Me ven ahora

30 de marzo de 2009

La brevedad. Gabriel Giménez Emán


Me convenzo ahora de que la brevedad es una entelequia cuando leo una línea y me parece más larga que mi propia vida, y cuando después leo una novela y me parece más breve que la muerte.

27 de marzo de 2009

Conceptos económicos

Reconozco que es un poco árido el tema, pero para alguien puede tener utilidad

Monopolio:
tipo de mercado en el que hay un solo productor u oferente.

El Diccionario de la RAE dice:

monopolio.

(Del lat. monopolĭum, y este del gr. μονοπώλιον).

1. m. Concesión otorgada por la autoridad competente a una empresa para que esta aproveche con carácter exclusivo alguna industria o comercio.

2. m. Convenio hecho entre los mercaderes de vender los géneros a un determinado precio.

3. m. acaparamiento.

4. m. Ejercicio exclusivo de una actividad, con el dominio o influencia consiguientes. Monopolio del poder político, de la enseñanza.

5. m. Situación de mercado en que la oferta de un producto se reduce a un solo vendedor.

6. m. desus. monipodio.

Monopsonio:
tipo de mercado en el que hay un solo consumidor o demandante.


El Diccionario de la RAE dice:

monopsonio.

(De mono- y el gr. óψώνιον, aprovisionamiento de víveres).

1. m. Econ. Situación comercial en que hay un solo comprador para determinado producto o servicio.

Duopolio:
tipo de mercado en el que hay dos productores.
El Diccionario de la RAE dice:

duopolio.

1. m. Situación de mercado en que la oferta de un producto o el ejercicio de una actividad se reparte entre dos empresas.

Oligopolio:
tipo de mercado en el que hay pocos productores, pero sigue cumpliéndose el requisito neoclásico de que el producto sea homogéneo.


El Diccionario de la RAE dice:

oligopolio.

(De oligo- y el gr. πωλεῖν, vender).

1. m. Econ. Concentración de la oferta de un sector industrial o comercial en un reducido número de empresas.

Colusión:
cualquier acuerdo entre empresas oligopolistas que limite la competencia entre ellas.


El Diccionario de la RAE dice:

colusión.

(Del lat. collusĭo, -ōnis).

1. f. Der. Pacto ilícito en daño de tercero.

Cártel:
acuerdo colusorio entre todos los productores de una industria. Suele tener la forma de la fijación de precios, o de reparto de cuotas o mercados. El cártel actúa y funciona de hecho como un monopolio.


El Diccionario de la RAE dice:

cartel2 o cártel.

(Del al. Kartell).

1. m. Organización ilícita vinculada al tráfico de drogas o de armas.

2. m. Econ. Convenio entre varias empresas similares para evitar la mutua competencia y regular la producción, venta y precios en determinado campo industrial.


Competencia Monopolista:

tipo de mercado en el que hay pocos productores, que se esfuerzan en diferenciar el producto.

Oligopolio de Demanda:
tipo de mercado en el que hay pocos consumidores o demandantes.

Oligopolio Bilateral:
tipo de mercado en el que hay pocos productores u oferentes y pocos consumidores o demandantes.


Monopolio natural:
situación de monopolio que se produce cuando los requerimientos tecnológicos de un proceso productivo determinan que los costes medios sigan siendo decrecientes incluso cuando la producción es muy elevada. En ese caso, cuanto mayor sea la empresa menores serán sus costes y más barato podrá vender. Las empresas más pequeñas, al tener costes comparativamente altos y no poder competir, se verán obligadas a cerrar y finalmente quedará una única empresa para suministrar a toda la demanda.


Monopolio legal:
situación de monopolio que se produce cuando una empresa es la propietaria de, o controla legalmente, toda la producción de un recurso natural o materia prima esencial para el proceso productivo. Frecuentemente es el poder coactivo del Estado el que por razones estratégicas de cualquier tipo, impide la competencia de otras empresas. Es el caso de la adquisición y explotación por la empresa de una patente o de una franquicia.

Poder de mercado:
Medida de la capacidad de una empresa para influir sobre el precio en un mercado. Una forma de medir el poder de mercado es calculando la diferencia entre el precio y el coste marginal.


Poder de monopolio:

El poder de mercado de las empresas monopolistas.

Diferenciación del producto:
las empresas se esfuerzan mediante modificaciones en el diseño, los complementos, el envase, la financiación, los servicios añadidos y las técnicas de marketing, que sus productos sean diferentes a los que ofrecen las demás empresas. Consiguen así aumentar su poder de mercado. La diferenciación de productos rompe el supuesto neoclásico de la homogeneidad del producto por lo que en la realidad no existen mercados de libre competencia.

Discriminación de precios:
sistemas que pueden adoptar las empresas monopolistas o con gran poder de mercado para aumentar sus ingresos y beneficios. Son la segmentación de mercados y la fijación de precios múltiples.

Segmentación de mercados:
consiste en cobrar diferentes precios a los consumidores según su posición geográfica o social. Para poder llevarla a cabo tiene que estar garantizada la imposibilidad de los mercados secundarios, es decir, que el consumidor que adquiere el producto a un precio bajo no podrá revenderlo en otra región o a otros consumidores.

