resplandor azul.
Solsticio de invierno.
Tintineantes panderetas de hielo.
Cierro los ojos.
Hay un mundo sordo,
hay una grieta
por la que los muertos
traspasan la frontera.

(Tomas Tranströmer)

21 de octubre de 2011

Retornos del amor en los bosques nocturnos Rafael Alberti


Retornos del Amor en los Bosques Nocturnos


¡Son los bosques, los bosques que regresan! Aquellos
donde el amor, volcado, se pinchaba en las zarzas
y era como un arroyo feliz, encandecido
de pequeñas estrellas de dulcísima sangre.

Los bosques de la noche, con el amor callado,
sintiendo solamente el latir de las hojas,
el profundo compás de los pechos hundidos
y el temblor de la tierra y el cielo en las espaldas.

¡Qué consuelo sin nombre no perder la memoria,
tener llenos los ojos de los tiempos pasados,
de las noches aquellas en que el amor ardía
como el único dios que habitaba en los bosques!

15 de octubre de 2011

Czeslaw Milosz El Emperador Constantino

Yo podría haber vivido en tiempos de Constantino,
trescientos años después de la muerte del Salvador,
de quien nada se sabía salvo que había resucitado
como un soleado Mitra entre los legionarios romanos.
Habría sido testigo de las disputas entre homoousios y homoiousios
acerca de si la naturaleza de Cristo era divina o sólo semejante a la divinidad.
Probablemente habría votado contra los Trinitarios, pues,
¿quién podría adivinar la naturaleza del Creador?
Constantino, Emperador del mundo, conquistador y asesino
alteró la balanza en el Concilio de Nicea,
de modo que nosotros, generación tras generación,
meditamos acerca de la Santísima Trinidad, misterio de misterios, sin el cual
la sangre del hombre habría sido ajena a la del universo,
y el derramamiento de Su propia sangre, la de un Dios sufriente,
que se ofreció a Sí mismo en sacrificio aun mientras estaba creando el mundo, habría sido en vano.
Así, Constantino no fue más que un instrumento indigno, ignorante de lo que hacía por las gentes de los tiempos por venir.

Y nosotros, ¿sabemos a qué estamos destinados?

30 de marzo de 2011

Wislawa Szymborska (12 poemas)


Bajo una pequeña estrella

Que me disculpe la coincidencia por llamarla necesidad.
Que me disculpe la necesidad, si a pesar de ello me equivoco.
Que no se enoje la felicidad por considerarla mía.
Que me olviden los muertos que apenas si brillan en la memoria.
Que me disculpe el tiempo por el mucho mundo pasado
por alto a cada segundo.
Que me disculpe mi viejo amor por considerar al nuevo
el primero.
Perdonadme, guerras lejanas, por traer flores a casa.
Perdonadme, heridas abiertas, por pincharme en el dedo.
Que me disculpen los que claman desde el abismo el disco
de un minué.
Que me disculpe la gente en las estaciones por el sueño
a las cinco de la mañana.
Perdóname, esperanza acosada, por reírme a veces.
Perdonadme, desiertos, por no correr con una cuchara de agua.
Y tú, gavilán, hace años el mismo, en esta misma jaula,
inmóvil mirando fijamente el mismo punto siempre,
absuélveme, aunque fueras un ave disecada.
Que me disculpe el árbol talado por las cuatro patas de la mesa.
Que me disculpen las grandes preguntas por las pequeñas
respuestas.
Verdad, no me prestes demasiada atención.
Solemnidad, sé magnánima conmigo.
Soporta, misterio de la existencia, que arranque hilos de tu cola.
No me acuses, alma, de poseerte pocas veces.
Que me perdone todo por no poder estar en todas partes.
Que me perdonen todos por no saber ser cada uno de ellos,
cada una de ellas.
Sé que mientras viva nada me justifica
porque yo misma me lo impido.
Habla, no me tomes a mal que tome prestadas palabras patéticas
y que me esfuerce después para que parezcan ligeras.

Descubrimiento

Creo en el gran descubrimiento.
Creo en el hombre que hará el descubrimiento.
Creo en el terror del hombre que hará el descubrimiento.
Creo en la palidez de su rostro,
la náusea, el sudor frío en su labio.
Creo en la quema de las notas,
quema hasta las cenizas,
quema hasta la última.
Creo en la dispersión de los números,
su dispersión sin remordimiento.
Creo en la rapidez del hombre,
la precisión de sus movimientos,
su libre albedrío irreprimido.
Creo en la destrucción de las tablillas,
el vertido de los líquidos,
la extinción del rayo.
Afirmo que todo funcionará
y que no será demasiado tarde,
y que las cosas se develarán en ausencia de testigos.
Nadie lo averiguará, no me cabe duda,
ni esposa ni muralla,
ni siquiera un pájaro, porque bien puede cantar.
Creo en la mano detenida,
creo en la carrera arruinada,
creo en la labor perdida de muchos años.
Creo en el secreto llevado a la tumba.
Para mí estas palabras se remontan por encima de las reglas.
No buscan apoyo en ejemplos de ninguna clase.
Mi fe es fuerte, ciega y sin ningún fundamento.

