Me ven ahora

30 de abril de 2009

Vicente Huidobro contra Pablo Neruda


Retrato de Huidobro pintado por Picasso



Pablo Neruda


Pablo de Rokha


La guerrilla literaria entre Vicente Huidobro, Pablo de Rokha y Pablo Neruda

Los tres poetas chilenos mas grandes del siglo XX, no podían coexistir en el Olimpo literario, cuatro si contamos a Gabriela Mistral, quien se mantuvo aparte. Fue una gran guerra de egos. Los tres pertenecían al partido comunista. No podían caber tres genios, en un país tan pequeño (unos tres millones de habitantes). Sus mutuas diatribas, no tocaron, caballeros ellos, a Gabriela Mistral.

El premio Nobel de literatura otorgado a Neruda en 1971 pudo ser el punto final de la guerrilla. Huidobro y de Rokha están muertos. Pero la pasión es mas fuerte, y en su discurso del Nobel, arremete contra Huidobro, señalando que "el poeta no es un pequeño Dios"

El Affaire Neruda-Tagore

La Revista “PRO’ en su número 2 aparecido en Noviembre de 1934, publicó,sin comentarios, los siguientes poemas :
Rabindranath Tagore
(1861-1941)
Poema 30

Tú eres la nube crepuscular del cielo
de mis fantasías.Tu color y tu forma
son los del anhelo de mi amor. Eres mía, eres
mía, y vives en mis sueños infinitos.

Tienes los pies sonrojados del resplandor
ansioso de mi corazón,¡segadora de mis
cantos vespertinos!Tus labios agridulces
saben a mi vino de dolor.Eres mía,eres
mía,y vives en mis sueños solitarios.

Mi pasión sombría ha oscurecido tus
ojos, ¡cazadora del fondo de mi mirada!
En la red de mi música te tengo presa.
amor mío. Eres mía, eres mía,
y vives en mis sueños inmortales.


(de El Jardinero, traducción de Zenobia Camprubí de Jiménez.)

Pablo Neruda
Poema 16

En mi cielo al crepúsculo eres como una nube
y tu color y forma son como yo los quiero.
Eres mía, eres mía, mujer de labios dulces,
y viven en tu vida mis infinitos sueños.

La lámpara de mi alma te sonrosa los pies,
el agrio vino mío es mas dulce en tus labios
¡Oh, segadora de mi canción de atardecer,
cómo te sienten mía mis sueños solitarios!

Eres mía, eres mía, voy gritando en la brisa
de la tarde, y el viento arrastra mi voz viuda.
Cazadora del fondo de mis ojos, tu robo
estanca como el agua tu mirada nocturna.

En la red de mi música estas presa, amor mío,
y mis redes de música son anchas como el cielo.
Mi alma nace a la orilla de tus ojos de luto.
En tus ojos de luto comienza el país del sueño.

(De 20 poemas de amor y una canción desesperada. Nascimento.Santiago, VI-1924)
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Vicente Huidobro contestó en la revista VITAL
Quieren pelea, ahora van a saber lo que es pelea

Publicado este plagio, se produce un fenómeno curioso en los de Los Compinches : Gran indignación, furia (uterina) .
Contra quién? ¿Contra Neruda por haber plagiado? ¿Contra Tagore por haber escrito diez años antes un poema bastante tonto y con las mismas ideas que iba a tener diez años después Pablo Neruda?
No. La indignación va contra el que descubrió el plagio.
Es el colmo.
Y por no dejar de equivocarme, los compinches se enfurecen con Huidobro, quien no tenía arte ni parte en el asunto. Es más colmo.
¿De dónde proviene el odio de a Huidobro? ¿Acaso porque algún critico ha dicho que Neruda no existiría sin Huidobro? Pero no se enojaría si le dijeran que él no habría, podido existir sin Rimbaud o sin Apollinaire.
Huidobro es culpable de todo lo que le pasa a Neruda.
Huidobro tiene la culpa de que Neruda haya plagiado.
Huidobro tiene la culpa de que Tagore se dejara plagiar.
Huidobro tiene la culpa de que Neruda leyera a Tagore.
Huidobro tiene la culpa de que Tagore gustara a Neruda.
Huidobro tiene la culpa de que Volodia descubriera el plagio.
Ataquemos a Huidobro, calumniemos a Huidobro.
Si los jóvenes no admiran a Neruda es culpa de Huidobro.
Si hay un poeta en Magallanes; que encuentra viejo y pasado a Neruda es culpa de Huidobro.
Si hay un poeta en Arica que encuentra los versos de Neruda romanticones y azucarados es culpa de Huidobro.
Calumniemos a Huidobro, ataquemos a Huidobro. Se publican algunos artículos,se preparan trampas y celadas, etc...
Los compinches de Neruda empiezan su campaña subterránea de mentiras y de intrigas. Un día Huidobro se cansa o amanece de mal humor y se decide a hacer estallar el absceso de intrigantes, capitaneados por Tomás Lagos y Diego Muñoz.

PRIMER COMENTARIO
¿Es qué mi presencia, en el mundo es un obstáculo para la felicidad del señor Neruda y sus amigos?
Siento mucho no poderme suicidar por el momento.


Vicente Huidobro


Volodia Teitelboim habría descubierto este supuesto plagio, acudía todas las tardes a la biblioteca nacional, en sus búsquedas tropieza con Rabindranath Tagore.Escándalo. El numero 16 de los Veinte poemas de amor es un plagio de El Jardinero de Tagore. Volodia Teitelboim pertenecía al grupo de Huidobro.

Continuará...

28 de abril de 2009

"La embustera " Alphonse Daudet

Recordemos que los dos grandes poemas épicos que inauguran la literatura occidental como la Iliada y la Odisea, tratan como uno de sus asuntos principales la fidelidad e infidelidad de la mujer, con este comentario cierro un ciclo dedicado a la infidelidad femenina; El collar de Perlas, Los Pocillos, ¿Fue un Sueño?, La embustera.

"Cuando las mujeres deciden engañar a sus parejas, no existe esposo, novio o amante que pueda sorprenderlas; sospechar, tal vez, pero pillarlas en el acto, no"; dice el adagio popular. En cambio, debido a la cultura machista imperante, el hombre puede hacerlo y vanagloriarse de ello.



"La embustera "

Yo no he querido mas que a una mujer en toda mi vida - nos decía el cierta ocasión el pintor D....Pasé toda mi vida con ella cinco años de felicidad perfecta. Puedo decir que a ella le debo toda mi fama , pues a su lado el trabajo me resultaba fácil y me sentía inspirado.

Cuando la conocí, creí que era mía desde tiempo inmemorial. Su belleza, su carácter, respondían plenamente a todas mis ilusiones. Aquella mujer no me abandonó jamás; murió en mi casa, entre mis brazos amándome. Pues bien, cuando pienso en ella, me es imposible contenerme y me domina la ira.

Si procuro representármela tal como la vi durante los cinco años, en los mejores días de nuestro amor, con su esbelta y alta figura, su palidez dorada, sus facciones de judía oriental, regulares y finísimas, su voz suave, lo mismo que su mirada, si procuro dar cuerpo a esta visión deliciosa, es para decirle, con tanta fuerza como soy capaz: “Te aborrezco"

Se llamaba Clotilde. En la casa de los amigos, donde la vi por primera vez, la conocían por madame Deloche y decían que era viuda de un capitán de barco. Parecía haber viajado mucho. En el curso de una conversación,decía con frecuencia: “Cuando estaba en la bahía de Tampico o “Una vez en Valparaíso”. No había nada, aparte de esto, ni en sus ademanes ni en su manera de hablar que delatase la vida nómada o el desorden y la precipitación de las salidas apresuradas y las arribadas bruscas. Era parisiense, vestía de un modo exquisito, sin aquellos detalles ridículos que delatan a la esposa del marino, acostumbraba a llevar siempre el vestido de viaje. Cuando comprendí que la amaba, mi único deseo era casarme. Alguien le habló de mí . Ella se limitó a decir que no quería contraer nuevo matrimonio. Decidí no volver a verla y como no podía pensar en otra cosa y me era imposible trabajar, decidí irme a correr mundo.