Fijación de precios múltiples:
consiste en fijar precios altos para las primeras unidades adquiridas y precios inferiores cuando la cantidad demandada sea mayor. Si el precio medio de la llamada telefónica es menor cuanto mayor sea el número de llamadas que realicemos es por que la Cía. Telefónica está practicando la fijación de precios múltiples. Si el precio de las llamadas es más bajo para los jubilados o a las horas nocturnas, cuando las llamadas son de tipo familiar, es por que se está practicando la segmentación del mercado. Ambas prácticas sólo pueden ser realizadas por empresas monopolistas y, aunque parezcan ser debidas a la bondad y generosidad de sus gerentes, tienen como único fin el aumento de los beneficios.

22 de marzo de 2009

La bella durmiente del bosque y el príncipe. Marco Denevi


La Bella Durmiente cierra los ojos pero no duerme. Está esperando al príncipe. Y cuando lo oye acercarse, simula un sueño todavía más profundo. Nadie se lo ha dicho, pero ella lo sabe. Sabe que ningún príncipe pasa junto a una mujer que tenga los ojos bien abiertos.

18 de marzo de 2009

Final (real) Cuenro de Isidora


Isadora Duncan


Dora Angela Duncan, conocida como Isadora Duncan (San Francisco, 27 de mayo de 1878 - Niza, 14 de septiembre de 1927)
Fue una bailarina estadounidense.
En los últimos años de su vida gustaba de los hombres más jóvenes que ella.
Un día un muchacho pasó a recogerla a su casa llevándole un Bugatti de reciente modelo para mostrárselo. Realmente a Isadora le interesaba el joven, y el auto fue el pretexto, pues este joven trabajaba para una distribuidora de autos.
Ella salió a recibirlo y subió al auto, que era de esos que tenían las llantas no al ras de la carrocería, sino un poco hacia afuera, y las ruedas traseras quedaban muy cerca de la cabina de manejo (creo que el auto era de dos plazas, o sea, dos asientos solamente).
La asistente de Isadora le dijo que se llevara un abrigo porque estaba fresco el clima, pero ella no hizo caso, sólo llevaba un chal.
Al subir al auto se enrolló el chal al cuello, sin notar que una punta quedó muy cerca de la llanta trasera (la que estaba de su lado). Al arrancar el auto el chal se atascó en la rueda, la cabeza de Isadora sufrió un tremendo jalón hacia atrás y la bailarina se desnucó. Murió al instante.

17 de marzo de 2009

Cuento Breve (ficción)


El chal al viento



La dama aún conservaba cierta belleza y, sobre todo, los movimientos y la presencia que hacían que todos se volvieran para mirarla. Sus ojos hacían que su cuerpo no tuviera límites; allí donde sus manos o sus pasos no alcanzaban llegaba su mirada penetrante.

Mientras paseaba por la orilla del mar, decidió poner a prueba su seducción que esperaba mantener intacta a pesar de los años. Eligió a un joven mecánico que lustraba con vanidad un Bugatti reluciente.

―¿Me lleva a pasear? ―preguntó, coqueta. El muchacho sonrió y le ofreció su brazo para subir al coche.

―Usted me recuerda a uno de mis hijos ―dijo la dama mientras se instalaba en el asiento del acompañante.

―Pero usted no es tan vieja, señora ―intentó una gentileza el mecánico.

―Isadora. Me llamo Isadora ―contestó la dama con una sonrisa, mientras se acomodaba el largo chal rojo para que lo llevara el viento.

14 de marzo de 2009

Cuento

Solo


Me abandoné a la placidez del sueño y, cuando regresé a la vigilia, me vi empapado y temblando de miedo. Me perdí detrás de una mujer, y cuando me di cuenta, estaba desnudo y sin un centavo. Me dejé flotar en el vaivén de las olas, y cuando volví en mí, me hacían respiración artificial.

Definitivamente, no puedo dejarme solo.
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9 de marzo de 2009

Edward Hopper


La habitación de hotel


Año:1931
Oleo sobre lienzo 152,4x 165,7 cm
Museo Thyssen -Bornemisza
“Colores planos, geometría y soledad en el lienzo”

Esta semana voy ha hablar del arte en Estados Unidos , ya que es un país muy joven y por carecer de patrimonio histórico -artístico tiene la fama de no albergar artistas de gran talla como en Europa , lo cual es un poco cierto , pero también es verdad que cuenta con numerosos artistas de gran importancia como es de Hopper .

Hopper es un pintor estadounidense que logró plasmar en sus cuadros la sensibilidad del siglo XX en Estados Unidos, caracterizándose su obra por la melancolía y la soledad. Hopper estudio diseño comercial , pero mas tarde dejo el dibujo por la pintura y estudió con Robert Henry en su escuela de arte .Viajó por Europa lo cual se vio enormemente influenciado por la obra de Velásquez, Manet , Goya etc.

Las pinturas de su primera época siguen una línea realista basándose en formas geométricas muy sencillas , con un color muy plano, predominando las líneas verticales , horizontales y diagonales. La obra de Hopper al principio despertó poco interés y tuvo que dedicarse al la ilustración comercial, pero en 1925 pintó La casa cercana a la estación ( Museo del arte Moderno en MOMA , Nueva Cork ) que marcaría un giro en su carrera . La temática era de un aislamiento sobrecogedor, como es “Habitación del hotel” que hoy podemos ver en el museo Thyssen de Madrid. Hopper siguió trabajando en ese estilo simple y esquemático durante toda su vida y es ese estilo el que influyó en el Arte Figurativo y en el Pop Art.