Un encanto

Con que quiere felicidad,
con que quiere la verdad,
con que quiere eternidad,
¡vaya, vaya!
Apenas si acaba de distinguir el sueño de la vigilia,
apenas si acaba de darse cuenta de que él es él,
apenas si acaba de labrar su mano, descendiente de una aleta,
el pedernal y el cohete,
es fácil ahogarlo en la cuchara del océano,
demasiado poco ridículo incluso como para hacer reír al vacío,
con los ojos sólo ve,
con los oídos sólo oye,
el récord de su habla es el modo potencial,
con la razón vitupera a la razón,
en una palabra: casi nadie,
pero con la cabeza llena de libertad, de omnisciencia
y de existencia
más allá de la estúpida carne,
¡vaya, vaya!
Porque quizá sí exista,
haya sucedido de verdad
bajo una de las pueblerinas estrellas.
A su modo, dinámico y movido.
Para ser una miserable degeneración del cristal,
bastante sorprendido.
Para haber tenido una difícil infancia en la obligatoriedad
de la manada,
no está mal como individuo.
¡Vaya, vaya!
A seguir así, así aunque sea un instante,
¡a través del abrir y cerrar de ojos de una pequeña galaxia!
A ver si tenemos por fin una idea, aproximada al menos,
de qué va a ser, ya que ya es,
Y es obstinado.
Obstinado, hay que admitirlo, mucho.
Con ese aro en la nariz, con esa toga, con ese suéter.
Queramos o no, un encanto.
Pobrecito.
Un verdadero hombre.

La realidad exige

La realidad exige
que lo digamos bien claro:
la vida sigue su curso.
Sucede así en Cannas y en Borodinó,
en los llanos de Kosovo y en Guernica.
Hay una gasolinera
en una pequeña plaza de Jericó,
hay bancos recién pintados
cerca de Bila Hora.
Las cartas van y vienen
entre Pearl Harbor y Hastings,
pasa un camión de muebles
bajo la mirada del león de Queronea
y solo un frente atmosférico amenaza
los florecientes jardines cercanos a Verdún.
Hay tanto de Todo
que lo que hay de Nada queda muy bien cubierto.
De los yates de Accio
llega la música
y en la cubierta, al sol, bailan las parejas.
Pasan siempre tantas cosas
Que seguro tienen que pasar en todas partes.
Donde hay piedra sobre piedra
hay un carro de helados
cercado por los niños.
Donde estaba Hiroshima
de nuevo está Hiroshima
y se siguen produciendo
objetos de uso cotidiano.
No le faltan encantos a este hermoso mundo
ni tampoco amaneceres
para los que merece la pena despertar.
En los campos de Macejowice
La hierba es verde,
y en la hierba, como pasa en la hierba,
la escarcha, transparente.
Quizá no haya un lugar que no haya sido un campo de batalla,
los aún recordados,
los hoy ya olvidados,
bosques de cedros y bosques de abedules,
nieves y arenas, pantanos irisados
y barrancos de negro fracaso
donde en caso de urgencia
satisfacemos ahora nuestras necesidades.
Qué moraleja sale de todo esto: parece que ninguna.
Lo que de verdad sale es la sangre que seca rápida
y siempre algunos ríos, algunas nubes.
En esos desfiladeros trágicos
el viento se lleva los sombreros,
y es inevitable:
la imagen nos da risa.

Discurso en el depósito de objetos perdidos

Perdí algunas diosas en el camino de sur a norte,
y también muchos dioses en el camino de este a oeste.
Se me apagaron para siempre un par de estrellas, ábrete cielo.
Se me hundió en el mar una isla, otra.
Ni siquiera sé exactamente dónde dejé las garras,
quién trae mi piel, quién vive en mi concha.
Mis hermanos murieron cuando me arrastré a la orilla
y sólo algún huesito celebra en mí ese aniversario.
Salté de mi pellejo, perdí vértebras y piernas,
me alejé de mis sentidos muchísimas veces.
Desde hace mucho cerré mi tercer ojo ante todo esto,
me despedí de todo con la aleta, me encogí de ramas.
Se esfumó, se perdió, se dispersó a los cuatro vientos.
Yo misma me sorprendo de mí misma, de lo poco que quedó
de mí:
un individuo aislado, del género humano por ahora,
que sólo perdió su paraguas ayer en el tranvía.

La habitación del suicida

Seguramente crees que la habitación estaba vacía.
Pues no. Había tres sillas bien firmes.
Una lámpara buena contra la oscuridad.
Un escritorio, en el escritorio una cartera, periódicos.
Un buda despreocupado. Un cristo pensativo.
Siete elefantes para la buena suerte y en el cajón una agenda.
¿Crees que no estaban en ella nuestras direcciones?
Seguramente crees que no había libros, cuadros ni discos.
Pues sí. Había una reanimante trompeta en unas manos negras.
Saskia con una flor cordial.
Alegría, divina chispa.
Odiseo sobre el estante durmiendo un sueño reparador
tras las fatigas del canto quinto.
Moralistas,
apellidos estampados con sílabas doradas
sobre lomos bellamente curtidos.
Los políticos justo al lado se mantenían erguidos.
No parecía que de esta habitación no hubiera salida,
al menos por la puerta,
o que no tuviera alguna perspectiva, al menos desde la ventana.
Las gafas para ver a lo lejos estaban en el alféizar.
Zumbaba una mosca, o sea que aún vivía.
Seguramente crees que cuando menos la carta algo aclaraba.
Y si yo te dijera que no había ninguna carta.
Tantos de nosotros, amigos, y todos cupimos
en un sobre vacío apoyado en un vaso.

Las cartas de los difuntos

Leemos las cartas de los difuntos como impotentes dioses,
pero dioses a fin de cuentas porque conocemos las fechas
posteriores.
Sabemos qué dinero no ha sido devuelto.
Con quién se casaron rápidamente las viudas.
Pobres difuntos, inocentes difuntos,
engañados, falibles, ineptamente precavidos.
Vemos los gestos y las señas que hacen a sus espaldas.
Cazamos con el oído el rumor de los testamentos rotos.
Están sentados frente a nosotros, ridículos, como en panecillos
con mantequilla,
o se echan a correr tras los sombreros que vuelan de sus cabezas.
Su mal gusto, Napoleón, el vapor y la electricidad,
sus mortales curas para enfermedades curables,
el insensato Apocalipsis según San Juan,
el falso paraíso en la tierra según Juan Jacobo…
Observamos en silencio sus peones en el tablero,
sólo que tres casillas más allá.
Todo lo previsto por ellos salió de una manera totalmente
diferente,
o un poco diferente, es decir, también totalmente diferente.
Los más diligentes nos miran ingenuamente a los ojos,
porque hacían cuenta de que encontrarían en ellos la perfección.