Estaba haciendo mis preparativos de viaje, cuando una mañana en mi propio estudio, en el desorden de los muebles abiertos y de las maletas a medio hacer, vi entrar con gran estupefacción mía a madame Deloche.

-¿Por qué se marcha usted?- dijo con dulzura-¿Porque me quiere? Yo también le quiero. Pero estoy casada.

Y a continuación, me reveló su historia.

Toda una novela de amor y abandono. Su marido bebía y le pegaba. Se habían separado a los tres años de matrimonio. Su familia, de la que parecía, mostrarse muy orgullosa ocupaba una posición muy destacada en París; pero desde su boda, no querían recibirla. Era sobrina de un gran rabino. Su hermana viuda de un militar de alta graduación, estaba casada en segundas nupcias con el director del bosque de Saint Germain. Ella arruinada por su marido, había conservado una serie de habilidades de su primera educación que le permitían ganarse la vida. Daba clases de piano en algunas casas distinguidas de la Chausse d' Autin y del barrio de Saint Honoré, con lo que conseguía cubrir bien sus necesidades.
Su historia era conmovedora, aunque un poco larga, llena de repeticiones y de esos interminables incidentes que atiborran los relatos femeninos. Por tanto invirtió varios días en contármela. Yo había alquilado una casita para dos en la Avenida de la Emperatriz, entre calles silenciosas y jardines tranquilos.

Allí me hubiera pasado un año, escuchándola, mirándola, contemplándola, sin pensar en trabajar. Fue ella quien me impulsó a volver al estudio y no pude prohibirle que continuara con sus clases. Aquella dignidad de su vida, de la que tenía mucho cuidado, me conmovía en extremo. Me admiraba su ánimo altivo y me sentía algo humillado ante aquella firme voluntad que todo lo debía al trabajo. Durante el día estábamos separados y solo de noche nos reuníamos en nuestra casa.

¡Con que ilusión entraba, que impaciencia me dominaba cuando ella tardaba en volver y que alegría cuando ya la encontraba allí!

De sus excursiones a París, me traía ramos de flores y otros recuerdos.

A veces yo la obligaba a que me aceptara un regalo y ella riendo me contestaba que era mas rica que yo: la verdad es que las lecciones debían darle mucho dinero, porque siempre vestía con mucha discreción y su traje ocultaba, bajo una apariencia sencilla, todo un mundo de elegancias femeninas.

Su trabajo por lo que me explicaba, no era cansador: Todas sus discípulas, hijas de banqueros y de agentes de bolsa la adoraban y respetaban. En mas de una ocasión me había enseñado un brazalete o un anillo que le regalaron en agradecimiento que se tomaba por sus discípulos. Fuera de las horas de trabajo , no nos separábamos ni íbamos a ningún sitio. Tan solo los domingos, ella se dirigía a Saint Germain a ver a su hermana, la mujer del director del bosque, con la que se había reconciliado. Yo la acompañaba hasta la estación. Regresaba el mismo día, ya entrada la noche, y, frecuentemente, cuando los días se alargaban, nos citábamos en a algún lugar del camino, junto al río o al bosque. Ella me explicaba su visita, el buen aspecto de los hijos y la felicidad del matrimonio. Todo esto me apesadumbraba por ella, ya que se veía privada para siempre de una verdadera familia, y yo procuraba, con atenciones y caricias, que olvidara su falsa posición que a un alma como la suya, tenía que entristecerla mucho.

¡Que tiempos mas venturosos! Yo no tenía dudas. Cuanto aquello me contaba, me parecía cierto y lógico. Tan solo una cosa le censuraba. A veces, al hablarme de las casas que visitaba, de las familias de sus discípulas, acudían a sus labios una abundancia de detalles inventados, de intrigas imaginarias, que me hacían comprender que exageraba. Pese a su gran serenidad, veía siempre una novela en cuanto la rodeaba y pasaba la vida ideando dramas. Aquellas quimeras enturbiaban mi felicidad. Yo, que hubiese querido alejarme del mundo para vivir encerrado junto a ella, la consideraba preocupada en demasía por cosas indiferentes. Pero bien podía perdonarse este defecto a una mujer joven y hermosa, cuya vida, hasta aquel momento, había sido una auténtica novela triste, sin desenlace probable.

Solo una vez tuve una sospecha o, mejor dicho un presentimiento. Cierto domingo por la noche no vino a dormir. Yo estaba desesperado. ¿Qué podía hacer? ¿Ir a Saint Germain? Quizás la comprometiese. No obstante tras una noche terrible, estaba decidido a ir a buscarla, cuando compareció, pálida y muy alterada. Su hermana estaba enferma y ella consideró que debía quedarse a velarla. Creí lo que me contaba , sin desconfiar de aquel torrente de palabras que se desbordaba ante cualquier pregunta mía, anulando la idea principal con una serie de detalles inútiles : la hora de llegada, la descortesía de un ferroviario, el retraso del tren. Aquella semana se quedó a dormir un par de veces en Saint Germain. Luego concluida la enfermedad volvió a su vida tranquila y regular.

Por desgracia, tiempo después le tocó a ella caer enferma. Un día volvió de sus lecciones temblorosa, empapada en sudor y febril. Se le declaró una infección en el pecho, grave desde el primer momento y muy pronto incurable, según dijo el médico. Sufrí tanto que creí volverme loco.

Luego, no pensé mas que en alegrar sus últimos momentos. Aquella familia de la que tan orgullosa se mostraba, a la que tanto quería , debería acudir hasta la cabecera de la enferma, aunque tuviera que arrastrarla. Sin decirle nada a ella, escribí a su hermana, la que vivía en Saint Germain, y fui personalmente a ver a su tío, el gran rabino. No recuerdo a que hora inoportuna me presenté. Las grandes catástrofes trastornan la vida por completo y la alteran hasta en las cosas mas insignificantes. Creo que el buen rabino estaba cenando. Compareció algo sobresaltado y ni siquiera me hizo sentar.

-Señor –le dije- , hay momentos en que deben abandonarse todos los rencores...

Su rostro respetable adquirió una expresión de insólita sorpresa.

-¡Señor, le ruego que olvide esos ridículos odios de familia! Me refiero a madame Deloche, la esposa del capitán.

-No conozco a esa señora. Le aseguro que se equivoca, hijo mío.

Y me acompañó con toda amabilidad a la puerta, tomándome sin duda por un bromista o un loco. Reconozco que en aquellos momentos debía tener un aspecto extraño .Lo que había descubierto era tan horrible, tan inesperado...¡Ella me había engañado! ¿Y por qué? De pronto tuve una idea. Hice que el coche me llevara a casa de una de sus discípulas, de la que me había hablado con mucha frecuencia, hija de un conocido banquero.

Le pregunté al criado.

-¿Madame Deloche?

-No es de aquí.

-Ya sé. Es la señora que da lecciones de piano a las señoritas de la casa.