La Habitación del Hotel es una obra que nos muestra esa soledad y melancolía de los cuadros de Hopper, la escena es sobrecogedora nos muestra a una mujer solitaria , aislada y pensativa , con una maleta sin deshacer y sentada en su cama leyendo un libro. Posiblemente sea una muestra de la incapacidad que tienen algunos seres humanos para comunicarse y relacionarse. El contraste entre las luces y las sombras es evidente así como las líneas geométricas de la habitación y en el ambiente se respira la tristeza típica de su obra.

8 de marzo de 2009


Siempre encerrada entre estas cuatro paredes, inventándome mundos para no pensar en esta vida plana, unidimensional, limitada por el fatal rectángulo de la hoja.

5 de marzo de 2009

Los derechos del lector y gracias por no leer


"Gracias por no leer" es un homenaje a los libros, a los libros de verdad, a la literatura seria, intensa, vital, y en consecuencia es también un homenaje a los lectores, esos olvidados del mundo literario. A lo largo de sus capítulos, Dubravka Ugresic reflexiona acerca de la situación a la que ha llegado la literatura actual, degradada desde hace años por la desaforada importancia que las editoriales otorgan a la promoción y el marketing de los libros. Como resultado (algunos ya lo han proclamado antes) tenemos un mercado saturado de novedades que no resisten más de cinco o seis días en las librerías, anegado por la afluencia de títulos que salen de las imprentas como conejos de las madrigueras.
Además, Ugresic defiende la importancia del vínculo entre lector y autor, algo que no se valora lo suficiente, pero en lo que se cimenta toda la estructura literaria. Para la escritora croata, los lectores son una clase abaratada y minusvalorada por las editoriales, producto forzoso del empobrecimiento cultural. El hecho de que el oficio de escritor, en otras épocas ignorado y desdeñado, se haya convertido en una palestra mediática a la que cualquiera puede acceder, ha tenido como corolario el alzamiento de un enjambre de lectores ("analfabetos artísticos", les nomina la autora croata), que se contentan con cualquiera Ruiz Zafón y creen que las novelas de Paulo Coelho les encumbran a lo más alto del conocimiento intelectivo.
Además, la escritora habla también sobre la situación de los exiliados, de los escritores de la Europa oriental, de la extrañeza de verse envueltos, en apenas unos años, por una vorágine comercial que ignora el enorme bagaje cultural que muchos atesoran.
Para todo amante de la literatura, es imprescindible leer este libro; pese a lo que diga el título. Como muestra… [...] lo trivial ha anegado la vida literaria contemporánea hasta cobrar, a lo que parece, más importancia que los libros. La propaganda de un libro es más importante que el libro en sí; tal como la foto del autor en la solapa es más importante que el contenido, y la apariencia del autor en los diarios de gran tirada y en la televisión es más importante que lo que el autor haya escrito realmente.

El derecho a no leer


Como cualquier enumeración de derechos que se respete, la de los derechos a la lectura debería empezar por el derecho a no hacer uso de ellos —y en este caso con el derecho a no leer—, sin lo cual no se trataría de una lista de derechos sino de una trampa viciosa.
Para comenzar, la mayoría de los lectores se conceden a diario el derecho a no leer. Mal que le pese a nuestra reputación, entre un buen libro y una mala película de televisión, la segunda sale ganando con más frecuencia de lo que nos gustaría confesar. Y además nosotros no leemos de continuo. Nuestros períodos de lectura alternan a menudo con largas dietas durante las cuales basta la visión de un libro para despertar las miasmas de la indigestión.
Pero lo más importante está en otra parte.
Estamos rodeados de cantidad de personas del todo respetables, a veces graduadas en la universidad, incluso "eminentes" —de las cuales algunas hasta poseen excelentes bibliotecas—, pero que no leen, o leen tan poco que nunca se nos ocurriría la idea de ofrecerles un libro. No leen. Sea porque no sienten la necesidad, sea porque tienen muchas otras cosas que hacer (pero viene a ser lo mismo; es que esas otras cosas los colman o los obnubilan), sea porque alimentan otro amor y lo viven con una exclusividad absoluta. En resumen, a esas personas no les gusta leer. Y no por eso dejan de ser muy frecuentables, incluso deliciosas de frecuentar. (Al menos no nos piden de continuo nuestra opinión sobre el último libro que leímos, nos ahorran sus reservas irónicas sobre nuestro novelista preferido y no nos consideran retardados por no habernos precipitado sobre la última de Fulano, que acaba de salir, editada por Mengano, y de la cual el crítico Zutano ha dicho lo mejor.) Son tan “humanos” como nosotros, sensibles también a las desdichas del mundo, preocupados por los “derechos humanos” y comprometidos a respetarlos dentro de su esfera de influencia personal, lo que ya es mucho —pero ahí está, no leen. Allá ellos.
La idea de que la lectura “humaniza al hombre” es justa en su conjunto, a pesar de que existen algunas excepciones deprimentes. Se es sin duda un poco más “humano”, si entendemos por eso un poco más solidario con la especie (un poco menos “fiera”), después de haber leído a Chejov que antes.
Pero cuidémonos de flanquear este teorema corolario según el cual todo individuo que no lee debería ser considerado a priori como un bruto potencial o un cretino redhibitorio. Si lo hacemos convertiremos la lectura en una obligación moral, y éste es el comienzo de una escalada que nos llevará rápidamente a juzgar, por ejemplo la "moralidad" de los libros mismos, en función de criterios que no tendrán ningún respeto por esa otra libertad inalienable: la libertad de crear. A partir de ese momento la bestia seremos nosotros, por más lectores que seamos. Y Dios sabe que bestias de esta especie no faltan en el mundo.
En otras palabras, la libertad de escribir no podría acomodarse a la obligación de leer.
El deber de educar, por su parte, consiste en el fondo en enseñar a leer a los niños, en iniciarlos en la literatura, en darles los medios para juzgar si sienten o no la “necesidad de los libros”. Puesto que si bien se puede admitir sin problema que un particular rechace la lectura, es intolerable que sea —o que se crea— rechazado por ella.