Las tres palabras más extrañas

Cuando pronuncio la palabra Futuro,
la primera sílaba pertenece ya al pasado.
Cuando pronuncio la palabra Silencio,
lo destruyo.
Cuando pronuncio la palabra Nada,
creo algo que no cabe en ninguna no-existencia.

Nada sucede dos veces…

Nada sucede dos veces
ni va a suceder, por eso
sin experiencia nacemos,
sin rutina moriremos.
En esta escuela del mundo
ni siendo malos alumnos
repetiremos un año,
un invierno, un verano.
No es el mismo ningún día,
no hay dos noches parecidas,
igual mirada en los ojos,
dos besos que se repitan.
Ayer mientras que tu nombre
en voz alta pronunciaban
sentí como si una rosa
cayera por la ventana.
Ahora que estamos juntos,
vuelvo la cara hacia el muro.
¿Rosa? ¿Cómo es la rosa?
¿Como una flor o una piedra?
Dime por qué, mala hora,
con miedo inútil te mezclas.
Eres y por eso pasas.
Pasas, por eso eres bella.
Medio abrazados, sonrientes,
buscaremos la cordura,
aun siendo tan diferentes
cual dos gotas de agua pura.

Opinión sobre la pornografía

No hay mayor lujuria que el pensar.
Se propaga este escarceo como la mala hierba
en el surco preparado para las margaritas.
No hay nada sagrado para aquellos que piensan.
Es insolente llamar a las cosas por su nombre,
los viciosos análisis, las síntesis lascivas,
la persecución salvaje y perversa de un hecho desnudo,
el manoseo obsceno de delicados temas,
los roces al expresar opiniones; música celestial en sus oídos.
A plena luz del día o al amparo de la noche
unen en parejas, triángulos y círculos.
Aquí cualquiera puede ser el sexo y la edad de los que juegan.
Les brillan los ojos, les arden las mejillas.
El amigo corrompe al amigo.
Degeneradas hijas pervierten a su padre.
Un hermano chulea a su hermana menor.
Otros son los frutos que desean
del prohibido árbol del conocimiento,
y no las rosadas nalgas de las revistas ilustradas,
pornografía esa tan ingenua en el fondo.
Les divierten libros que no están ilustrados.
Sólo son más amenos por frases especiales
marcadas con la uña o con un lápiz.

Posibilidades

Prefiero el cine.
Prefiero los gatos.
Prefiero los robles a orillas del Warta.
Prefiero Dickens a Dostoievski.
Prefiero que me guste la gente
a amar a la humanidad.
Prefiero tener a la mano hilo y aguja.
Prefiero no afirmar
que la razón es la culpable de todo.
Prefiero las excepciones.
Prefiero salir antes.
Prefiero hablar de otra cosa con los médicos.
Prefiero las viejas ilustraciones a rayas.
Prefiero lo ridículo de escribir poemas
a lo ridículo de no escribirlos.
Prefiero en el amor los aniversarios no exactos
que se celebran todos los días.
Prefiero a los moralistas
que no me prometen nada.
Prefiero la bondad astuta que la demasiado crédula.
Prefiero la tierra vestida de civil.
Prefiero los países conquistados a los conquistadores.
Prefiero tener reservas.
Prefiero el infierno del caos al infierno del orden.
Prefiero los cuentos de Grimm a las primeras planas del periódico.
Prefiero las hojas sin flores a la flor sin hojas.
Prefiero los perros con la cola sin cortar.
Prefiero los ojos claros porque los tengo oscuros.
Prefiero los cajones.
Prefiero muchas cosas que aquí no he mencionado
a muchas otras tampoco mencionadas.
Prefiero el cero solo
al que hace cola en una cifra.
Prefiero el tiempo insectil al estelar.
Prefiero tocar madera.
Prefiero no preguntar cuánto me queda y cuándo.
Prefiero tomar en cuenta incluso la posibilidad
de que el ser tiene su razón.

Si acaso

Podía ocurrir.
Tenía que ocurrir.
Ocurrió antes. Después.
Más cerca. Más lejos.
Ocurrió; no a ti.
Te salvaste porque fuiste el primero.
Te salvaste porque fuiste el último.
Porque estabas solo. Porque la gente.
Porque a la izquierda. Porque a la derecha.
Porque llovía. Porque había sombra.
Porque hacía sol.
Por fortuna había allí un bosque.
Por fortuna no había árboles.
Por fortuna una vía, un gancho, una viga, un freno,
un marco, una curva, un milímetro, un segundo.
Por fortuna una cuchilla nadaba en el agua.

Debido a, ya que, y en cambio, a pesar de.
Qué hubiera ocurrido si la mano, el pie,
a un paso, por un pelo,
por casualidad,
¡Ah, estás? ¿Directamente de un momento todavía entreabierto?
¿La red tenía un solo punto, y tú a través de ese punto?
No dejo de asombrarme, de quedarme sin habla.
Escucha
cuán rápido me late tu corazón.

22 de marzo de 2010

The waste land- La tierra estéril T.S. Eliot

He preferido el título de tierra estéril a tierra baldía, por la simple razón que baldío significa tierra virgen , en espera de ser cultivada, que no es el caso.

