Guy de Maupassant(1850-1893)
¿Fue un sueño? es quizás la más representativa de las historias que, con un ambiente sombrío (parecido al Victor Hugo de "Los miserables"), construye una realidad en la que la relación entre la vida y la muerte es muy estrecha.
Con un estilo puramente pasional, que propone un narrador en primera personal, cronista y a la vez partícipe de la trágica muerte de su amada, Maupassant realiza lo que a priori parecería imposible de hacer en un relato tan corto: introducir un giro narrativo. El amor que el narrador siente por su novia, recientemente fallecida, sólo es una excusa para mostrarnos una subhistoria ciertamente más cruenta, que no desvelaré.
Posee un imponente clímax con el que el lector del siglo XXI recordará fácilmente el videoclip de ‘Thriller’, ese hit musical de Michael Jackson, donde lo tétrico y lo místico se unen para manifestar una verdad reveladora: que las cosas no son lo que parecían, que un fenómeno sobrenatural puede ser terrorífico y a la vez didáctico.
¿Fue Un Sueño?
¿Por qué se ama? ¿Por qué se ama? Cuán extraño es ver un solo ser en el mundo, tener un solo pensamiento en el cerebro, un solo deseo en el corazón y un solo nombre en los labios... un nombre que asciende continuamente, como el agua de un manantial, desde las profundidades del alma hasta los labios, un nombre que se repite una y otra vez, que se susurra incesantemente, en todas partes, como una plegaria.
Voy a contaros nuestra historia, ya que el amor sólo tiene una, que es siempre la misma. La conocí y viví de su ternura, de sus caricias, de sus palabras, en sus brazos tan absolutamente envuelto, atado y absorbido por todo lo que procedía de ella, que no me importaba ya si era de día o de noche, ni si estaba muerto o vivo, en este nuestro antiguo mundo.
Y luego ella murió. ¿Cómo? No lo sé; hace tiempo que no sé nada. Pero una noche llegó a casa muy mojada, porque estaba lloviendo intensamente, y al día siguiente tosía, y tosió durante una semana, y tuvo que guardar cama. No recuerdo ahora lo que ocurrió, pero los médicos llegaron, escribieron y se marcharon. Se compraron medicinas, y algunas mujeres se las hicieron beber. Sus manos estaban muy calientes, sus sienes ardían y sus ojos estaban brillantes y tristes. Cuando yo le hablaba me contestaba, pero no recuerdo lo que decíamos. ¡Lo he olvidado todo, todo, todo! Ella murió, y recuerdo perfectamente su leve, débil suspiro. La enfermera dijo: “¡Ah!” ¡y yo comprendí! ¡Y yo comprendí!
Me consultaron acerca del entierro pero no recuerdo nada de lo que dijeron, aunque sí recuerdo el ataúd y el sonido del martillo cuando clavaban la tapa, encerrándola a ella dentro. ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío!
¡Ella estaba enterrada! ¡Enterrada! ¡Ella! ¡En aquel agujero! Vinieron algunas personas... mujeres amigas. Me marché de allí corriendo. Corrí y luego anduve a través de las calles, regresé a casa y al día siguiente emprendí un viaje.
Ayer regresé a París, y cuando vi de nuevo mi habitación —nuestra habitación, nuestra cama, nuestros muebles, todo lo que queda de la vida de un ser humano después de su muerte—, me invadió tal oleada de nostalgia y de pesar, que sentí deseos de abrir la ventana y de arrojarme a la calle. No podía permanecer ya entre aquellas cosas, entre aquellas paredes que la habían encerrado y la habían cobijado, que conservaban un millar de átomos de ella, de su piel y de su aliento, en sus imperceptibles grietas. Cogí mi sombrero para marcharme, y antes de llegar a la puerta pasé junto al gran espejo del vestíbulo, el espejo que ella había colocado allí para poder contemplarse todos los días de la cabeza a los pies, en el momento de salir, para ver si lo que llevaba le caía bien, y era lindo, desde sus pequeños zapatos hasta su sombrero.