El derecho a saltarse las páginas


Leí La guerra y la paz por primera vez a los doce o trece años (más bien a los trece, estaba en quinto y bastante adelante). Desde el comienzo de las vacaciones, las largas, veía a mi hermano (el mismo de Vinieron las lluvias) internarse en esta novela enorme, y su mirada se volvía tan lejana como la del explorador que desde hace siglos ha perdido la preocupación por su tierra natal.
—¿Es tan estupenda?
— ¡Formidable!
—¿Qué es lo que cuenta?
—Es la historia de una chica que ama a un tipo y se casa con un tercero.
Mi hermano siempre ha tenido el don de resumir. Si los editores lo contrataran para redactar sus textos de contraportada (esas patéticas exhortaciones a leer que se pegan al dorso de los libros), nos ahorrarían bastante palabrería inútil.
—¿Me la prestas?
—Te la doy.
Yo estaba interno, ése era un regalo inestimable. Dos gruesos volúmenes que me mantendrían entusiasmado durante todo el trimestre. Cinco años mayor que yo, mi hermano no era del todo idiota (y por lo demás tampoco se ha vuelto) y sabía a ciencia cierta que La guerra y la paz no podía reducirse a una historia de amor, por bien elaborada que fuera. Sólo que conocía mi gusto por los incendios del sentimiento y sabía despertar mi curiosidad mediante la formulación enigmática de sus resúmenes. (Un “pedagogo, en mi opinión.) Estoy convencido que fue el misterio aritmético de su frase el que me hizo cambiar temporalmente mis Bibliotheque verte, rouge y demás Signes de piste para meterme en esta novela. “Una chica que ama a un tipo y se casa con un tercero”... no veo quién se hubiera podido resistir. De hecho no quedé decepcionado aunque se equivocó en sus cuentas. En realidad éramos cuatro los que amábamos a Natacha: el príncipe Andrés, ese granuja de Anatol (pero ¿se puede llamar a eso amor?), Pedro Bezujov y yo. Como yo no tenía la menor posibilidad, me resultó forzoso identificarme con los otros. (Pero no con Anatol, ¡un verdadero cabrón el tipo ése!)
Lectura tanto más deliciosa en la medida en que se efectuaba durante la noche, a la luz de una linterna de bolsillo y bajo la colcha colocada como una tienda de campaña en medio de un dormitorio de cincuenta soñadores, roncadores y otros pataleadores. La habitación del vigilante en la que crepitaba la lamparilla estaba al lado, pero qué, en el amor siempre es el todo por el todo. Todavía hoy siento el volumen y el peso de aquellos libros en mis manos. Era la versión de bolsillo, con esa linda cara de Audrey Hepburn a la que miraba embelesado un Mel Ferrer principesco con pesados párpados de muchacho enamorado. Me salté las tres cuartas partes del libro por no interesarme más que el corazón de Natacha. Compadecí a Anatol, incluso, cuando le amputaron la pierna, maldije a ese bestia del príncipe Andrés por haberse quedado parado frente a ese cañón, en la batalla de Borodino... (“Pero tírate al suelo, por Dios, que va a explotar, no puedes hacerle eso, ¡ella te ama!”) Me interesé en el amor y en las batallas y me salté los asuntos políticos y las estrategias... Seguí muy de cerca los sinsabores conyugales de Pedro Bezujov y de su esposa Helena (nada simpática, Helena, de verdad no la encontré simpática...) y dejé a Tolstoi disertando solo sobre los problemas agrarios de la Rusia eterna...
Me salté muchas páginas, de veras.
Y todos los muchachos deberían hacer otro tanto.
De esta manera podrían ofrecerse muy temprano casi todas las maravillas que se consideran inaccesibles para su edad.
Si tienen ganas de leer Moby Dick, pero se desaniman ante los desarrollos de Melville sobre el material y las técnicas de la pesca de ballenas, no es menester que renuncien a su lectura sino que salten, salten sobre esas páginas y, sin preocuparse del resto, persigan a Ahab como él persigue su blanca razón para vivir o para morir. Si quieren conocer a Iván, Dimitri y Aliocha Karamazov y a su increíble padre, que abran y lean Los hermanos Karamazov, es para ellos, incluso si tienen que saltarse el testamento del starets Zósimo o la leyenda del Gran Inquisidor.
Un gran peligro les acecha si no deciden por ellos mismos lo que está a su alcance y se saltan las páginas que ellos escojan: otros lo harán en su lugar. Se armarán con las grandes tijeras de la imbecilidad y recortarán todo lo que consideren demasiado “difícil”. Eso produce resultados espantosos. Moby Dick o Los miserables reducidos a resúmenes de 150 páginas, mutilados, chapuceados, encogidos, momificados, reescritos en un lenguaje famélico que se supone que sea el suyo. Un poco como si yo me pusiese a redibujar Guernica con el pretexto de que Picasso habría metido allí demasiados trazos para un ojo de doce o trece años.
Y además incluso cuando hemos crecido, y hasta si nos repugna confesarlo, nos ocurre todavía que nos “saltemos páginas”, por razones que no nos conciernen más que a nosotros y al libro que leemos. Es posible también que nos lo prohibamos del todo, que leamos hasta la última palabra, juzgando que aquí el autor da largas, que aquí toca un aire de flauta medio gratuito, que en tal lugar cae en la repetición y en tal otro en la tontería.

