Me ven ahora

31 de diciembre de 2013

Leyenda de año nuevo



AŃO NUEVO

Habéis visto nacer el Ańo Nuevo? ˇEl ańo nuevo nace en el Cerro de la Bufa! żNo lo creéis? Os voy a contar cómo. El Cerro de la Bufa es, en su interior, una gruta inmensa. Si algún día lográis encontrar la puerta secreta que existe en el Crestón y entráis por una larga escalinata de mármol, os daréis cuenta de que en el interior del Cerro de la Bufa existe un palacio extenso y bellísimo. El piso está hecho de plata. Grandes lozas del precioso metal lo cubren. Las paredes son todas de oro macizo y por todas partes brilla una luz intensa producida por la multitud de las piedras preciosas que cuelgan del techo. Del techo y de las paredes penden perlas, granates, diamantes, rubíes, que despiden luces blancas, azules, verdes, amarillas, rojas, y que dan al castillo un aspecto fantástico y extrańo. Pero lo más importante es que el interior del Cerro de la Bufa está habitado. Millares de gnomos viven en él. żSabéis lo que es gnomos? Los gnomos son los duendes, los fabricantes y los guardianes de los metales y de las piedras preciosas que hay en las minas. Son unos seres pequeńísimos, que apenas levantan cincuenta centímetros del suelo. Su piel es blanca, llevan una grande melena y poseen unos ojos pequeńísimos. Portan un gran bigote y una barba descomunal. Los gnomos son parientes de los enanos; de aquellos enanos amigos de Blanca Nieves. Y se visten como ellos. Con un gorro de color rojo, terminado en punta, y con un vestido de payaso. Pues bien la gruta del Cerro del Bufa está invadida por estos seres diminutos y exóticos. Y he aquí estos enanos tienen un encargo especial y muy delicado. Consagran su vida a cuidar, a alimentar y conservar los Ańos Nuevos.

Porque habéis de saber que en el interior del castillo hay gran salón de cristal. Algo así como el aparador muy grande de una tienda y dentro de ese salón de cristal los enanos tienen guardados a los Ańos Nuevos. Estos son unos nińos hermosos, blancos, como el marfil, sonrosados, de cabello rubio y ensortijados, robustos. Y los gnomos los tienen guardados en pequeńas cajas,envueltos en algodón para que no mueran de frío. Y a todas horas los vigilan, los alimentan, los miman. Porque si los dejan morir, ya no habría Ańo Nuevo. Se acabaría el tiempo y se acabaría el mundo. Cada ańo cuando el mes de diciembre toca a las puertas de las casas de los hombres, los gnomos celebran, en el interior del palacio, una asamblea general. La junta es presidida por un enano más viejo. Y en esa reunión se discute cual de los Ańos Nuevos, encerrados en el salón de cristal, está mejor parado, más robusto, mejor dotado para echarlo al mundo. Los enanos gritan, opinan, objetan, se enfurecen, patalean, dan volteretas, hacen berrinches. Y finalmente, por medio de una votación secreta, eligen al Ańo Nuevo que habrá de salir a recorrer el mundo.

El día último del ańo es de gran fiesta dentro del castillo. ˇHay que despedir al Ańo Nuevo que abandona el hogar paterno! Hay más luz que de costumbre. Los gnomos gritan y cantan. Brindan en diminutas copas, con néctares pétreos, por el huésped que se va. Colocan al elegido sobre un gran trono, en medio del castillo; todos giran a su alrededor en danzas frenéticas; se dicen los dirambos, las frases y los gritos anodinos. El enano más viejo entrega al Ańo Nuevo sonríe y se despide de todos. Mientras tanto acá afuera, en la ciudad pocas gentes se dan cuenta de lo que pasa. A las once cuarenta y cinco de la noche, en punto, una gran sombra atraviesa la ciudad y va a colocarse sobre el Crestón de la Bufa. Es el Ańo Viejo que regresa de su correría prolongada. Es un viejo largo inmenso, que parece, llegar hasta las estrellas; se nota enjuto y encorvado; sus vestidos parecen sucios y desgarrados; el cabello y la barba son largos, blanquísimos y desmelenados y se aprecian sucios por el polvo de los caminos.