-En esta casa no hay señoritas y ni siquiera piano. No sé de que me está hablando.

Y cerró la puerta con inusitada furia.

No quise seguir la encuesta. Estaba seguro de encontrarme en todas partes con idénticas respuestas y mismo desengaño. Al llegar a casa, me dieron una carta, con el sello de correos de Saint Germain. La abrí sabiendo de antemano lo que contenía. Tampoco el director conocía a madame Deloche. Además no tenía ni mujer ni hijos.

Fue aquel el último golpe. Durante cinco años cada una de sus palabras habían sido mentiras. Mil ideas de rabia y de celos me dominaron y como un loco, sin saber lo que hacía, entré en la alcoba donde ella se estaba muriendo. Todas las preguntas que me atormentaban cayeron sobre aquel lecho de dolor:

-¿A qué ibas los domingos a Saint Germain? ¿Dónde pasabas el día? ¿Dónde dormiste aquella noche? Contéstame, contéstame.

Y me inclinaba sobre ella, buscando en lo mas profundo de sus ojos siempre hermosos y altivos, las respuestas que yo aguardaba con impaciencia. Pero ella siguió muda.

Insistí, mientras temblaba de ira:

-No dabas clases. He estado en todas partes. Nadie te conoce. Entonces, ¿de dónde salían esas joyas, esas ropas, ese dinero?

Ella me dirigió una mirada de terrible tristeza y nada más. Es verdad que debí haberla dejado morir tranquila, pero la había querido demasiado. Los celos pudieron mas que la compasión y añadí:

-Me has estado engañando durante cinco años. Me has mentido cada día, a todas horas, siempre. Tu conoces mi vida, pero yo no sabía nada de la tuya. Lo ignoro todo, incluso tu nombre. Pues este que usas no es el tuyo, ¿verdad? ¡Embustera!, ¡embustera! ¡Pensar que te mueres y que no se como debo llamarte !¡Dime !¿Quién eres?¿De dónde vienes?¿Por qué te has cruzado en mi camino?¡Habla!¡Di algo!.

Fueron inútiles mis esfuerzos. En vez de responder, volvía penosamente el rostro hacia la pared, como temiendo que su última mirada pudiese descubrirme algún secreto. ¡Y así murió aquella desgraciada! Murió disimulando, mintiendo hasta el último momento.

25 de abril de 2009

¿Fue Un Sueño? Guy de Maupassant


Guy de Maupassant(1850-1893)

Fue un autor que murió demasiado pronto, y por ello sólo publicó cinco novelas. Esto nos lleva a que fue más conocido como cuentista que como escritor de novelas, y de hecho es considerado un maestro del género, a la altura de otros grandes como Horacio Quiroga, Anton Chejov o Roald Dahl. Un cuentista ha de contar mucho en muy poco, condensar bases temáticas y dotarlas de un impacto, de una impresión profunda orientada al lector.

¿Fue un sueño? es quizás la más representativa de las historias que, con un ambiente sombrío (parecido al Victor Hugo de "Los miserables"), construye una realidad en la que la relación entre la vida y la muerte es muy estrecha.
Con un estilo puramente pasional, que propone un narrador en primera personal, cronista y a la vez partícipe de la trágica muerte de su amada, Maupassant realiza lo que a priori parecería imposible de hacer en un relato tan corto: introducir un giro narrativo. El amor que el narrador siente por su novia, recientemente fallecida, sólo es una excusa para mostrarnos una subhistoria ciertamente más cruenta, que no desvelaré.
Posee un imponente clímax con el que el lector del siglo XXI recordará fácilmente el videoclip de ‘Thriller’, ese hit musical de Michael Jackson, donde lo tétrico y lo místico se unen para manifestar una verdad reveladora: que las cosas no son lo que parecían, que un fenómeno sobrenatural puede ser terrorífico y a la vez didáctico.


¿Fue Un Sueño?



¡La había amado locamente!

¿Por qué se ama? ¿Por qué se ama? Cuán extraño es ver un solo ser en el mundo, tener un solo pensamiento en el cerebro, un solo deseo en el corazón y un solo nombre en los labios... un nombre que asciende continuamente, como el agua de un manantial, desde las profundidades del alma hasta los labios, un nombre que se repite una y otra vez, que se susurra incesantemente, en todas partes, como una plegaria.

Voy a contaros nuestra historia, ya que el amor sólo tiene una, que es siempre la misma. La conocí y viví de su ternura, de sus caricias, de sus palabras, en sus brazos tan absolutamente envuelto, atado y absorbido por todo lo que procedía de ella, que no me importaba ya si era de día o de noche, ni si estaba muerto o vivo, en este nuestro antiguo mundo.

Y luego ella murió. ¿Cómo? No lo sé; hace tiempo que no sé nada. Pero una noche llegó a casa muy mojada, porque estaba lloviendo intensamente, y al día siguiente tosía, y tosió durante una semana, y tuvo que guardar cama. No recuerdo ahora lo que ocurrió, pero los médicos llegaron, escribieron y se marcharon. Se compraron medicinas, y algunas mujeres se las hicieron beber. Sus manos estaban muy calientes, sus sienes ardían y sus ojos estaban brillantes y tristes. Cuando yo le hablaba me contestaba, pero no recuerdo lo que decíamos. ¡Lo he olvidado todo, todo, todo! Ella murió, y recuerdo perfectamente su leve, débil suspiro. La enfermera dijo: “¡Ah!” ¡y yo comprendí! ¡Y yo comprendí!

Me consultaron acerca del entierro pero no recuerdo nada de lo que dijeron, aunque sí recuerdo el ataúd y el sonido del martillo cuando clavaban la tapa, encerrándola a ella dentro. ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío!

¡Ella estaba enterrada! ¡Enterrada! ¡Ella! ¡En aquel agujero! Vinieron algunas personas... mujeres amigas. Me marché de allí corriendo. Corrí y luego anduve a través de las calles, regresé a casa y al día siguiente emprendí un viaje.

Ayer regresé a París, y cuando vi de nuevo mi habitación —nuestra habitación, nuestra cama, nuestros muebles, todo lo que queda de la vida de un ser humano después de su muerte—, me invadió tal oleada de nostalgia y de pesar, que sentí deseos de abrir la ventana y de arrojarme a la calle. No podía permanecer ya entre aquellas cosas, entre aquellas paredes que la habían encerrado y la habían cobijado, que conservaban un millar de átomos de ella, de su piel y de su aliento, en sus imperceptibles grietas. Cogí mi sombrero para marcharme, y antes de llegar a la puerta pasé junto al gran espejo del vestíbulo, el espejo que ella había colocado allí para poder contemplarse todos los días de la cabeza a los pies, en el momento de salir, para ver si lo que llevaba le caía bien, y era lindo, desde sus pequeños zapatos hasta su sombrero.

Me detuve delante de aquel espejo en el cual se había contemplado ella tantas veces... tantas veces, tantas veces, que el espejo tendría que haber conservado su imagen. Estaba allí de pie, temblando, con los ojos clavados en el cristal —en aquel liso, enorme, vacío cristal— que la había contenido por entero y la había poseído tanto como yo, tanto como mis apasionadas miradas. Sentí como si amara a aquel cristal. Lo toqué; estaba frío. ¡Oh, el recuerdo! ¡Triste espejo, ardiente espejo, horrible espejo, que haces sufrir tales tormentos a los hombres! ¡Dichoso el hombre cuyo corazón olvida todo lo que ha contenido, todo lo que ha pasado delante de él, todo lo que se ha mirado a sí mismo en él o ha sido reflejado en su afecto, en su amor! ¡Cuánto sufro!
Me marché sin saberlo, sin desearlo, hacia el cementerio. Encontré su sencilla tumba, una cruz de mármol blanco, con esta breve inscripción:

"Amó, fue amada, y murió".