Digámonos lo que nos digamos, este disgusto testarudo que entonces nos imponemos no pertenece al orden del deber, es una categoría de nuestro placer de lector.

El derecho a no terminar un libro


Hay treinta y seis mil razones para abandonar una novela antes del final: la sensación de que ya le hemos leído, una historia que no nos agarra, nuestra desaprobación total de la tesis del autor, un estilo que nos eriza el cabello, o por el contrario una ausencia de escritura a la que ninguna otra razón compensa para que justifique ir más lejos... Inútil enumerar las otras 35995, entre las cuales sin embargo hay que colocar una caries dental, las persecuciones de nuestro jefe de departamento o un cataclismo del corazón que petrifica nuestra cabeza.
¿El libro se nos cae de las manos?
Que se caiga.
Después de todo, no cualquiera es Montesquieu para poder ofrecerse por encargo el consuelo de una hora de lectura.
Sin embargo, entre nuestras razones para abandonar una lectura, hay una que merece que nos detengamos un poco: el vago sentimiento de una derrota. Abrí, leí, y muy rápido me sentí hundido por algo más fuerte que yo. Reúno mis neuronas, me peleo con el texto, pero nada que hacer, por más que tenga el sentimiento de lo que está escrito allí merece ser leído, no pesco nada —o casi nada—, siento una “extrañeza” que no me ofrece asidero.
Lo dejo.
O más bien lo pongo a un lado. Lo coloco en mi biblioteca con el proyecto vago de volverlo a tomar algún día. Petersburgo de Andrei Bielyi, Joyce y su Ulises, Bajo el volcán de Malcolm Lowry me esperaron varios años. Hay otros que todavía me esperan y es probable que a algunos de ellos no los vuelva a tomar nunca. Eso no es un drama, así es. La noción de "madurez" es un asunto curioso en materia de lectura. Hasta cierta edad no tenemos la edad para ciertas lecturas, está bien. Pero, al contrario de las nuevas botellas, los buenos libros no envejecen. Nos esperan en las estanterías y somos nosotros quienes envejecemos. Cuando nos creemos con suficiente “madurez” para leerlos, empezamos de nuevo.
Y entonces de dos cosas una: o el encuentro ocurre o es un nuevo fiasco.
Quizás lo intentemos de nuevo, quizás no. Pero claro que no es culpa de Thomas Mann el que hasta ahora yo no haya podido alcanzar la cima de su Montaña Mágica.
La gran novela que se nos resiste no es necesariamente más difícil que la otra... hay allí, entre ella —por grande que sea— y nosotros —por aptos para "comprenderla" que nos consideremos— una reacción química que no funciona. Un buen día simpatizamos con la obra de Borges que hasta entonces nos tenía a distancia, pero seguiremos toda la vida ajenos a la de Musil...
Aquí la elección está en nuestras manos: o pensamos que es culpa nuestra, que nos falta una casilla, que abrigamos una parte de tontería irreductible, o nos ponemos del lado de la noción muy controvertida del gusto y buscamos dibujar el mapa de los nuestros.
Es prudente recomendar a nuestros muchachos esta segunda solución.
Tanto más cuanto ella puede ofrecerles ese escaso placer de leer comprendiendo por fin por qué no nos gusta. Y este otro escaso placer: escuchar sin emoción al pedante en turno chillarnos en el oído:
—¿Pero cómo es posible que no le guste Stendhaaaaal?
Es posible.

El derecho a releer


Releer lo que había rechazado antes, releer sin saltarse una línea, releer desde otro ángulo, releer para verificar, sí... nos concedemos todos estos derechos.
Pero releemos sobre todo gratuitamente, por el placer de la repetición, la alegría de los reencuentros, la puesta a prueba de la intimidad.
“Otra vez, otra vez” decía el niño que fuimos... Nuestras relecturas de adultos tienen que ver con ese deseo: encantarnos con la permanencia y descubrirla todas las veces rica en nuevas maravillas.