Me detuve delante de aquel espejo en el cual se había contemplado ella tantas veces... tantas veces, tantas veces, que el espejo tendría que haber conservado su imagen. Estaba allí de pie, temblando, con los ojos clavados en el cristal —en aquel liso, enorme, vacío cristal— que la había contenido por entero y la había poseído tanto como yo, tanto como mis apasionadas miradas. Sentí como si amara a aquel cristal. Lo toqué; estaba frío. ¡Oh, el recuerdo! ¡Triste espejo, ardiente espejo, horrible espejo, que haces sufrir tales tormentos a los hombres! ¡Dichoso el hombre cuyo corazón olvida todo lo que ha contenido, todo lo que ha pasado delante de él, todo lo que se ha mirado a sí mismo en él o ha sido reflejado en su afecto, en su amor! ¡Cuánto sufro!
Me marché sin saberlo, sin desearlo, hacia el cementerio. Encontré su sencilla tumba, una cruz de mármol blanco, con esta breve inscripción:
Y para todas estas generaciones de los muertos, para todos los muertos que nos han precedido, aquí no hay apenas nada, apenas nada! La tierra se los lleva, y el olvido los borra. ¡Adiós!
Al final del cementerio, me di cuenta repentinamente de que estaba en la parte más antigua, donde los que murieron hace tiempo están mezclados con la tierra, donde las propias cruces están podridas, donde posiblemente enterrarán a los que lleguen mañana. Está llena de rosales que nadie cuida, de altos y oscuros cipreses; un triste y hermoso jardín alimentado con carne humana.
Yo estaba solo, completamente solo. De modo que me acurruqué debajo de un árbol y me escondí entre las frondosas y sombrías ramas. Esperé, agarrándome al tronco como un náufrago se agarra a una tabla.
Cuando la luz diurna desapareció del todo, abandoné el refugio y eché a andar suavemente, lentamente, silenciosamente, hacia aquel terreno lleno de muertos. Anduve de un lado para otro, pero no conseguí encontrar de nuevo la tumba de mi amada. Avancé con los brazos extendidos, chocando contra las tumbas con mis manos, mis pies, mis rodillas, mi pecho, incluso con mi cabeza, sin conseguir encontrarla. Anduve a tientas como un ciego buscando su camino. Toqué las lápidas, las cruces, las verjas de hierro, las coronas de metal y las coronas de flores marchitas. Leí los nombres con mis dedos pasándolos por encima de las letras. ¡Qué noche! ¡Qué noche! ¡Y no pude encontrarla!
No había luna. ¡Qué noche! Estaba asustado, terriblemente asustado, en aquellos angostos senderos entre dos hileras de tumbas. ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Sólo Tumbas! A mi derecha, a la izquierda, delante de mí, a mi alrededor, en todas partes había tumbas. Me senté en una de ellas, ya que no podía seguir andando. Mis rodillas empezaron a doblarse. ¡Pude oír los latidos de mi corazón! Y oí algo más. ¿Qué? Un ruido confuso, indefinible. ¿Estaba el ruido en mi cabeza, en la impenetrable noche, o debajo de la misteriosa tierra, la tierra sembrada de cadáveres humanos? Miré a mi alrededor, pero no puedo decir cuánto tiempo permanecí allí. Estaba paralizado de terror, helado de espanto, dispuesto a morir.
Súbitamente, tuve la impresión de que la losa de mármol sobre la cual estaba sentado se estaba moviendo. Se estaba moviendo, desde luego, como si alguien tratara de levantarla. Di un salto que me llevó hasta una tumba vecina, y vi, sí, vi claramente como se levantaba la losa sobre la cual estaba sentado. Luego apareció el muerto, un esqueleto desnudo, empujando la losa desde abajo con su encorvada espalda. Lo vi claramente, a pesar de que la noche estaba oscura. En la cruz pude leer:
"Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Amó a su familia, fue bueno y honrado y murió en la gracia de Dios.»