¡Ella está ahí debajo, descompuesta! ¡Qué horrible! Sollocé con la frente apoyada en el suelo, y permanecí allí mucho tiempo, mucho tiempo. Luego vi que estaba oscureciendo, y un extraño y loco deseo, el deseo de un amante desesperado, me invadió. Deseé pasar la noche, la última noche, llorando sobre su tumba. Pero podían verme y echarme del cementerio. ¿Qué hacer? Buscando una solución, me puse en pie y empecé a vagabundear por aquella ciudad de la muerte. Anduve y anduve. Qué pequeña es esta ciudad comparada con la otra, la ciudad en la cual vivimos. Y, sin embargo, no son muchos más numerosos los muertos que los vivos. Nosotros necesitamos grandes casas, anchas calles y mucho espacio para las cuatro generaciones que ven la luz del día al mismo tiempo, beber agua del manantial y vino de las vides, y comer pan de las llanuras.

Y para todas estas generaciones de los muertos, para todos los muertos que nos han precedido, aquí no hay apenas nada, apenas nada! La tierra se los lleva, y el olvido los borra. ¡Adiós!

Al final del cementerio, me di cuenta repentinamente de que estaba en la parte más antigua, donde los que murieron hace tiempo están mezclados con la tierra, donde las propias cruces están podridas, donde posiblemente enterrarán a los que lleguen mañana. Está llena de rosales que nadie cuida, de altos y oscuros cipreses; un triste y hermoso jardín alimentado con carne humana.

Yo estaba solo, completamente solo. De modo que me acurruqué debajo de un árbol y me escondí entre las frondosas y sombrías ramas. Esperé, agarrándome al tronco como un náufrago se agarra a una tabla.

Cuando la luz diurna desapareció del todo, abandoné el refugio y eché a andar suavemente, lentamente, silenciosamente, hacia aquel terreno lleno de muertos. Anduve de un lado para otro, pero no conseguí encontrar de nuevo la tumba de mi amada. Avancé con los brazos extendidos, chocando contra las tumbas con mis manos, mis pies, mis rodillas, mi pecho, incluso con mi cabeza, sin conseguir encontrarla. Anduve a tientas como un ciego buscando su camino. Toqué las lápidas, las cruces, las verjas de hierro, las coronas de metal y las coronas de flores marchitas. Leí los nombres con mis dedos pasándolos por encima de las letras. ¡Qué noche! ¡Qué noche! ¡Y no pude encontrarla!

No había luna. ¡Qué noche! Estaba asustado, terriblemente asustado, en aquellos angostos senderos entre dos hileras de tumbas. ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Sólo Tumbas! A mi derecha, a la izquierda, delante de mí, a mi alrededor, en todas partes había tumbas. Me senté en una de ellas, ya que no podía seguir andando. Mis rodillas empezaron a doblarse. ¡Pude oír los latidos de mi corazón! Y oí algo más. ¿Qué? Un ruido confuso, indefinible. ¿Estaba el ruido en mi cabeza, en la impenetrable noche, o debajo de la misteriosa tierra, la tierra sembrada de cadáveres humanos? Miré a mi alrededor, pero no puedo decir cuánto tiempo permanecí allí. Estaba paralizado de terror, helado de espanto, dispuesto a morir.

Súbitamente, tuve la impresión de que la losa de mármol sobre la cual estaba sentado se estaba moviendo. Se estaba moviendo, desde luego, como si alguien tratara de levantarla. Di un salto que me llevó hasta una tumba vecina, y vi, sí, vi claramente como se levantaba la losa sobre la cual estaba sentado. Luego apareció el muerto, un esqueleto desnudo, empujando la losa desde abajo con su encorvada espalda. Lo vi claramente, a pesar de que la noche estaba oscura. En la cruz pude leer:

"Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Amó a su familia, fue bueno y honrado y murió en la gracia de Dios.»

El muerto leyó también lo que había escrito en la lápida. Luego cogió una piedra del sendero, una piedra pequeña y puntiaguda, y empezó a rascar las letras con sumo cuidado. Las borró lentamente, y con las cuencas de sus ojos contempló el lugar donde habían estado grabadas. A continuación con la punta del hueso de lo que había sido su dedo índice, escribió en letras luminosas, como las líneas que los chiquillos trazan en las paredes con una piedra de fósforo:

«Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Mató a su padre a disgustos, porque deseaba heredar su fortuna; torturó a su esposa, atormentó a sus hijos, engañó a sus vecinos, robó todo lo que pudo, y murió en pecado mortal.»

Cuando hubo terminado de escribir, el muerto se quedó inmóvil, contemplando su obra. Al mirar a mi alrededor vi que todas las tumbas estaban abiertas, que todos los muertos habían salido de ellas y que todos habían borrado las líneas que sus parientes habían grabado en las lápidas, sustituyéndolas por la verdad. Y vi que todos habían sido atormentadores de sus vecinos, maliciosos, deshonestos, hipócritas, embusteros, ruines, calumniadores, envidiosos; que habían robado, engañado, y habían cometido los peores delitos; aquellos buenos padres, aquellas fieles esposas, aquellos hijos devotos, aquellas hijas castas, aquellos honrados comerciantes, aquellos hombres y mujeres que fueron llamados irreprochables. Todos ellos estaban escribiendo al mismo tiempo la verdad, la terrible y sagrada verdad, la cual todo el mundo ignoraba, o fingía ignorar, mientras estaban vivos.

Pensé que también ella había escrito algo en su tumba. Y ahora, corriendo sin miedo entre los ataúdes medio abiertos, entre los cadáveres y esqueletos, fui hacia ella, convencido que la encontraría inmediatamente. La reconocí al instante sin ver su rostro, el cual estaba cubierto por un velo negro; y en la cruz de mármol donde poco antes había leído:

«Amó, fue amada, y murió.»
Ahora leí:

«Habiendo salido un día de lluvia para engañar a su amante, pilló una pulmonía y murió.»

Parece que me encontraron al romper el día, tendido sobre la tumba, sin conocimiento.

23 de abril de 2009

"Los Pocillos"-Mario Benedetti- Dia del libro


Los pocillos



Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además importados, irrompibles, modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta, en el último cumpleaños de Mariana, y desde ese día el comentario de cajón había sido que podía combinarse la taza de un color con el platillo de otro. "Negro con rojo queda fenomenal", había sido el consejo estético de Enriqueta. Pero Mariana, en un discreto rasgo de independencia, había decidido que cada pocillo sería usado con su plato del mismo color.

"El café ya está pronto. ¿Lo sirvo?", preguntó Mariana. La voz se dirigía al marido, pero los ojos estaban fijos en el cuñado. Este parpadeó y no dijo nada, pero José Claudio contestó: "Todavía no. Esperá un ratito. Antes quiero fumar un cigarrillo". Ahora sí ella miró a José Claudio y pensó, por milésima vez, que aquellos ojos no parecían de ciego. La mano de José Claudio empezó a moverse, tanteando el sofá. "¿Qué buscás?" preguntó ella. "El encendedor". "A tu derecha". La mano corrigió el rumbo y halló el encendedor. Con ese tembló: que da el continuado afán de búsqueda, el pulgar hizo girar varias veces la ruedita, pero la llama no apareció. A una distancia ya calculada, la mano izquierda trataba infructuosamente de registrar la aparición del calor. Entonces Alberto encendió un fósforo y vino en su ayuda. "¿Por qué no lo tirás?" dijo, con una sonrisa que, como toda sonrisa para ciegos, impregnaba también las modulaciones de la voz. "No lo tiro porque le tengo cariño. Es un regalo de Mariana".