El derecho a leer cualquier cosa


A propósito del “gusto”, ciertos de mis alumnos sufren mucho cuando se encuentran frente a la archiclásica disertación ¿Se puede hablar de novelas buenas y malas? Como detrás de su “yo no hago concesiones” son más bien gentiles, en lugar de abordar el aspecto literario del problema, lo miran desde un punto de vista ético y no tratan el problema sino desde el ángulo de las libertades. De golpe el conjunto de sus tareas podría resumirse en esta fórmula: "Claro que no, de ninguna manera, tenemos el derecho de escribir lo que queramos y todos los gustos de los lectores están en la naturaleza, ¿en serio!" Sí... sí, sí... postura del todo honorable...
Lo que no impide que haya buenas y malas novelas. Se puede citar nombres, se pueden dar pruebas.
Para ser breve, cortemos por lo sano: digamos que existe lo que yo llamaría una “literatura industrial” que se contenta con reproducir hasta el infinito los mismos tipos de relatos, despacha estereotipos en serie, comercia con los buenos sentimientos y las sensaciones fuertes, salta sobre todos los pretextos ofrecidos por la actualidad para producir una ficción de circunstancias, se entrega a “estudios de mercado” para liquidar, según la "coyuntura", del tipo de "producto" que se supone inflamará a tal categoría de lectores.
Éstas serán, con seguridad, malas novelas.
¿Por qué? Porque no tienen nada que ver con la creación sino con la reproducción de "formas" preestablecidas, porque son un intento de simplificación (es decir de mentiras), cuando la novela es arte de verdad (es decir de complejidad), porque al halagar nuestros automatismos, adormecen nuestra curiosidad, en fin, y sobre todo, porque el autor no está allí, como tampoco está la realidad que pretende describirnos.
En resumen, es una literatura en serie, "lista para disfrutarse", hecha en molde y al que le gustaría apresarnos en el molde.
No hay que creer que estas idioteces son un fenómeno reciente, ligado a la industrialización del libro. En absoluto. La explotación de lo sensacional, de la obrita ingeniosa, del estremecimiento fácil en una frase sin autor, no viene de ayer. Para no citar más que dos ejemplos, la novela de caballería se enterró allí, y el romanticismo mucho tiempo después. Pero como no hay mal que por bien no venga, la reacción a esta literatura descarriada nos ha dado dos de las más bellas novelas que hay en el mundo: Don Quijote y Madame Bovary.
Hay, pues, "buenas" y "malas" novelas.
A menudo son las segundas las que primero encontramos en nuestro camino.
Y a fe mía, tenga el recuerdo de haberlas encontrado divertidísimas cuando pasé por ellas. Tuve mucha suerte: nadie se burló de mí, nadie levantó los ojos al cielo, nadie me trató de cretino. Apenas dejaron a mi paso algunas “buenas” novelas cuidándose de no prohibirme en absoluto las otras.
Eso era prudencia.
Buenas y malas, durante un tiempo leímos todo junto. Igual que no renunciamos de un día para otro a nuestras lecturas de infancia. Todo se mezcla. Se sale de La guerra y la paz para volver a lanzarse a los libros de aventuras de la Bibliotheque verte. Se pasa de la colección Harlequin (historias de bellos galenos y de enfermeras meritorias) a Boris Pasternak y a su Doctor Zhivago —también él un médico guapo, y Lara una enfermera, ¡y bien meritoria!
Y después, un día, el que gana es Pasternak. Poco a poco nuestros deseos nos llevan a frecuentar a los “buenos”. Buscamos escritores, buscamos escrituras; superados los que son sólo camaradas de juegos, reclamamos compañeros de ser. La anécdota sola ya no nos basta. Ha llegado el momento en que pedimos a la novela algo más que la satisfacción inmediata y exclusiva de nuestras sensaciones.
Una de las grandes alegrías del "pedagogo" es —cuando está autorizada cualquier lectura— ver a un alumno cerrar solo la puerta de la fábrica best-seller para subir a respirar donde el amigo Balzac.

El derecho al bovarismo


(enfermedad textualmente transmisible)
A grandes rasgos, el bovarismo es esa satisfacción inmediata y exclusiva de nuestras sensaciones: la imaginación se inflama, los nervios vibran, el corazón se acelera, la adrenalina salta, la identificación opera en todas direcciones, y el cerebro confunde (por un momento) el gato de lo cotidiano con la libre de lo novelesco...
Para todos es nuestro primer estado de lectura.
Delicioso.
Pero más o menos aterrador para el observador adulto que, casi siempre, se apresura a blandir un “buen título” bajo las narices del joven bovariano, exclamando:
—De todas maneras Maupassant es “mejor”, ¿no?
Calma... No ceder uno mismo al bovarismo; decirse que Ema, después de todo, no era más que un personaje de novela, es decir, el producto de un determinismo en el que las causas sembradas por _Gustave no engendraban sino los efectos —por verdaderos que fuesen— deseados por Flaubert.
En otras palabras, el hecho de que esta muchacha coleccione novelas románticas no significa que terminará tragando arsénico a cucharadas.
Forzarla en esta etapa de sus lecturas es alejarnos de ella, renegando de nuestra propia adolescencia. Y es privarla del placer incomparable de prescindir mañana y por sí misma de los estereotipos que, hoy, parecen fascinarla.
Es prudente reconciliarnos con nuestra propia adolescencia; odiar, despreciar, negar o simplemente olvidar al adolescente que fuimos es en sí misma una actitud adolescente, una concepción de la adolescencia como una enfermedad mortal.
De allí la necesidad de que recordemos nuestras primeras emociones como lectores y de que le levantemos un pequeño altar a nuestras viejas lecturas, incluyendo las más “tontas”. Desempeñan ellas un papel inestimable: emocionarnos por lo que fuimos al tiempo que nos hacen reír de lo que nos emocionaba. Los jóvenes que comparten nuestra vida sin duda alguna ganarán con ello en respeto y en ternura.
Vilipendiamos la estupidez de las lecturas adolescentes, pero no es raro que nos rindamos al éxito de un escritor telegénico, del que nos burlaremos cuando haya pasado de moda. Las preferencias literarias se explican muy bien por esta alternancia de nuestros caprichos ilustrados y de nuestras negaciones perspicaces.
Nunca engañados, siempre lúcidos, pasamos el tiempo sucediéndonos a nosotros mismos, convencidos para siempre de que madame Bovary es la otra.
Ema debía compartir esta convicción.