El viejo trae en sus manos lánguidas un bordón, una alforja vacía y una lampara de petróleo. ˇEs el Ańo viejo que ha regresado de su largo viaje! Pero ˇoh, que milagro!: cuando suena la última campanada de las doce de la noche en reloj de Catedral, el Cerro de la Bufa se ilumina con un resplandor vivísimo, como si hubiera encendido en él una hoguera gigantesca. Luego se levanta el peńasco enorme que cubre la entrada del castillo. Del interior sale un resplandor más vivo todavía. Se escuchan himnos extrańos. Se oye el eco de cánticos rarísimos. De pronto surge la gran visión. Llevado en peso por miles de enanos, aparece por encima de las rocas del Crestón, el “Ańo Nuevo”, radiante, coronado, bellísimo. Los gnomos lo elevan muy alto, hasta perderse de vista en la última estrella y allá lo abandonan para que inicie su gran caminata por el mundo.

En la ciudad las gentes bailan, brindan, gritan, se felicitan por la llegada del Ańo Nuevo y no se dan cuenta de que, en la gruta que está dentro del Cerro de la Bufa, los gnomos asisten conmovidos a los funerales solemnes del Ańo Viejo, que yace en el suelo, inmóvil para siempre.

Feliz 2014


27 de diciembre de 2013

Umberto Eco / El Péndulo de Foucault




Quiero compartir un extracto de “El Péndulo de Foucault” de Umberto Eco. Este fragmento me ha parecido divertidísimo. No sé si es solo a mí que Umberto Eco me parece graciosísimo, pero también El Nombre de la Rosa me pareció que tenía partes hilarantes, especialmente con el personaje de Salvatore de Monferrate y su peculiar manera de hablar.

En el mundo están los cretinos, los imbéciles, los estúpidos y los locos. En suma todo el mundo, si se mira bien, participa de alguna de esas categorías. Digamos que la persona normal es la que combina razonablemente todos esos componentes o tipos ideales.

¿Cómo es el genio, Einstein, por ejemplo? El genio es el que pone en juego uno de esos componentes de manera vertiginosa, alimentándolo con los demás.

El cretino ni siquiera habla, babea, es espástico. Se aplasta el helado contra la frente, no puede ni coordinar los movimientos. Entra en la puerta giratoria por el lado opuesto.

Ser imbécil ya es más complicado. Es un comportamiento social. El imbécil es el que habla siempre fuera del vaso. Quiere hablar de lo que hay en el vaso, pero, esto por aquí, esto por allá, habla fuera. O si lo prefiere, es el que siempre mete la pata, el que le pregunta cómo está su bella esposa al individuo que acaba de ser abandonado por la mujer.

El imbécil está muy solicitado, sobre todo en las reuniones mundanas. Incomoda a todos, pero les proporciona temas de conversación. En su versión positiva llega a ser diplomático. Habla fuera del vaso cuando otros han metido la pata, consigue cambiar de tema. Pero a nosotros [las editoriales] no nos interesa, no es nunca creativo, trabaja de prestado, de manera que no presenta manuscritos.

El imbécil no dice que el gato ladra, habla del gato cuando los demás hablan del perro. Confunde las reglas de conversación, y cuando las confunde bien es sublime. Creo que es una raza en extinción, un portador de virtudes eminentemente burguesas. Necesita un salón Verdurin, o mejor, Guermantes.

El estúpido no se equivoca de comportamiento. Se equivoca de razonamiento. Es el que dice que todos los perros son animales domésticos y todos los perros ladran, pero que también los gatos son animales domésticos y por tanto ladran. O que todos los atenienses son mortales, todos los habitantes del Pireo son mortales, de modo que todos los habitantes del Pireo son atenienses. Y lo son, pero de pura casualidad. El estúpido incluso puede decir algo correcto, pero por razones equivocadas.

Se pueden decir cosas equivocadas, con tal que las razones sean correctas. ¿Si no por qué tomarse tanto trabajo para ser animales racionales?

Ya estamos en el umbral en el que sospechamos que algo no funciona, pero es necesario un esfuerzo para demostrar qué es lo que no cuadra y por qué. El estúpido es muy insidioso. Al imbécil se le reconoce en seguida (y al cretino ni qué decir), mientras que el estúpido razona casi como uno, sólo que con una desviación infinitesimal. Es un maestro del paralogismo. Se publican muchos libros escritos por estúpidos, porque a primera vista son muy convincentes.