En 1920 T.S. Eliot publicará Poesías y la colección de ensayos críticos El bosque sagrado. En 1922 (annus mirabilis de la literatura del siglo XX, con la aparición de Ulysses, de James Joyce, Elegías de Duino, de R. M. Rilke (publicadas un año más tarde), Tractatus logico-philosophicus, de Ludwig Wittgenstein, Trilce de César Vallejo, parte importante de En busca del tiempo perdido, de Proust, etc.[6] ) aparece el poema que le haría mundialmente célebre, La tierra estéril. (The Waste Land), en cuyo diseño final había intervenido su amigo Ezra Pound.


For Ezra Pound
il miglior fabbro.

I. The Burial of the Dead

April is the cruelest month, breeding
Lilacs out of the dead land, mixing
Memory and desire, stirring
Dull roots with spring rain.
Winter kept us warm, covering
Earth in forgetful snow, feeding
A little life with dried tubers.
Summer surprised us, coming over the Starnbergersee
With a shower of rain; we stopped in the colonnade,
And went on in sunlight, into the Hofgarten,
And drank coffee, and talked for an hour.
Bin gar keine Russin, stamm' aus Litauen, echt deutsch. 12
And when we were children, staying at the arch-duke's,
My cousin's, he took me out on a sled,
And I was frightened. He said, Marie,
Marie, hold on tight. And down we went.
In the mountains, there you feel free.
I read, much of the night, and go south in the winter. 18

What are the roots that clutch, what branches grow
Out of this stony rubbish?Son of man, 20
You cannot say, or guess, for you know only
A heap of broken images, where the sun beats,
And the dead tree gives no shelter, the cricket no relief, 23
And the dry stone no sound of water. Only
There is shadow under this red rock,
(Come in under the shadow of this red rock),
And I will show you something different from either
Your shadow at morning striding behind you
Or your shadow at evening rising to meet you;
I will show you fear in a handful of dust. 30

Frisch weht der Wind 31
Der Heimat zu
Mein Irisch Kind
Wo weilest du?
"You gave me hyacinths first a year ago;
"They called me the hyacinth girl."
-Yet when we came back, late, from the hyacinth garden,
Your arms full, and your hair wet, I could not
Speak, and my eyes failed, I was neither
Living nor dead, and I knew nothing,
Looking into the heart of light, the silence.
Öd' und leer das Meer. 42

Madame Sosostris, famous clairvoyante,43
Had a bad cold, nevertheless
Is known to be the wisest woman in Europe,
With a wicked pack of cards. Here, said she, 46
Is your card, the drowned Phoenician Sailor,
(Those are pearls that were his eyes. Look!)
Here is Belladonna, The Lady of the Rocks, The lady of situations.
Here is the man with three staves, and here the Wheel,
And here is the one-eyed merchant, and this card,
Which is blank, is something he carries on his back,
Which I am forbidden to see. I do not find
The Hanged Man. Fear death by water. 55
I see crowds of people, walking round in a ring.
Thank you. If you see dear Mrs. Equitone,
Tell her I bring the horoscope myself:
One must be so careful these days.

Unreal City, 60
Under the brown fog of a winter dawn,
A crowd flowed over London Bridge, so many,
I had not thought death had undone so many. 63
Sighs, short and infrequent, were exhaled, 64
And each man fixed his eyes before his feet.
Flowed up the hill and down King William Street,
To where Saint Mary Woolnoth kept the hours
With a dead sound on the final stroke of nine. 68
There I saw one I knew, and stopped him, crying: 'Stetson! 69
You who were with me in the ships at Mylae!
'That corpse you planted last year in your garden,
"Has it begun to sprout? Will it bloom this year?
"Or has the sudden frost disturbed its bed?
"O keep the Dog far hence, that's friend to men, 74
"Or with his nails he'll dig it up again!
"You! Hypocrite lecteur! - mon semblable, - mon frère!' 76

PETRONIO ,Satyricon cap XLVIII:

Pues en verdad con mis propios ojos vi a la
Sibila Cumea suspendida en la ampolla de vidrio
y como los niños le dijeran. Sibila, ¿que te pasa?
respondía ella: estar muerta querría

1. El entierro de los muertos

Abril es el mes más cruel: engendra
lilas de la tierra muerta, mezcla
recuerdos y anhelos, despierta
inertes raíces con lluvias primaverales.
El invierno nos mantuvo cálidos, cubriendo
la tierra con nieve olvidadiza, nutriendo
una pequeña vida con tubérculos secos.
Nos sorprendió el verano, precipitóse sobre el Starnbersee
con un chubasco, nos detuvimos bajo los pórticos,
y luego, bajo el sol, seguimos dentro de Hofgarten,
y tomamos café y charlamos durante una hora.
Bin gar keine Russin, stamm' aus Litauen,
echt deutsch.
Y cuando éramos niños, de visita en casa del archiduque,
mi primo, él me sacó en trineo.
Y yo tenía miedo. Él me dijo: Marie,
Marie, agárrate fuerte. Y cuesta abajo nos lanzamos.
Uno se siente libre, allí en las montañas.
Leo, casi toda la noche, y en invierno me marcho al Sur.

¿Cuáles son las raíces que arraigan, qué ramas crecen
en estos pétreos desperdicios? Oh hijo del hombre,
no puedes decirlo ni adivinarlo; tú sólo conoces
un montón de imágenes rotas, donde el sol bate,
y el árbol muerto no cobija, el grillo no consuela
y la piedra seca no da agua rumorosa. Sólo
hay sombra bajo esta roca roja
(ven a cobijarte bajo la sombra de esta roca roja),
y te enseñaré algo que no es
ni la sombra tuya que te sigue por la mañana
ni tu sombra que al atardecer sale a tu encuentro;
te mostraré el miedo en un puñado de polvo.