El derecho a leer en cualquier parte


Chalons-sur-Marne, 1971, invierno.
Cuartel de la escuela de prácticas de artillería.
Durante la distribución matutina de las faenas, el soldado de segunda clase Fulano (matrícula 14672/1, bien conocido de nuestros servicios) se ofrece día a día como voluntario para la tarea menos popular, la más ingrata, la que es asignada frecuentemente como castigo y que atenta contra los honores mejor templados: la legendaria, la infamante, la innombrable faena de letrinas.
Todas las mañanas.
Con la misma sonrisa (interior).
—¿Faena de letrinas?
Da un paso al frente:
—¡Fulano!
Con la gravedad última que precede al asalto, toma la escoba de la que cuelga la bayeta como si se tratase del estandarte de la compañía y desaparece, para gran alivio de la tropa. Es un valiente: nadie lo sigue. El ejército entero se queda a cubierto en la trinchera de las faenas honorables.
Pasan las horas. Se le cree desaparecido. Casi se le ha olvidado. Se le olvida. Sin embargo reaparece al terminar la mañana, golpeando los talones para el informe al cabo de compañía: “¡Letrinas impecables, mi cabo!” El cabo recupera bayeta y escoba con una mirada en la que se dibuja una profunda interrogación que no formula jamás (respeto humano obliga). El soldado saluda, da media vuelta, se retira, llevando consigo su secreto.
El secreto pesa bastante en el bolsillo derecho de su traje de fatiga: 1900 páginas que la Pleiade consagró a las obras completas de Nicolás Gogol. Un cuarto de hora de bayeta contra una mañana de Gogol... Cada mañana, desde hacía dos meses de invierno, confortablemente sentado en la sala de los tronos, encerrado con doble llave, el soldado Fulano vuela muy por encima de las contingencias militares. ¡Todo Gogol! Desde las nostálgicas Veladas de Ucrania hasta los hilarantes Cuentos peterburgueses, pasando por el terrible Taras Bulba, y el humor negro de Las almas muertas, sin olvidar el teatro y la correspondencia de Gogol, ese Tartufo increíble.
Porque Gogol es el Tartufo que habría inventado Moliere —lo que el soldado Fulano no habría comprendido nunca si hubiera cedido esta tarea a los demás.
Al ejército le gusta celebrar los hechos de armas.
De éste apenas quedan dos alejandrinos, grabados muy arriba, en el metal de un tanque de agua, y que se cuentan entre los más suntuosos de la poesía universal:
Si, yo puedo sin mentir, y esto es doctrina decir que leí entero a Gogol en la letrina.
(Por su parte Clemenceau, "el tigre", también él un famoso soldado, daba gracias a una constipación crónica, sin la cual afirmaba, no hubiera tenido la dicha de leer las Memorias de Saint-Simon.)

El derecho a picotear


Yo picoteo, tú picoteas, dejémoslos picotear.
Es la autorización que nos concedemos para tomar cualquier volumen de nuestra biblioteca, abrirlo en cualquier parte y meternos en él por un momento, porque sólo disponemos de ese momento. Ciertos libros se prestan al picoteo mejor que otros porque están compuestos de textos cortos y separados: las obras completas de Alfonso Allais o de Woody Allen, las novelas cortas de Kafka o de Saki, Los Papiers collés de George Perros, el buen viejo La Rochefoucauld, y la mayor parte de los poetas...
Dicho esto, se puede abrir a Proust, a Shakespeare o la Correspondencia de Raymond Chandler por cualquier parte y picotear aquí y allá, sin correr el menor riesgo de resultar decepcionados.
Cuando no se tiene el tiempo ni los medios para tomarse una semana en Venecia, ¿por qué rehusarse el derecho de pasar allí cinco minutos?