Ella abrió apenas la boca y recorrió el labio inferior con la punta de la lengua. Un modo como cualquier otro de empezar a recordar. Fue en marzo de 1953, cuando él cumplió treinta y cinco años y todavía veía. Habían almorzado en casa de los padres de José Claudio, en Punta Gorda, habían comido arroz con mejillones. y después se habían ido a caminar por la playa. El le había pasado un brazo por los hombros y ella se había sentido protegida, probablemente feliz o algo semejante. Habían regresado al apartamento y él la había besado lentamente, amorosamente, como besaba antes. Habían. inaugurado el encendedor con un cigarrillo que fumaron a medias.

Ahora el encendedor ya no servía. Ella tenia poca confianza en los conglomerados simbólicos, pero, después de todo, ¿qué servía aún de aquella época?

"Este mes tampoco fuiste al médico", dijo Alberto.
"¿Querés que te sea sincero?. "Claro."
"Me parece una idiotez de tu parte."
"¿Y para qué voy a ir? ¿Para oírle decir que tengo una salud de roble, que mi hígado funciona admirablemente, que mi corazón golpea con el ritmo debido, que mis intestinos son una maravilla? ¿Para eso querés que vaya? Estoy podrido de mi notable salud sin ojos."

La época anterior a la ceguera. José Claudio nunca había sido un especialista en la exteriorización de sus emociones, pero Mariana no se ha olvidado de cómo era ese rostro antes de adquirir esta tensión, este presentimiento. Su matrimonio había tenido buenos momentos, eso no podía ni quería ocultarlo. Pero cuando estalló el infortunio, él se había negado a valorar su 'amparo, a refugiarse en ella. Todo su orgullo se concentró en un silencio terrible, testarudo, un silencio que seguía siendo tal, aun cuando se rodeara de palabras. José Claudio había dejado de hablar de sí.

"De todos modos deberías ir", apoyó Mariana. "Acordate de lo que siempre te decía Menéndez". "Cómo no que me acuerdo: Para Usted No Está Todo Perdido. Ah, y otra frase famosa: La Ciencia No Cree En Milagros. Yo tampoco creo en milagros."
"¿Y por qué no aferrarte a una esperanza? Es humano".
"¿De veras?" Habló por el costado del cigarrillo.

Se había escondido en sí mismo. Pero Mariana no estaba hecha para asistir, simplemente para asistir, a un reconcentrado. Mariana reclamaba otra cosa. Una mujercita para ser exigida con mucho tacto, eso era. Con todo, había bastante margen para esa exigencia; ella era dúctil. Toda una calamidad que él no pudiese ver; pero ésa no era la peor desgracia. La peor desgracia era que estuviese dispuesto a evitar, por todos los medios a su alcance, la ayuda de Mariana. El menospreciaba su protección. Y Mariana hubiera querido --sinceramente, cariñosamente, piadosamente- protegerlo.

Bueno, eso era antes; ahora no. El cambio se había operado con lentitud. Primero fue un decaimiento de la ternura. El cuidado, la atención, el apoyo, que desde el comienzo estuvieron rodeados por un halo constante de cariño, ahora se habían vuelto mecánicos. Ella seguía siendo eficiente, de eso no cabía duda, pero no disfrutaba manteniéndose solícita. Después fue un temor horrible frente a la posibilidad de una discusión cualquiera. El estaba agresivo, dispuesto siempre a herir, a decir lo más duro, a establecer su crueldad sin posible retroceso. Era increíble como hallaba siempre, aun en las ocasiones menos propicias, la injuria refinadamente certera, la palabra que llegaba hasta el fondo, el comentario que marcaba a fuego. Y siempre desde lejos, desde muy atrás de su ceguera, como si ésta oficiara de muro de contención para el incómodo estupor de los otros.

Alberto se levantó del sofá y se acercó al ventanal.

"Qué otoño desgraciado", dijo. "¿Te fíjaste?". La pregunta era para ella.
"No", respondió José Claudio. "Fíjate vos por mí".

Alberto la miró. Durante el silencio, se sonrieron. Al margen de José Claudio, y sin embargo a propósito de él. De pronto Mariana supo que se había puesto linda. Siempre que miraba a Alberto, se ponía linda. El se lo había dicho por primera vez la noche del veintitrés de abril del año pasado, hacía exactamente un año y ocho días: una noche en que José Claudio le había gritado cosas muy feas, y ella había llorado, desalentada, torpemente triste, durante horas y horas, es decir hasta que había encontrado el hombro de Alberto y se había sentido comprendida y segura. ¿De dónde extraería Alberto esa capacidad para entender a la gente? Ella hablaba con él, o simplemente lo miraba, y sabía de inmediato que él la estaba sacando del apuro. "Gracias", había dicho entonces. Y todavía ahora, la palabra llegaba a sus labios directamente desde su corazón, sin razonamientos intermediarios, sin usura. Su amor hacia Alberto había sido en sus comienzos gratitud, pero eso (que ella veía con toda nitidez) no alcanzaba a depreciarlo. Para ella., querer había sido siempre un poco agradecer y otro poco provocar la gratitud. A José Claudio, en los buenos tiempos, le había agradecido que él. tan brillante, tan lúcido, tan sagaz, se hubiera fijado en ella, tan insignificante. Había fallado en lo otro, en eso de provocar la gratitud, y había fallado tan luego en la ocasión más absurdamente favorable, es decir, cuando él parecía necesitarla más.

A Alberto, en cambio, le agradecía el impulso inicial, la generosidad de ese primer socorro que la había salvado de su propio caos, y, sobre todo, ayudado a ser fuerte. Por su parte, ella había provocado su gratitud, claro que sí. Porque Alberto era un alma tranquila, un respetuoso de su hermano, un fanático del equilibrio, pero también, y en definitiva, un solitario. Durante años y años, Alberto y ella habían mantenido una relación superficialmente cariñosa, que se detenía con espontánea discreción en los umbrales del tuteo y sólo en contadas ocasiones dejaba entrever una solidaridad algo más profunda. Acaso Alberto envidiara un poco la aparente felicidad de su hermano, la buena suerte de haber dado con una mujer que él consideraba encantadora. En realidad, no hacía mucho que Mariana había obtenido la confesión de que la imperturbable soltería de Alberto se debía a que toda posible candidata era sometida a una imaginaria y desventajosa comparación.

"Y ayer estuvo Trelles", estaba diciendo José Claudio; "a hacerme la clásica visita adulona que el personal de la fábrica me consagra una vez por trimestre. Me imagino que lo echarán a la suerte y el que pierde se embroma y viene a verme".

"También puede ser que te aprecien", dijo Alberto, "que conserven un buen recuerdo del tiempo en que los dirigías, que realmente estén preocupados por tu salud. No siempre la gente es tan miserable como te parece de un tiempo a esta parte".

"Qué bien. Todos los días se aprende algo nuevo". La sonrisa fue acompañada de un breve resoplido, destinado a inscribirse en otro nivel de ironía.