Frisch weht der Wind
Der Heimat zu
Mein Irisch Kind,
Wo weilest du?

"Hace un año me diste jacintos por primera vez;
me llamaron la muchacha de los jacintos".
-Pero cuando regresamos, tarde, del jardín de los jacintos,
llevando, tú, brazados de flores y el pelo húmedo, no pude
hablar, mis ojos se empañaron, no estaba
ni vivo ni muerto, y no sabía nada,
mirando el silencio dentro del corazón de la luz.

Od'und leer das Meer.

Madame Sosostris, famosa pitonisa,
tenía un mal catarro, aun cuando
se la considera como la mujer más sabia de Europa,
con un pérfido mazo de naipes. Ahí -dijo ella-
está su naipe, el Marinero Fenicio que se ahogó,
(estas perlas fueron sus ojos. ¡Mira!)
aquí está la Belladonna, la Dama de las Rocas,
la dama de las peripecias.
Aquí está ell hombre de los tres bastos, y aquí la Rueda,
y aquí el comerciante tuerto, y este naipe
en blanco es algo que lleva sobre la espalda
y que no puedo ver. No encuentro
el Ahorcado.Temed la muerte por agua.
Veo una muchedumbre girar en círculo.
Gracias. Cuando vea a la señora Equitone,
dígale que yo misma le llevaré el horóscopo:
¡una tiene que andar con cuidado en estos días!

Ciudad irreal,
bajo la parda niebla del amanecer invernal,
una muchedumbre fluía sobre el puente de Londres, ¡eran tantos!
Nunca hubiera yo creído que la muerte se llevara a tantos.
Exhalaban cortos y rápidos suspiros
y cada hombre clavaba su mirada delante de sus pies.
Cuesta arriba y después calle King William abajo,
hacia donde Santa María Woolnoth cuenta las horas
con un repique sordo al final de la novena campanada.
Allí encontré un conocido y le detuve gritando: ¡Stetson!
¡tú que estuviste contigo en los barcos de Mylae!
¿Aquel cadáver que plantaste el año pasado en tu jardín,
ha empezado a germinar? ¿Florecerá este año?
¿No turba su lecho la súbita escarcha?
¡Oh, saca de allí al Perro, que es amigo de los hombres,
pues si no lo desenterrará de nuevo con sus uñas!
Tú, hypocrite lecteur! -mon semblable -mon frère!"

Versión de Jaime Tello

15 de enero de 2010

Wislawa Szymborska -Contribución a la estadística


CONTRIBUCIÓN A LA ESTADÍSTICA

De cada cien personas,
las que todo lo saben mejor:
cincuenta y dos,
las inseguras de cada paso:
casi todo el resto,

las prontas a ayudar,
siempre que no dure mucho:
hasta cuarenta y nueve,
las buenas siempre,
porque no pueden de otra forma:
cuatro, o quizá cinco,

las dispuestas a admirar sin envidia:
dieciocho,
las que viven continuamente angustiadas
por algo o por alguien:
setenta y siete,

las capaces de ser felices:
como mucho, veintitantas,
las inofensivas de una en una,
pero salvajes en grupo:
más de la mitad seguro,

las crueles
cuando las circunstancias obligan:
eso mejor no saberlo
ni siquiera aproximadamente,

las sabias a posteriori:
no muchas más
que las sabias a priori,
las que de la vida no quieren nada más que cosas:
cuarenta,
aunque quisiera equivocarme,

las encorvadas, doloridas
y sin linterna en lo oscuro:
ochenta y tres,
tarde o temprano,

las dignas de compasión:
noventa y nueve,
las mortales:
cien de cien.
Cifra que por ahora no sufre ningún cambio.




La lechera Johannes Vermeer ( 1632 - 1675 )Rijksmuseum de Amsterdam

Vermeer

"Mientras esa mujer del Rijksmuseum
con esa calma y concentración pintadas
siga vertiendo día tras día
leche de la jarra al cuenco
no merecerá el Mundo el fin del mundo"

W. Szymborska.

Gracias a Beatriz que me dio a conocer, este último poema

14 de enero de 2010

Wislawa Szymborska / El admirable número PI



EL NÚMERO PI

Digno de admiración el número pi
tres punto uno cuatro uno.
Todas sus demás cifras también son iniciales,
cinco nueve dos porque nunca se termina.
No se deja abarcar seis cinco tres cinco con la mirada,
ocho nueve con un cálculo,
siete nueve con la imaginación
o incluso tres dos tres ocho con una broma es decir una comparación
cuatro seis con nada
dos seis cuatro tres en el mundo.
La serpiente más larga de la tierra se interrumpe después de algunos metros.
Lo mismo pasa, aunque un poco después, con las serpientes de los cuentos.
El cortejo de cifras de que se forma pi
no se detiene en el borde de la página,
es capaz de continuar por la mesa, por el aire,
la pared, una hoja, un nido, las nubes, y así hasta el cielo,
y por toda esa expansión e insondabilidad celestiales.
¡Ay qué corta, ratonescamente corta es la trenza del cometa!
¡Qúe débil el rayo de la estrella, que en cualquier espacio se curva!
y aquí dos tres quince trecientos diecinueve
mi número de teléfono tu talla de camisa
año mil novecientos setenta y tres sexto piso
el número de habitantes sesenta y cinco centavos
dos centímetros de cadera dos dedos código charada,
en la que a dónde irá veloz y fatigada
y se ruega mantener la calma
y también la tierra pasará, pasará el cielo,
pero no el número pi, eso ni hablar,
seguirá con un buen cinco,
con un ocho de primera,
con un siete no final,
apurando, ay, apurando a la holgazana eternidad
para que continúe.
[Wislawa Szymborska, El gran número, en Poesía no completa, FCE, México, 2002, traducción de Gerardo Beltrán]