El argumento ontológico de San Anselmo es estúpido. Dios tiene que existir porque puedo pensarlo como el ser dotado de todas las perfecciones, incluida la existencia. Confunde la existencia en el pensamiento con la existencia en la realidad. Pero también es estúpida la refutación de Gaunilo. Puedo pensar en una isla en el mar aunque esa isla no exista. Confunde el pensamiento de lo contingente con el pensamiento de lo necesario. Una batalla entre estúpidos. Claro, y Dios se divierte como un loco.

Pues sí, la estupidez nos rodea. Y quizá para un sistema lógico diferente nuestra estupidez sea sabiduría. Toda la historia de la lógica es un intento por definir una noción aceptable de estupidez. Demasiado ambicioso. Todo gran pensador es el estúpido de otro. ¿El pensamiento como forma coherente de estupidez? No. La estupidez de un pensamiento es la incoherencia de otro pensamiento.

Al loco se le reconoce en seguida. Es un estúpido que no conoce los subterfugios. El estúpido trata de demostrar su tesis, tiene una lógica, cojeante, pero lógica es. En cambio, el loco no se preocupa por tener una lógica, avanza por cortocircuitos. Para él, todo demuestra todo. El loco tiene una idea fija, y todo lo que encuentra le sirve para confirmarla. Al loco se le reconoce porque se salta a la torera la obligación de probar lo que se dice; porque siempre está dispuesto a recibir revelaciones.

22 de diciembre de 2013

Constantino Cavafis "Deseos"

 

 

DESEOS

Como cuerpos bellos de muertos que no han envejecido
y los encerraron, con lágrimas, en una tumba espléndida
- con rosas en la cabeza y en los pies jazmines -,
así parecen los deseos que pasaron
sin cumplirse; sin que ninguno mereciera
una noche de placer, o un alba luminosa.



18 de diciembre de 2013

Nikos Kazanntzakis / Mirada de un poeta

Vincent Van Gogh, Noche estrellada. Óleo sobre tela 1889

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Vincent Van Gogh, Noche estrellada. Óleo sobre tela 1889


Mi vida personal no tiene sino un valor muy relativo sólo para mí y nadie más; el solo valor que le conozco es la lucha por subir de grada en grada y para llegar tan alto que su fuerza y obstinación puedan llevarla a la cima que yo mismo he denominado la mirada cretense.


Nikos Kazantzakis.

9 de diciembre de 2013

Odisea de Nikos Kazanzakis




La angustia del hombre moderno en el siglo XX tuvo uno de sus principales voceros en el Ulises literario que alumbró el genio vivaz del poeta y escritor cretense Nikos Kazantzakis (1883-1957). En su magna y principal obra —Odisea, un extensísimo poema de 33.333 versos— que vio la luz en el año 1938, el lúcido cretense nos dejó un exhaustivo retrato de la lucha del hombre contemporáneo en su desesperada búsqueda por encontrar un camino que lo llevara a la salvación en un siglo convulso y terrible —el siglo XX— que dio a luz las utopías más revolucionarias y sangrientas que llevaron al mundo a enfrentare en dos apocalípticas guerras mundiales que cercenaron la fe en las posibilidades del ser humano para redimirse a sí mismo y a sus semejantes. Vana locura por otra parte.

En este artículo abordaremos la rapsodia segunda de la Odisea de Kazantzakis. En ella Ulises, después de haber llegado a Ítaca y asesinado a los pretendientes, se siente desencantado y maquina en su mente una nueva partida. En cierto modo Kazantzakis recoge el testigo de Homero, que finalizó su Odisea después de veinticuatro cantos sin despejar el destino final de Ulises y lo que haría después de llegar a Ítaca, matar a los pretendientes y recuperar a su amada Penélope; pero no es nuestro propósito extendernos en el complicado entramado y en las peripecias del Ulises de Kazantzakis a lo largo de la obra del poeta cretense. Nos bastará con la exposición que reza en el título del artículo, la cual trataremos de desarrollar.

En esta rapsodia Kazantzakis nos presenta a Ulises reunido con su familia alrededor del fuego del hogar. El asendereado héroe quiere relatarles la historia de su retorno, y las tres muertes que pudo sufrir en su camino y que tomaron la forma de tres tentaciones que intentaron apartarle de su ansiada meta: Ítaca. Y esas tres tentaciones tuvieron principalmente forma de mujer.