El derecho a leer en voz alta


Le pregunto:
—¿Te leían cuentos en voz alta cuando eras pequeña?
Ella me contesta:
—Nunca. Mi padre estaba a menudo de viaje y mi madre demasiado ocupada.
Le pregunto:
—¿Entonces de dónde te viene ese gusto por la lectura en voz alta?
Me contesta:
—De la escuela.
Feliz de oír que por fin alguien le reconoce algún mérito a la escuela, exclamó alegre:
—¡Ah, lo ves!
Ella me dice:
—En absoluto. La escuela nos prohibía la lectura en voz alta: La lectura silenciosa era ya el credo en mi época. Directo del ojo al cerebro. Transcripción instantánea. Rapidez, eficacia. Con una prueba de comprensión cada diez líneas. La religión del análisis y el comentario desde el principio. La mayoría de los muchachos reventaban de miedo, y ése no era sino el comienzo. Todas mis respuestas eran correctas, si quieres saberlo, pero apenas volvía a casa releía todo en voz alta.
—¿Por qué?
—Para maravillarme. Las palabras pronunciadas se lanzaban a existir fuera de mí, vivían de verdad. Y además porque me parecía que esto era un acto de amor. Que era el amor mismo. Siempre he tenido la impresión de que el amor al libro pasa por el amor a secas. Acostaba a mis muñecas en la cama, en mi lugar, y les leía. A veces me dormía a sus pies, sobre la alfombra.
La escucho... la escucho, y me parece oír a Dylan Thomas, borracho como la desesperación, leyendo sus poemas con voz de catedral...
La escucho y me parece ver a Dickens el viejo, Dickens huesudo y pálido, ya a punto de morirse, subir a escena... su gran público de iletrados de repente petrificado, silencioso hasta el punto de que se oía abrir el libro... Oliver Twist... la muerte de Nancy ¿es la muerte de Nancy lo que va a leernos!
La escucho y oigo a Kafka reírse hasta las lágrimas leyéndole La metamorfosis a Max Brod, quien no está seguro de entenderla... Y veo a la pequeña Mary Shelley ofrecerle largos trozos de su Frankenstein a Percy y a sus entusiasmados camaradas...
La escucho y aparece Martin du Gard leyéndole a Gide sus Thibault... pero Gide no parece oírlo... están sentados a la orilla de un río... Martin du Gard lee, pero la mirada de Gide está en otra parte... los ojos de Gide se han ido allá abajo, donde dos adolescentes se zambullen... una perfección que el agua viste de luz... Martin du Gard está furioso... pero no, él leyó bien... y Gide oyó todo... y Gide le comenta todo lo bien que piensa de estas páginas... pero de todas maneras habría tal vez que modificar esto y aquello, por aquí y por allá...
Y Dostoievski, que no se contentaba con leer en voz alta, sino que escribía en voz alta... Dostoievski, sin aliento, después de haberle vociferado su requisitoria contra Raskolnikov (o contra Dimitri Karamazov, ya no lo sé)... Dostoievski preguntándoles a Anna Grigorievna, la esposa estenógrafa:
“¿Entonces, en tu opinión, cuál es el veredicto? ¿Ah?”
Anna: ¡Condenado!
Y el mismo Dostoievski, después de haberle dictado el alegato de la defensa: "¿Entonces? ¿Entonces?"
Anna: ¡Absuelto!
Sí...
Extraña desaparición, la de la lectura en voz alta. ¿Qué hubiera pensado Dostoievski? ¿Y Flaubert? ¿No más al derecho de ponerse las palabras en la boca antes de metérselas en la cabeza? ¿No más oído? ¿No más música? ¿No más saliva? ¿No más gusto, las palabras? ¡Y entonces qué! ¿O es que Flaubert no gritaba su Bovary hasta reventarse los tímpanos? ¿O es que él no está definitivamente mejor ubicado que nadie para saber que el entendimiento del texto pasa por el sonido de las palabras, de dónde brota todo su sentido? ¿Es que él, que se ha peleado tanto contra la música intempestiva de las sílabas, la tiranía de las cadencias, no sabe mejor que nadie que el sentido se pronuncia? ¿Qué? ¿Textos mudos para espíritus puros? ¡A mí Rabelais! ¿A mí Flaubert! ¡Dosto! ¡Kafka! ¡Dickens, a mí! ¡Gigantescos gritadores de sentidos, aquí de inmediato! ¡Vengan a insuflar nuestros libros! ¡Nuestras palabras necesitan cuerpos! ¡Nuestros libros necesitan vida!
Es verdad que es confortable, el silencio del texto... no se arriesga allí la muerte de Dickens, a quien sus médicos le pedían callar por fin sus novelas... el texto y él mismo... todas esas palabras amordazadas en la cocina acolchada de nuestra inteligencia... cómo se siente uno que es alguien en ese silencioso tejerse de nuestros comentarios... y además, al juzgar el libro a solas no se corre el riesgo de ser juzgado por él pues cuando se mezcla la voz, el libro dice mucho sobre su lector... el libro lo dice todo.
El hombre que lee de viva voz se expone de manera absoluta. Si no sabe lo que lee, es ignorante en sus palabras, es una miseria, y eso se escucha. Si rehúsa habitar su lectura, las palabras permanecen como letras muertas, y eso se siente. Si colma el texto de su presencia, el autor se retracta, es un número de circo, y eso se ve. El hombre que lee de viva voz se expone de manera absoluta a los ojos que lo escuchan.
Si lee de verdad, si pone en ello su saber y domina su placer, si su lectura es un acto de simpatía con el auditorio tanto como con el texto y su autor, si logra que se oiga la necesidad de escribir y despierta nuestra oscura necesidad de comprender, entonces los libros se abren de par en par, y la muchedumbre de aquellos que se creían excluidos de la lectura se precipitan tras él.

El derecho a callarnos


El hombre construye casas porque está vivo, pero escribe libros porque se sabe mortal. Vive en grupos porque es gregario, pero lee porque se sabe solo. La lectura es una compañía que no ocupa el lugar de ninguna otra y a la que ninguna compañía distinta podría reemplazar. No le ofrece ninguna explicación definitiva sobre su destino, pero teje una retícula apretada entre de complicidades entre la vida y él. Ínfimas y secretas complicidades que hablan de la necesidad paradójica de vivir, al tiempo que iluminan el absurdo trágico de la vida... De modo que nuestras razones para leer son tan extrañas como nuestras razones para vivir. Y a nadie se le ha otorgado poder para pedirnos cuentas sobre esta intimidad.Los pocos adultos que me dieron a leer se borraron siempre frente al libro y se abstuvieron de preguntarme lo que yo había entendido. A ellos, claro, yo les hablaba de mis lecturas. Vivos o muertos, les regalo estas páginas.