9 de enero de 2010

Albert Camus regresa a Argelia


 

Viaje imaginario del autor de 'La peste' a su país natal, 50 años después de su muerte


Hagamos una hipótesis fantástica. Si Albert Camus (1913- 1960) regresara hoy a Argelia, sería un hombre muy viejo. Alguien -un secretario, una esposa más joven que él, un idólatra, una hija- se habría encargado de las gestiones burocráticas necesarias para obtener el visado. Habrían tratado de disuadirle, pero Albert no hubiese cejado en su empeño. Aunque los trámites con la Embajada argelina fueran interminables. Aunque tuviera que rellenar cuatro veces el mismo papel. Aunque no entendiese bien por qué ha de enseñar su frasco de jarabe para los bronquios en el control de seguridad de un aeropuerto europeo. Un taxista, enviado por una institución oficial, iría a recogerle al aeropuerto de Argel y cargaría con su equipaje. En el vehículo, el taxista le advertiría: "Monsieur Camus, no salga cuando haya anochecido, no se aleje. Tenga cuidado. Este país es un lugar muy peligroso".

Al viejo Albert ya no le quedarían fuerzas para rebelarse contra las recomendaciones y sonreiría al reconocer el paisaje a través de la ventanilla. Un paisaje que para él fue sol, mar, luminosidad estridente, la patria perdida. De lejos serían iguales los edificios, con sus fachadas blancas y su rejería azul. Las mismas cortinas rayadas protegerían los interiores del sol punzante de esta ciudad que es como una fotografía sobreexpuesta a la luz. El viejo Albert sentiría el deseo purificador de darse un baño de mar, de chuparse con la punta de la lengua los redondeles de sal cristalizada sobre la piel de los brazos. Le llegaría a su ya mala memoria el retazo de una frase que en El extranjero puso en boca de Meursault justo antes de que, empujado por ese mismo sol, la misma luz, la necesidad o la inanidad, también por la tristeza, disparase contra el árabe. Albert silabea: "Comprendí que había destruido el equilibrio del día, el silencio excepcional de una playa donde había sido feliz". Enseguida desecharía la idea del baño; no sabría bien por qué, pero no querría caer en la trampa de asociar los lugares a la felicidad, a la soledad; querría limpiarse los ojos y ver, como un niño, paisajes que ya no son lo que se recuerda, paisajes de cuya contemplación se puede prescindir, pero sin los cuales la experiencia se aloja en una especie de orfanato donde se niegan sensaciones, no estrictamente físicas, como la incertidumbre o como un miedo inoculado desde algún punto indefinible.

Al tratar de penetrar en la sombra de los portales, el viejo Camus se daría cuenta de que, en primer plano, las casas ya no son las mismas: las baldosas están rajadas; las estatuas, incompletas; los patios, sucios; de cada balcón penden tres antenas parabólicas. Oiría las llamadas de los almuédanos y definitivamente, en un segundo, reconocería lo que de antemano ya estaba claro para él: la ciudad no es la misma. En sus libros, Albert siempre había estado muy atento a los sonidos; otra vez Meursault, el extranjero, le viene a la memoria: "Reconocí por un breve instante el olor y el color de la tarde de verano. En la oscuridad de mi prisión móvil, volví a encontrar uno a uno, como desde el fondo de mi cansancio, todos los ruidos de una ciudad que amaba y de una cierta hora en la que solía sentirme contento. El grito de los vendedores de periódicos en el aire ya sosegado, los últimos pájaros en la plazoleta, el reclamo de los mercaderes de bocadillos, el lamento de los tranvías en los altos virajes de la ciudad y este rumor del cielo antes de que la noche caiga sobre el puerto, todo recomponía para mí un itinerario de ciego...". Albert, jugando a la ceguera, cerraría los ojos y volvería a escuchar la llamada a la oración. Cuando era un joven y llevaba los ojos bien abiertos, hubo cosas que no fue capaz de ver: los árabes alejados de los cines y de los paseos elegantes, los rezos a escondidas; la vasta extensión de Argelia, hacia abajo, hacia el desierto, el segundo país con mayor superficie de África. Más tarde se daría cuenta de todo y, como un profeta, temería que la independencia de aquel lugar perdido acabara en una plutocracia militar dependiente de las potencias europeas. Albert, aun con sus cataratas, ahora los ve muy bien: esos muchachos apoyados en las paredes fuman en silencio.


El ensueño sensorial


Monsieur Camus se dirigiría, en el taxi, a su habitación reservada en el hotel L'Aurassi, una gran mole inexistente en su imagen evocada de las colinas de Argel. En la habitación disfrutará de espléndidas vistas a la bahía y a la maraña de callejas serpenteantes que suben y bajan por los montículos entre una vegetación tan tupida como siempre. El mar a un lado y, de espaldas al mar, encerrada, la vida de la urbe: La Poste, la universidad en la que Albert estudió filosofía; el tumulto; un olor a panes, a pastelillos, a pescado expuesto sobre carretones de madera. El olor ácido de las mandarinas. El ensueño sensorial del nonagenario Camus se fracturaría, como la luna de un escaparate, al detenerse su chófer ante el primer control policial. Uno cada pocos kilómetros, en tramos de un país cuya cifra de muertes violentas es de casi un millón en quince años.

"La violencia, ¿de quién?", pensaría el viejo escritor, distraído de pronto por los gatos, gordos gatos, que relamen las bolsas entreabiertas de basura. Cosas tan iguales y tan diferentes, porque el anciano Albert, que ya habría obtenido el Premio Nobel por El extranjero, El mito de Sísifo, Calígula, La peste, El hombre rebelde y otros libros que ni siquiera imaginamos, se fijaría en el retrato de Zinedine Zidane -el fútbol siempre le ha interesado- en las paredes del café La Perla; también se quedaría prendido a la pantalla donde se proyectan dibujos animados de Tom y Jerry: en el centro de una plaza, todos los desocupados de Argel observan las persecuciones y las trampas del gato y del ratón. Cuesta abajo, un mar roto por las grúas del puerto y por los diques. Escalinatas que son calles.