Tres fueron las formas más letales que la Muerte adoptara

para turbar mi mente y arrebatar mis armas.

El fresco antro de Calipso, donde llegó como hembra seductora

sonriendo y se enrolló apegada a mis rodillas.

Y temeroso, yo a la inmortal en mis manos mortales estrechaba

como un ensueño dulce en la playa arenosa.

(Rapsodia II. Versos 76-81).

Con Calipso, la «diosa de rubia cabellera», Ulises va perdiendo gradualmente su condición humana, llegando a sentir cómo los tentáculos del dios pretenden ahogar su corazón.


En su interior se suavizaron y aliviaron los sufrimientos del hombre,

se sumergió la tierra patria fulgurando en los abismos del olvido

y cual un juego luz y nube se agitaban en el viento;

se unían, se separaban, se perdían, el hijo, el padre, la mujer:

subía el dios como la muerte y devastaba las entrañas.

(Rapsodia II. Versos 128-132).

Una mañana Ulises tropieza en la orilla del mar con un remo, y su sola visión le ayuda a recuperar su espíritu humano y a despojarse del lastre insensible que caracteriza a los dioses. Se da cuenta de quién es, y de que posee patria, un hijo, un padre y una esposa. No tardará en construir con sus propias manos un navío que lo impulsará lejos de la isla de Calipso, que derramará lágrimas por la amarga separación, sintiendo a la vez que el contacto con Ulises ha hecho de ella una mujer frágil, perdida ya su condición de diosa, un ser humano con un corazón que late, un corazón frágil de mujer en vez de uno de mármol de diosa. Ulises acaba por abandonar a Calipso en su isla, pero la envidiosa divinidad lo hace atracar en otra isla, no menos peligrosa que la primera. Es la isla de Circe, la hechicera, que convierte a los hombres en bestias, pero antes de relatar esta historia Ulises enmudece para observar la reacción de Penélope y Telémaco.

Huyó el huso de los dedos de la mujer solitaria;

ocultamente temblaron sus rodillas, mas mordía sus labios

para que el sollozo se ahogara dentro de su amargo cuello níveo.

Y el hijo con horror las rodillas, los hombros, observaba,

las manos que ahogaron la virtud y que en costas salvajes

no temieron abrazar inmortales y luego abandonarlas.

Y cavila, apretando furtivo sus manos delicadas:

“Los límites éste pisotea. Confunde lo mortal y lo inmortal;

¡destruye el orden sagrado que sostiene al mundo por encima del

abismo!”.

(Rapsodia II. Versos 195-203).

Ulises se ha ganado a pulso el odio de su hijo, que no puede creerse la descarada franqueza con que su padre les relata su aventura con Calipso. En cambio su mujer reacciona de una manera más pasiva que su hijo. Solo es capaz de un amargo sollozo que se ahoga en su garganta y de un temblor oculto en sus rodillas. Su figura, patética y solitaria, no es capaz de reprocharle nada a su marido, que se ha convertido para ella en un extraño.

El héroe prosigue con su historia. Así describe su idilio con Circe.

¡Cómo olvidar, oh dios, la alegría que rugía en mis riñones

al ver al alma, a la luz, a la virtud borrarse!

Apretadas las manos y los muslos, rodábamos en la arena ígnea,

trenza de víboras que se apegan en el sol y silban.

Poco a poco, la razón enmudeció dentro de mí, se ahoga el fuego

en el hogar

y el espíritu emponzoñado se hace carne y hacia el vientre desciende;

y así como se sumen y se ahogan suavemente en el ámbar unos

insectos,

de igual manera hundíanse humanos, animales, árboles en mi cerebro

espeso.

También fue golpeado con el tiempo el corazón, volvióse un grumo

de sebo;

las pasiones se encendían, se apagaban, en su interior en un brumoso

olvido,

y en el abismo de la bestia me derrumbaba yo, mugiendo.

(Rapsodia II. Versos 315-325).

La presencia de seres humanos en la playa de la isla arranca a Ulises de su letargo animal. Alrededor de una fogata varios hombres preparan pescado a la brasa, mientras una mujer inicia un canto de cuna a su niño, que pende de su regazo. La canción de cuna se hunde en el limo del espíritu de Ulises, provocando que el llanto del infante lo reconcilie de nuevo con la estirpe humana. La reacción de Circe no se hace esperar.