Cuando Mariana había recurrido a Alberto, en busca de protección, de consejo, de cariño, había tenido de inmediato la certidumbre de que a su vez estaba protegiendo a su protector, de que él se hallaba tan necesitado de amparo como ella misma, de que allí, todavía tensa de escrúpulos y quizá de pudor, había una razonable desesperación de la que ella comenzó a sentirse responsable. Por eso, justamente, había provocado su gratitud, por no decírselo con todas las letras, por simplemente dejar que él la envolviera en su ternura acumulada de tanto tiempo atrás, por sólo permitir que él ajustara a la imprevista realidad aquellas imágenes de ella misma que había hecho transcurrir, sin hacerse ilusiones, por el desfiladero de sus melancólicos insomnios. Pero la gratitud pronto fue desbordada. Como si todo hubiera estado dispuesto para la mutua revelación, como si sólo hubiera faltado que se miraran a los ojos para confrontar y compensar sus afanes, a los pocos días lo más importante estuvo dicho y los encuentros furtivos menudearon. Mariana sintió de pronto que su corazón se había ensanchado y que el mundo era nada más que eso: Alberto y ella.

"Ahora sí podés calentar el café", dijo José Claudio, y Mariana se inclinó sobre la mesita ratona para encender el mecherito de alcohol. Por un momento se distrajo contemplando los pocillos. Sólo había traído tres, uno de cada color. Le gustaba verlos así, formando un triángulo.

Después se echó hacia atrás en el sofá y su nuca encontró lo que esperaba: la mano cálida de Alberto, ya ahuecada para recibirla. Qué delicia, Dios mío. La mano empezó a moverse suavemente y los dedos largos, afilados, se introdujeron por entre el pelo. La primera vez que Alberto se había animado a hacerlo, Mariana se había sentido terriblemente inquieta, con los músculos anudados en una dolorosa. contracción que le había impedido disfrutar de la caricia. Ahora estaba tranquila y podía disfrutar. Le parecía que la ceguera de José Claudio era una especie de protección divina.

Sentado frente a ellos, José Claudio respiraba normalmente, casi con beatitud. Con el tiempo, la caricia de Alberto se había convertido en una especie de rito y, ahora mismo, Mariana estaba en condiciones de aguardar el movimiento próximo y previsto. Como todas las tardes la mano acarició el pescuezo, rozó apenas la oreja derecha, recorrió lentamente la mejilla y el mentón. finalmente se detuvo sobre los labios entreabiertos. Entonces ella, como todas las tardes, besó silenciosamente aquella palma y cerró por un instante los ojos. Cuando los abrió, el rostro de José Claudio era el mismo. Ajeno, reservado, distante. Para ella, sin embargo, ese momento incluía siempre un poco de temor.

Un temor que no tenía razón de ser, ya que en el ejercicio de esa caricia púdica, riesgosa, insolente, ambos habían llegado a una técnica tan perfecta como silenciosa.
"No lo dejes hervir, dijo José Claudio.

La mano de Alberto se retiró y Mariana volvió a inclinarse sobre la mesita. Retiró el mechero, apagó la llamita con la tapa de vidrio, llenó los pocillos directamente desde la cafetera.

Todos los días cambiaba la distribución de los colores. Hoy sería el verde para José Claudio, el negro para Alberto, el rojo para ella. Tomó el pocillo verde para alcanzárselo a su marido, pero, antes de dejarlo en sus manos, se encontró además, con unas palabras que sonaban más o menos así: "No, querida. Hoy quiero tomar en el pocillo rojo".


(1959)
De "MONTEVIDEANOS"

21 de abril de 2009

"El Collar de Perlas" Somerset Maugham


Somerset Maugham
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 El collar de perlas

Yo estaba predispuesto a sentir antipatía por Mr. Kelada aun sin haberlo conocido. La guerra acababa de terminar y el tráfico de pasajeros en las líneas oceánicas era intenso. Era difícil encontrar lugar y usted tenía que tomar lo que le ofrecieran los agentes. No se podía esperar un camarote para uno solo, y yo agradecía el mío con sólo dos camas. Pero cuando escuché el nombre de mi compañero mi corazón se hundió. Sugirió puertas cerradas y la exclusión total del aire nocturno. Ya era bastante malo compartir un camarote por catorce días con cualquiera (yo viajaba de San Francisco a Yokohama), pero habría sido menos mi consternación si el nombre de mi compañero de cuarto hubiera sido Smith o Brown.

Cuando subí a bordo ya se encontraba ahí el equipaje de Mr. Kelada. No me gustó su aspecto, había demasiadas etiquetas en las valijas y el baúl de la ropa era demasiado grande. Había desempacado sus objetos para el baño y observé el excelente Monsieur Coty ; porque en el lavabo estaba su perfume, su jabón para el pelo y su brillantina.

Los cepillos de Mr. Kelada, ébano con su monograma en oro, habrían estado mejor para una friega. Mr. Kelada no me gustaba en absoluto. Fui al salón fumador. Pedí un paquete de cartas y empecé a jugar paciencia.

Apenas había empezado cuando un hombre vino y me preguntó si no se equivocaba al pensar que mi nombre era tal y tal.

–Yo soy Kelada –añadió con una sonrisa que dejaba ver una fila de dientes brillantes, y se sentó.

–Oh, sí, compartimos un camarote, creo.

–Eso es suerte, diría yo. Uno nunca sabe con quién lo van a poner, me alegré cuando supe que usted era inglés. Soy partidario de que nosotros los ingleses nos congreguemos cuando estamos en el extranjero, usted me entiende.

Parpadeé.

–¿Es usted inglés? –pregunté, quizá con falta de tacto.

–Bastante. ¿Usted no creerá que soy estadounidense, o sí? Británico hasta la médula, eso es lo que soy.

Para probarlo, Mr. Kelada sacó su pasaporte del bolsillo y lo desplegó bajo mi nariz.

El rey Jorge tiene muchos súbditos extraños. Mr. Kelada era bajo y de complexión robusta, bien afeitado y de piel oscura, con una nariz carnosa y ganchuda y ojos grandes y brillantes. Su cabello era negro y levemente rizado. Hablaba con una fluidez en la que no había nada inglés y sus gestos eran exuberantes. Estuve seguro de que una inspección más detenida a su pasaporte habría traicionado el hecho de que Mr. Kelada hubiera nacido bajo el cielo azul que suele verse en Inglaterra.

–¿Qué toma usted? –me preguntó.

Lo mire con vacilación. La prohibición estaba en vigor y todo indicaba que el barco estaba seco. Cuando no estoy sediento no sé que me desagrada más, si el ginger ale o el refresco de limón. Pero Mr. Kelada me dirigió una brillante sonrisa oriental.

–Whisky con soda o un martini seco, usted solo tiene que decirlo.

Sacó un frasco de cada uno de sus bolsillos y los puso en la mesa ante mí. Escogí el martini, y llamando al camarero ordenó una jarra de hielo y un par de vasos.

–Muy buen cocktail –dije yo.

–Bueno, hay muchos más en el lugar de donde vino éste, y si tiene amigos a bordo, dígales que tiene un camarada que tiene todo el licor del mundo.

Mr. Kelada era platicador. Habló de Nueva York y de San Francisco. Discutió obras de teatro, películas y política. Era patriótico. La bandera inglesa es un buen paño, pero cuando es ondeada por un Mr. de Alejandría o Beirut, no puedo evitar sentir que de algún modo pierde algo de su dignidad. Mr. Kelada era familiar. No deseo darme aires, pero no puedo evitar sentir que lo apropiado para un extraño total es poner el “Mr.” antes de mi nombre cuando se dirige a mí. Mr. Kelada, sin duda para que yo me sintiera cómodo, no empleaba tal formalidad. No me gustaba Mr. Kelada. Yo había hecho a un lado las cartas cuando se sentó, pero ahora, pensando que para esta primera ocasión nuestra plática ya había durado bastante, seguí con mi juego.