Albert está al tanto -y no precisamente por leer la prensa-, y no le han sorprendido los grupos de jóvenes que pasan las horas apoyados en la pared mientras fuman, cesantes de todo, ni las mujeres que visten con ropas occidentales un poco pasadas de moda; otras van completamente cubiertas, y otras sólo se tapan la cabeza con un hermoso pañuelo y se pintan los ojos y lucen zapatos de tacón de aguja con los talones al aire. El viejo escritor no sabe si son una contradicción viviente, pero se prohíbe a sí mismo juzgarlas. Para él, todo sería a la vez familiar y extraño. Permanecen la kasbah, y Notre Dame de l'Afrique, y los cementerios, judío, cristiano y musulmán; lucen, modernizados, el paseo marítimo y la avenida de soportales que ahora lleva el nombre de Ernesto Che Guevara. Albert tampoco extrañaría la comida: el canard, el foie, el lapin... Bebería una copa de vino que materializaría junto a él al fantasma de su padre, el colono asentado en el departamento de Constantina que trabajó para un comerciante de vinos; el padre que murió pronto en una guerra y que dejó niño, pobre y enfermo, a Albert, susceptible a la tisis, a la fraternidad, al humanismo, al árabe invisible que reclama, desde los arrabales, su derecho a existir. El árabe que Albert -y hoy se lo reprocharía- no supo ver a tiempo.


Males propios y ajenos


Los ojos de Camus, pese al culo de vaso de vidrio de su memoria, no serían muy diferentes tal vez de mis humildes ojos y, precavido, le costaría juzgar. Comprender. No sentirse culpable de casi todos los males propios y ajenos. Recuerda que en La peste escribió: "... dando demasiada importancia a las bellas acciones, se tributa un homenaje indirecto y poderoso al mal. Pues se da a entender de ese modo que las bellas acciones sólo tienen tanto valor porque son escasas y que la maldad y la indiferencia son motores mucho más frecuentes en los actos de los hombres". Albert se olvida de lo que sigue, pero se le pone la carne de gallina cuando recupera el hilo: "El mal que existe en el mundo proviene casi siempre de la ignorancia, y la buena voluntad sin clarividencia puede ocasionar tantos desastres como la maldad". El viejo Camus no querría hacerlo -ya es demasiado mayor para culparse de nada-, pero no podría evitar pensar que tal vez en algún momento él fue como esos hombres de buena voluntad, como cuando hace poco se estremeció al oír un retazo de un informe sobre los desaparecidos en Argelia: secretarias, comerciantes, estudiantes, ganaderos, médicos, profesores que desaparecen de sus casas, de sus centros de trabajo, Abdelakrim, Omar, Amina, Salim, Naima y Nadjova, Hamid..., argelinos retirados de la circulación por las fuerzas de seguridad de esta nueva Argelia. Nunca más se supo de ellos ni de los tres mil expedientes que Amnistía Internacional tiene abiertos. Se los llevó la policía y a nadie le dan una razón. A Albert se le puso la carne de gallina, pero ya no tuvo fuerzas para más: desde hace mucho se siente demasiado anciano. Incluso -en ese instante lo estaría notando- para este viaje a un lugar tan difícil, este regreso que se habría empeñado en perpetrar.

A monsieur Camus, ya instalado en su terraza, la nostalgia se le tornaría en desilusión o en esperanza, o acaso en nuevas ideas sobre la libertad, la igualdad y la fraternidad. Albert miraría el mar y el espantoso monumento a los mártires, y retornaría al comienzo de una de sus novelas para darle una aplicación práctica a su extraña circunstancia de hombre resucitado para palpar un futuro no vivido. De nuevo en La peste, escribió: "El modo más cómodo de conocer una ciudad es averiguar cómo se trabaja en ella, cómo se ama y cómo se muere". Ahora, al releerse y tratar de valorar cómo puede serle útil su pensamiento, el escritor concluye que va a costarle mucho saber cómo trabajan, cómo aman, cómo mueren estos argelinos del siglo XXI, con salarios de diez mil dinares al mes (unos cien euros), con religiones cruzadas, convicciones distintas, abandonados de la mano de Dios -por supuesto, él sigue creyendo que Dios no está aquí ni en ninguna otra parte- y de los hombres, bajo un gobierno en el que la corrupción se ha convertido en hábito. El dinero de Argelia retorna a la antigua Francia colonial, a la aséptica Suiza blanca y bancaria, a los países que no exhiben casas sucias ni rotas, al menos en el centro de sus ciudades, y Camus se preguntaría en qué consiste la independencia de una nación. Su dignidad. También decide que Grand, el personaje de La peste que reescribe continuamente el comienzo de su obra, pensaría que la palabra "cómoda" no es la más acertada en la expresión "el modo más cómodo de conocer una ciudad...". Albert está seguro de que todo es mejorable, y aunque en determinadas situaciones ha de esforzarse, conserva la fe en el género humano: el Camus muerto en accidente, pese a apoyar el proceso que conduciría a la independencia de Argelia, no tuvo tiempo de vivirla; tampoco vio La batalla de Argel, ni la reforma agraria, ni la nacionalización de la república socialista de Ben Bella, ni la deposición de éste en beneficio de Houari Boumediane, ni la suspensión del proceso electoral en el que los islamistas del FIS obtuvieron la victoria en 1991, ni el gobierno de Abdelacid Bouteflika, el actual presidente, que morirá por supuesto en París en un sanatorio especializado en el tratamiento del cáncer y en los ateísimos cuidados paliativos. El Camus resucitado piensa que, en la peste que asoló Orán en su novela, no hubo tantas víctimas como en esta otra peste que padece Argelia. Y que esta enfermedad de hoy es más grave. La plaga y el hombre tienen distintas dimensiones: aunque el hombre se crea libre, "nadie será libre mientras haya plagas".