En la arena salta aullando la quemadora de hombres, de levantadas

caderas.

Al lado suyo brincan los negros leopardos como llamas,

y todos juntos los cuerpos soleados desde la playa arenosa así me

gritan:

“¿Dónde vas, a las cuitas del humano y a los abismos de la mente?

¿Dónde vas a arruinarte, hermoso cuerpo, a quebrarte cual cántaro?

Mi negro seno es tu patria y por más que a extraña tierra vayas,

un puerto más sereno no hallarás, olvido más piadoso;

¡pues llena está de carne, de mujer dulcísima es el alma!”.

¡Voces estridentes, llamadas del deseo! Mas poco a poco se apagaron,

y la rada arenosa se sumió en la calcinante luz del sol.

Todo el día navegué con viento favorable y el barco palpitaba

como un pobre corazón humano que escapó de la Muerte.

(Rapsodia II. Versos 370-381).

Todo es en vano. Los esfuerzos de Circe por retener a Ulises son tan vanos como otrora los de Calipso. El itacense se hace de nuevo a la mar para afrontar por tercera vez la tentación más fuerte, o en sus propias palabras, «la más dulce visión de la Muerte» (verso 396). Se trata de Nausicaa, la hermosa hija del rey de los feacios.

“¡Dichoso el digno varón que con ella como esposo dormirá!

Ésta es, sufrido vagabundo, la Sirena más dulce y te hace seña;

¡mira, sus senos sagrados ansían amamantar humanos!

Construir un hogar, oh dios, desarmar el navío,

el mástil se haga viga y un lecho su carena

a la vieja proa, combatiente de mares, honda cuna para el hijo”.

Pero otra vez se endureció mi corazón; todas las cosas sin error pesé

en mi entrecejo justiciero y se alzó el correcto pensamiento…

(Rapsodia II. Versos 416-423).

Ulises supera la última y más dura de las tentaciones, y predice más adelante en unos versos igual de hermosos que los anteriores la futura boda de su hijo Telémaco con la hermosa virgen Nausicaa, que tendrá lugar en la misma Ítaca pocas semanas después.

Pero volvamos de nuevo al eximio poeta cretense y dejemos que su voz nos narre el ánimo del asendereado Ulises, una vez acabada su historia de las tres tentaciones con forma de mujer.

Sella sus labios amargos y no pronuncia ya palabra.

Contemplaba el fuego que se sumía, la llama que se marchitó,

cómo se espolvoreaba y se extendía en el rescoldo la ceniza.

Vuélvese y mira a su mujer, divisa al hijo y al padre,

y estremecióse de súbito, suspiró y tocó sus labios con la mano:

ahora comprendía, también era la patria rostro dulce de muerte.

Como fiera que se cogió en la trampa, sus ojos giran

y se mueven llameantes, amarillos en sus profundas cuencas.

Estrecho como aprisco de pastor pobre parecióle el palacio paterno,

una dueña de casa ya marchita también esa mujercilla,

y el hijo, como anciano octogenario, todo lo pesa con cuidado

para hallar lo honrado y lo justo, lo deshonesto y lo injusto, y tiembla,

cual si fuera acaso la vida juiciosa, y la llama fuera justa

y también el espíritu, ¡el más preciado bien del hombre de ímpetu de

águila!

Rió el atleta de corazón combatiente y estremecióse,

y al punto la dulzura del hogar y la patria deseada

y las doce deidades y la vieja virtud en el fogón honrado

y el hijo mismo pareciéronle contrarios a su elevada raza.

Se acaba y se marchita el fuego y débilmente lucían las cuatro cabezas

y las lustrosas piernas de Telémaco;

y lentamente en el silencio trémulo estallan desesperanzados,

en aniego, como caídas de agua, los sollozos de Penélope.

Tenso saltó el hijo al trono de su madre y se detuvo

y con muda piedad tocó sus hombros albísimos.

Mira a su padre en la penumbra torvamente y se horripila,

pues a los últimos destellos de la llama decaída,

púrpuras, azulados, amarillos, distingue sus ojos centellar

impasiblemente;

y ya se perdía su cuerpo salvaje en las tinieblas.

(Rapsodia II. Versos 429-456).