–El tres sobre el cuatro –dijo Mr. Kelada.

No hay nada más exasperante cuando usted está jugando paciencia que le digan dónde poner la carta que ha volteado antes de que la haya visto usted mismo.

–Está saliendo, está saliendo –gritó él–. El diez sobre la jota.

Furioso, dí por terminado el solitario.

Entonces él tomó el paquete.

–¿Le gustan los juegos de cartas?

–No, odio los juegos de cartas –contesté.

–Sólo le mostraré este.

Me mostró tres. Entonces dije que bajaría al salón comedor y apartaría lugar a la mesa.

–Oh, eso está bien –dijo él–. Ya aparté un lugar para usted. Pensé que como estábamos en el mismo cuarto podríamos sentarnos ante la misma mesa.

Repito que no me era simpático Mr. Kelada.

No sólo compartía un camarote con él y comía con él tres comidas al día, sino que no podía caminar por el puente sin su compañía. Era imposible desairarlo. A él nunca se le ocurriría que no fuera deseado. Estaba seguro de que usted sería tan feliz de verlo como él a usted. En su propia casa usted lo habría sacado a patadas y cerrado la puerta en su cara sin que él tuviera la sospecha de que no era un visitante bienvenido. Era bueno para relacionarse y en tres días conocía a todos a bordo. Manejaba todo. Manejaba las loterías, conducía las subastas, recogía el dinero para los premios a los deportes, entregaba fichas y dirigía los juegos de golf, organizaba el concierto y el baile de trajes típicos. Estaba en todas partes siempre. Con certeza, era el hombre más odiado en el mundo. Lo llamábamos Mr. sabelotodo, incluso en su cara. Lo tomaba como un halago. Pero era en las comidas cuando resultaba más intolerable. La mayor parte de una hora nos tenía a su merced. Era entusiasta, jovial, locuaz y argumentativo. Sabía todo mejor que cualquiera, y era una afrenta a su sobresaliente vanidad que usted estuviera en desacuerdo con él. No soltaría un tema, sin importar qué poco importante fuera, hasta que lo hubiera llevado a su propia forma de pensar. Nunca se le ocurrió la posibilidad de estar equivocado. Era el tipo que sabía. Nos sentamos ante la mesa del doctor. Mr. Kelada impondría su estilo, porque el doctor era perezoso y yo era un indiferente total, excepto por un hombre llamado Ramsay que también se sentó ahí. Era tan dogmático como Mr. Kelada y resentía amargamente la arrogancia levantina. Las discusiones que tuvieron fueron encendidas e interminables.

Ramsay estaba en el servicio consular estadounidense y radicado en Kobe. Era un gran tipo corpulento del medio oeste, con grasa suelta debajo de una piel apretada, y se desbordaba en su ropa de almacén. Regresaba a su puesto, luego de recoger a su mujer en Nueva York que había pasado un año ahí. Mrs. Ramsay tenía su gracia, con formas agradables y sentido del humor. El servicio consular es mal pagado, y ella se vestía muy sencillo, pero sabía cómo portar su ropa. Lograba un efecto de serena distinción. No le habría prestado ninguna atención especial, pero ella poseía una cualidad que puede ser bastante común entre las mujeres, pero actualmente no es común en su apariencia. En ella brillaba como una flor en un frac.

Una noche en la cena la conversación derivó por suerte sobre el tema de las perlas. En los periódicos habían aparecido muchas notas sobre las perlas cultivadas que estaban fabricando los astutos japoneses, y el doctor señaló que éstas disminuirían el valor de las verdaderas inevitablemente. Ya eran muy buenas y pronto serían perfectas. Mr. Kelada, como era su costumbre, se arrojó sobre el nuevo tema. Nos dijo todo lo que había que saber sobre las perlas. Yo no pensé que Ramsay supiera nada sobre ellas en absoluto, pero no pudo resistirse a tener un choque con el levantino, y en cinco minutos estábamos en medio de una discusión acalorada. Antes había visto a Kelada vehemente y voluble, pero nunca tan vehemente y voluble como ahora. Al fin, algo que dijo Ramsay lo prendió, porque dio un puñetazo en la mesa y gritó.

–Bueno, yo debo saber de lo que hablo, voy a Japón para ver este asunto de las perlas japonesas. Estoy en el negocio y no existe un hombre que les diga que lo que yo digo sobre las perlas es falso. Conozco las mejores perlas del mundo, y lo que yo no sepa de perlas no vale la pena saberlo.

Esto era una noticia para nosotros, porque Mr. Kelada, con toda su locuacidad, no había dicho a nadie cuál era su negocio. Sabíamos vagamente que iba a Japón para alguna diligencia comercial. Miró alrededor de la mesa en forma triunfal.

–Nunca serán capaces de hacer una perla cultivada que un experto como yo no pueda detectar con medio ojo. –Señaló el collar que llevaba Mrs. Ramsay–. Puede creerme, Mrs. Ramsay, ese collar que usted lleva nunca valdrá un centavo menos que ahora.

La Mrs. Ramsay se ruborizó con modestia y deslizó el collar dentro de su vestido. Ramsay se aproximó. Nos miró mientras asomaba una sonrisa en sus ojos.

–Es un bonito collar el de Mrs. Ramsay. ¿No es así?

–Lo percibí de inmediato –contestó Mr. Kelada–y, me dije: "No cabe duda: son perlas legítimas".

–No las compré yo mismo, claro está. Me interesaría saber cuánto piensa usted qué cuesta.

–Oh, en el comercio por ahí unos quince mil dólares. Pero si se compró en la Quinta Avenida no me sorprendería que se hubieran pagado hasta treinta mil dólares.

Ramsay sonrió secamente.

–Sin duda le sorprendería al saber que Mrs. Ramsay compró ese collar, la víspera de nuestra salida de Nueva York, por dieciocho dólares en uno de los grandes almacenes de la ciudad.

Mr. Kelada enrojeció.

–Nada de eso. No sólo es legítimo, sino es un collar tan bueno por su tamaño como nunca he visto.

–¿Apostaría por eso? Le apuesto cien dólares a que es imitación.

–De acuerdo.

–Oh, Ulmeh, no puedes apostar sobre un hecho cierto –dijo Mrs. Ramsay.

Ella tenía una sonrisa gentil en los labios y un tono suavemente desaprobatorio.

–¿No puedo? Si tengo la oportunidad de obtener dinero así de fácil sería un gran tonto si no lo tomara.

–¿Pero cómo puede probarse? –añadió ella–. Sólo es mi palabra contra la de Mr. Kelada.

–Déjeme mirar el collar, y si es una imitación se lo diré de inmediato. Puedo permitirme perder cien dólares –dijo Mr. Kelada.

–Quítatelo, querida. Deja que el caballero lo mire tanto como quiera.

Mrs. Ramsay dudó un momento. Llevó sus manos al broche.

–No puedo quitármelo –dijo–. Mr. Kelada tendrá que dar por buena mi palabra.

Tuve una súbita sospecha de que iba a ocurrir algo desafortunado, pero no se me ocurrió nada qué decir.

Ramsay brincó.

–Yo lo desataré.

Le entregó el collar a Mr. Kelada. El levantino sacó una lupa de su bolsillo y lo examinó detenidamente. Una sonrisa de triunfo se extendió en su suave cara morena. Regresó el collar. Estaba a punto de hablar. De repente observó el rostro de Mrs Ramsay. Estaba tan blanca que parecía a punto de desmayarse. Lo miraba con ojos muy abiertos y una expresión de terror. Parecía una súplica desesperada; era tan claro que me pregunté por qué su marido no lo veía.