Camus se duerme, mientras oye a los ejecutivos recorrer los pasillos. Celebran un congreso sobre estrategias de desarrollo sostenible de la energía. Gas. Petróleo. Una tierra rica en Zinc. Hierro. Plata. Cobre. Fosfatos. Se importan, sin embargo, alimentos de primera necesidad y casi todas las medicinas. Mañana, Albert partirá en avión hacia Orán. No le permiten revisitar Tipassa. No podrá ver su propia estatua allí erigida entre las ruinas de otro imperio. Razones de seguridad. Albert vuelve a sonreírse ante la idea de cómo van sucediéndose los imperios, ante la paradoja de un binomio que él declaró eje de las inquietudes éticas de la modernidad: libertad y justicia. Hoy el concepto de justicia se ha metamorfoseado extrañamente: seguridad. Seguridad y libertad. Ese grumo informe que se resuelve en devastadores procedimientos profilácticos.

En el aeropuerto de nuevo, el viejo Camus sentiría las cosquillas de un sentido que, quizás por vergüenza, no practicó mucho durante su juventud: el sentido del humor. Las mujeres árabes con sus ropajes hasta los pies, con sus pañuelos, sufren los cacheos de los controles de seguridad. Se levantan las faldas, las telas, los envoltorios. El Albert más pícaro, malintencionado, se preguntaría si es más importante el pecado o la bomba, el pudor o el estallido de un avión en pleno vuelo. Enseguida se daría cuenta de que la pregunta no tiene, en realidad, ninguna gracia.


Percepciones subjetivas


Orán es la ciudad de La peste. El anciano escritor dice para sí mismo una de sus frases: "El sol de la peste extinguía todo color y hacía huir toda dicha". Todos los entornos son agresivos cuando están enfermos e incluso Notre Dame de París se puede descomponer, como un lagrimón, después de la lectura del periódico. El viejo Albert no cree que sea sólo un problema de percepciones subjetivas. Como Tarrou, uno de sus personajes, aspira a ser un santo sin creer en Dios y a asumir la responsabilidad que le toca respecto a las penas de muerte, la segregación, los recursos esquilmados, el abandono, el vampirismo de los procesos de pseudo-descolonización, la sangría económica y humana que está en la raíz del reforzamiento del Islamismo más vesánico. París, Madrid, Nueva York son ciudades habitadas por miles de Poncios Pilatos con las manos limpísimas. Con esos ojos, el escritor llega a la plaza del Ayuntamiento de Orán, entra en la bombonera del Teatro de la ópera, se inmiscuye en los portales y pasa el dedo por el dibujo de unos azulejos para descubrir unas flores delicadas y bellísimas debajo del polvo. Antes los árabes no podían vivir en estas casas. Baja hacia el barrio español y en la plaza de la Perla se detiene ante la mezquita, a esa hora, llena de fieles. Demasiado llena de hombres descalzos que miran en dirección a La Meca y sienten un odio asentado en una carga de razones que, cada vez más, tienen que ver con ese número de muertos que parece carecer de importancia. Albert recorre la calle Madrid y coge un taxi para subir hasta la fortaleza española de la Santa Cruz y contemplar desde allí el patio de Santa María de la Peste. Las pestes han castigado Orán. Camus convierte una realidad en una metáfora que desentierra lo más real de entre las capas de arena que lo cubren. Recorre con la vista la línea de costa: las bases militares, los túneles que horadan la montaña, Mazalquivir, la posibilidad geográfica de cerrar la ciudad. Las chabolas de los emigrados de las zonas rurales se asientan sobre regueros en las pendientes de las colinas: sus moradores son las posibles víctimas de un nuevo brote de peste que, de hecho, el año pasado renació. Camus cree que, en su trabajo, sacó lo mejor de sí mismo y ya puede morir. Incluso como fantasma que regresa para ayudarnos a mirar.

Cerremos la hipótesis fantástica con la que se abría este texto. En Orán, en Argel, yo, viajero sin vocación, me dejo llevar por la fatalidad, me dejo ir sacando lo mejor de mí mismo, evito sentirme enfermo, aunque a veces la falta de comprensión y los miedos, individuales y colectivos, se somaticen. Sufro una diarrea y una noche creo que me deshidrato sin remedio, que me voy a morir. A la mañana siguiente, una mujer argelina me dice: "Tiene usted mala cara." Le explico con todo el pudor del que soy capaz la causa de mi desmadejamiento y de mi palidez. Ella baja a la calle, se acerca al mercado, me regala un paquete lleno de comino molido. Me aplica el tratamiento: "Una cucharada de comino y un vaso de agua." Me curo, absolutamente me curo, y, pese a mis prejuicios, comprendo. A la vuelta, todo mi equipaje huele a cominos.

Argelia, hoy, es la amenaza informe del terrorismo islamista: a los occidentales se nos inflaman los ganglios y contraemos la peste bubónica sin querer saber hasta qué punto somos cómplices de la enfermedad. Camus, el muerto, el resucitado, la hipótesis, me abre una ventana: "Es evidente que un hombre tiene que batirse por las víctimas. Pero si por eso deja de amar todo lo demás, ¿de qué sirve que se bata?". Después, Tarrou y Rieux, los protagonistas de La peste, se sumergen de noche en el mar.