Los magníficos versos de Nikos Kazantzakis no dejan lugar a dudas. El héroe homérico se siente como un extraño en su propia casa, atrapado como una fiera en la trampa, enjaulado como un lobo de ojos amarillos.

Estrecho le parece su palacio, y Penélope, esa mujercilla, una dueña de casa ya marchita. Veinte años de ausencia de Ítaca, lejos de Penélope, solo le merecen los denigrantes epítetos de «mujercilla» y «marchita»; y su hijo no sale mejor parado: un anciano octogenario que todo lo pesa con cuidado.

Diez años en Troya y otros diez años por el ancho mundo para acabar como un extraño al lado del fuego del hogar. La lucidez le quita el velo a los ojos de Ulises y le hace ver la amarga realidad. Ha estado demasiado tiempo lejos de Ítaca y de los suyos, a quienes acaba de confesar su infidelidad con las tres sirenas arriba mencionadas, y ahora el dios Cronos le pasa la factura.

Aquí no hay anagnórisis. Penélope ve en Ulises a un dragón manchado de sangre, con quien comparte temerosa su cama, y Ulises, que en la primera rapsodia la imaginaba mezclada con los pretendientes a quienes acababa de matar, ya no la ama. Su antiguo amor se ha trocado en desprecio. El héroe se siente de más en Ítaca. Ha regresado para ver a una timorata y asustada Penélope, a la que ya no menciona siquiera por su nombre, una Penélope envejecida y totalmente desconocida para él después de veinte años de ausencia. Y su hijo desearía que su padre jamás hubiera regresado, y en cierto modo lo suple, cuando salta hacia el trono para consolar a su madre, que incapaz de contener el llanto por más tiempo se viene abajo y llora desconsolada. Para Ulises ha llegado la hora de partir de nuevo, de abandonar para siempre su isla y no volver jamás.

Y he aquí al Ulises del siglo XX —o del XXI— como paradigma de la angustia del hombre contemporáneo, incapaz de redimirse a través de su mujer y su hijo, insatisfecho de patria y hambriento de Dios. He aquí al hombre moderno que, cansado de no encontrar su lugar en el mundo, parte de nuevo de Ítaca para encontrarse con algo o con alguien que lo trascienda, y que aquiete y sacie su espíritu. El Ulises de Nikos Kazantzakis es un hombre que contiene todas las posibilidades, todos los caminos, toda la experiencia vital de infinitas vidas de otros hombres. El hombre contemporáneo se siente un desterrado, de ahí el peligro de intentar buscar sus raíces para diferenciarse de los demás en un nacionalismo caduco y mitómano, que falsea la historia para justificar sus absurdas reclamaciones en un mundo globalizado donde nadie no sabe quién es, ni de dónde viene ni a donde va. Y todos somos cómplices, porque no hacemos nada por desenmascarar a los autores de esa montaña de mentiras y falsedades.

Las grandes preguntas hace ya tiempo que dejaron de formularse, absorta como está la humanidad en una loca carrera hacia el hedonismo radical en forma de placeres, materialismo y tecnología, sirenas que reclaman su atención para que hunda su espíritu en lo más abyecto y animal que subyace en el hombre, capaz de elevarse espiritualmente hasta las alturas o de descender como un cerdo a la cueva de Circe. Los dioses Mammón y Afrodita se han adueñado de la vida del ser humano, que en su idolatría no ve más allá de las ilusorias promesas que los vanos ídolos ofrecen.

El Ulises de Nikos Kazantzakis también creyó que había llegado a Ítaca para descansar de sus interminables viajes. Las patrias pueden ser pequeñas y no satisfacernos, y el ser amado puede convertirse en un extraño con el tiempo. ¿Han cambiado ellos o hemos cambiado nosotros? El filósofo Heráclito decía que nadie puede bajar el mismo río dos veces.

Quizás sea verdad. La Biblia dice que no le pertenece al hombre dirigir su paso, y ahora que el hombre proclama con orgullo la muerte de Dios, se ha convertido en un indigente del espíritu que no sabe quién es, ni adónde va ni donde se encuentra su Ítaca particular, como el Ulises de Nikos Kazantzakis, o como el hombre contemporáneo del siglo XXI.

Como el ilustre poeta cretense dijera en varias ocasiones: «No amo al hombre; amo la llama que lo devora»