Mr. Kelada se detuvo con la boca abierta. Se ruborizó profundamente. Usted casi podía ver el esfuerzo que hacía para vencer su convicción.

–Me equivoqué –dijo–. Es una muy buena imitación, pero claro, tan pronto como lo vi bajo mi lupa me di cuenta que no era real. Creo que dieciocho dólares es lo más que podría darse por esa bagatela.

Sacó del bolsillo un billete de cien dólares. Se lo entregó a Ramsay sin decir palabra.

–Tal vez eso le enseñe a no ser tan obcecado la próxima vez, mi joven amigo –dijo Ramsay al tomar el billete.

Percibí un temblor en las manos de Mr. Kelada.

La historia se esparció por el barco como hacen las historias, y tuvo que soportar muchas bromas esa noche. Se consideraba todo un triunfo haberlo vencido en algo. Pero Mrs. Ramsay se retiró a su cuarto con un fuerte dolor de cabeza.

Por la mañana me levanté y empecé a rasurarme. Mr. Kelada yacía en su cama fumando un cigarro. De repente escuché el pequeño sonido de un roce y vi una carta que empujaban por debajo de la puerta. Abrí la puerta y miré. No había nadie ahí. Levanté la carta y vi que estaba dirigida a Max Kelada. Estaba escrita en letras negras. Se la entregué.

–¿De quién será? –preguntó al abrirlo-.¡Oh!- exclamó, sacando del sobre no una carta sino un billete de cien dólares. Me miró y se ruborizó. Rompió el sobre y me dijo entregándomelo:

–¿Podría arrojarlos por la ventanilla?

Así lo hice, y entonces observé una velada sonrisa.

–A nadie le gusta que lo vean como un perfecto idiota –dijo.

–Entonces, ¿ las perlas eran legítimas? - le pregunté.

–Si yo tuviera una esposa joven y bonita, como esa no la dejaría pasar un año en Nueva York mientras yo estuviera en Kobe –dijo él.

En ese momento no me era tan antipático del todo Mr. Kelada. Sacó su cartera y puso en ella el billete de cien dólares.

16 de abril de 2009

Una Perla




- Describe la perla por la que arriesgarías tu vida allá en lo hondo - le pedí al joven buceador de pulmones de acero.
- No se como es esa perla - me dijo -, pero puedo describirte la muchacha a quien se la regalaría.

13 de abril de 2009

Franz Kafka y la niña- Cuento


Imagínate a Franz Kafka en una calle de Praga. No, no es Praga, es otra ciudad. Imagínatelo en una calle de Berlín.
En el noviembre de 1923, él y Dora Dymant cambiaron de casa –Grunewaldstrass, 13- y alquilaron dos habitaciones en casa de un médico.
Imagínate a aquel escritor, afectado ya por la tuberculosis, paseando por la calle en una tarde nublada y tranquila.
Una niña llora en la acera. Franz Kafka se acerca a la niña, que oculta su cara bajo mechones pelirrojos. Llora porque ha perdido su muñeca.
-No, no se ha perdido –le dice Franz Kafka. Que no se ha perdido, que no llore, que la muñeca ha tenido que marcharse de viaje y que no se ha despedido de ella porque los adioses son tristes.
-Hace poco me he encontrado con tu muñeca –dice Franz Kafka-, a la salida de la ciudad. Y me ha dicho que te ha escrito.
Imagínate a la niña secándose las lágrimas con las manitas. La niña, desde la profundidad de sus ojos azules, mira al hombre moreno, al extraño mensajero.
El mensajero, Franz Kafka, sube calle arriba con su traje negro y paso lento, para perderse, como el más misterioso de los mensajeros, tras la esquina de la calle.
La niña, durante las semanas siguientes, recibió las cartas de la muñeca, en las que le contaba un viaje extraordinario, cada vez desde más lejos.

1 de abril de 2009

"El Amor, el Individuo y la Pareja"

El árbol del amor (Jardín Botánico de Madrid)

Una vez, hasta la tienda del viejo brujo de la tribu llegaron, tomados de la mano, Toro Bravo, el más valiente y honorable de los jóvenes guerreros, y Nube Alta, la hija del cacique y una de las más hermosas mujeres de la tribu.

- Nos amamos -empezó el joven.
- Y nos vamos a casar -dijo ella.
- Y nos queremos tanto que tenemos miedo.
- Queremos un hechizo, un conjuro, un talismán.
- Algo que nos garantice que podremos estar siempre juntos.
- Que nos asegure que estaremos uno al lado del otro hasta encontrar a Manitú el día de la muerte.
- Por favor -repitieron-, ¿hay algo que podamos hacer?

El viejo los miró y se emocionó de verlos tan jóvenes, tan enamorados, tan anhelantes esperando su palabra.
- Hay algo... -dijo el viejo después de una larga pausa-. Pero no sé... es una tarea muy difícil y sacrificada.
- No importa -dijeron los dos.
- Lo que sea -ratificó Toro Bravo.
- Bien -dijo el brujo-, Nube Alta, ¿ves el monte al norte de nuestra aldea? deberás escalarlo sola y sin más armas que una red y tus manos, y deberás cazar el halcón más hermoso y vigoroso del monte. Si lo atrapas, deberás traerlo aquí con vida el tercer día después de la luna llena. ¿Comprendiste?
La joven asintió en silencio.

- Y tú, Toro Bravo -siguió el brujo-, deberás escalar la montaña del trueno y cuando llegues a la cima, encontrar la más brava de todas las águilas y solamente con tus manos y una red deberás atraparla sin heridas y traerla ante mí, viva, el mismo día en que vendrá Nube Alta... salgan ahora.

Los jóvenes se miraron con ternura y después de una fugaz sonrisa salieron a cumplir la misión encomendada, ella hacia el norte, él hacia el sur... El día establecido, frente a la tienda del brujo, los dos jóvenes esperaban con sendas bolsas de tela que contenían las aves solicitadas.

El viejo les pidió que con mucho cuidado las sacaran de las bolsas. Los jóvenes lo hicieron y expusieron ante la aprobación del viejo los pájaros cazados. Eran verdaderamente hermosos ejemplares, sin duda lo mejor de su estirpe.

- Volaban alto? -preguntó el brujo.
- Sí, sin duda. Cómo lo pediste... ¿y ahora? -preguntó el joven- ¿lo mataremos y beberemos el honor de su sangre?
- No -dijo el viejo.
- Los cocinaremos y comeremos el valor en su carne -propuso la joven.
- No -repitió el viejo-. Hagan lo que les digo. Tomen las aves y átenlas entre sí por las patas con estas tiras de cuero... Cuando las hayan anudado, suéltenlas y que vuelen libres.

El guerrero y la joven hicieron lo que se les pedía y soltaron los pájaros.

El águila y el halcón intentaron levantar vuelo pero sólo consiguieron revolcarse en el piso. Unos minutos después, irritadas por la incapacidad, las aves arremetieron a picotazos entre sí hasta lastimarse.

- Este es el conjuro. Jamás olviden lo que han visto. Son ustedes como un águila y un halcón; si se atan el uno al otro, aunque lo hagan por amor, no sólo vivirán arrastrándose, sino que además, tarde o temprano, empezarán a lastimarse uno al otro. Si quieren que el amor entre ustedes perdure, "vuelen juntos pero jamás atados".