El muerto leyó también lo que había escrito en la lápida. Luego cogió una piedra del sendero, una piedra pequeña y puntiaguda, y empezó a rascar las letras con sumo cuidado. Las borró lentamente, y con las cuencas de sus ojos contempló el lugar donde habían estado grabadas. A continuación con la punta del hueso de lo que había sido su dedo índice, escribió en letras luminosas, como las líneas que los chiquillos trazan en las paredes con una piedra de fósforo:
«Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Mató a su padre a disgustos, porque deseaba heredar su fortuna; torturó a su esposa, atormentó a sus hijos, engañó a sus vecinos, robó todo lo que pudo, y murió en pecado mortal.»
Cuando hubo terminado de escribir, el muerto se quedó inmóvil, contemplando su obra. Al mirar a mi alrededor vi que todas las tumbas estaban abiertas, que todos los muertos habían salido de ellas y que todos habían borrado las líneas que sus parientes habían grabado en las lápidas, sustituyéndolas por la verdad. Y vi que todos habían sido atormentadores de sus vecinos, maliciosos, deshonestos, hipócritas, embusteros, ruines, calumniadores, envidiosos; que habían robado, engañado, y habían cometido los peores delitos; aquellos buenos padres, aquellas fieles esposas, aquellos hijos devotos, aquellas hijas castas, aquellos honrados comerciantes, aquellos hombres y mujeres que fueron llamados irreprochables. Todos ellos estaban escribiendo al mismo tiempo la verdad, la terrible y sagrada verdad, la cual todo el mundo ignoraba, o fingía ignorar, mientras estaban vivos.
Pensé que también ella había escrito algo en su tumba. Y ahora, corriendo sin miedo entre los ataúdes medio abiertos, entre los cadáveres y esqueletos, fui hacia ella, convencido que la encontraría inmediatamente. La reconocí al instante sin ver su rostro, el cual estaba cubierto por un velo negro; y en la cruz de mármol donde poco antes había leído:
Parece que me encontraron al romper el día, tendido sobre la tumba, sin conocimiento.
Ulysses
ResponderBorrarTe deseo un fin de semana que colme tus sueños!!!
Cariños
Ulysses, que bello es leerte y visitarte como disfruto de tus escritos, excelente.
ResponderBorrarBesos.
Excelente el cuento, no habçía leido nada de Guy y la verdad me ha encantado.
ResponderBorrarTengo en casa bel Ami, es uno de esos libros de tapa dura que no sabes quién compró pero que recuerdas desde que eras pequeña en la estantería, jamás me llamó la atención pero creo que gracias a tí ha llegado el momento de abrir sus tapas.
gracias
pues ya tengo estos dos últimos listos para ser leídos en papel... te contaré.
ResponderBorrarbicos,
¡Wow,Ulysses! ¡qué cuento! Nunca había leído nada acerca de este autor que nos narras en este post.Es la primera vez que escucho de él.Creo que narra una gran verdad.Gracias por escribir ésto.
ResponderBorrarSaludos.
NO CONOCIA ESTE AUTOR, INTENTARÉ LOCALIZARLO.
ResponderBorrarSALUDOS
Una belleza lo que compartes...
ResponderBorrarExnte trabajo, amigo.
ResponderBorrarUn placer conocerte
Pasé a echar un ratito de lectura, y a desearte un fin de semana.
ResponderBorrarSaludos!
excelente texto nos presentas
ResponderBorrarsabes en la salida distendida del taller con chelas incluídas hablamos de la importancia de plasmar la fuerza que tiene la juventud para escribir y la urgencia de sus plumas, será que muchos tienden a irse demasiado temprano y pasar a la categoría de Iconos truncados.
Que tengas un bellisimo fin de semanita
echo de menos la originalidad de Ulysses;=))*
ojalá se nos aparezca un post de estos
muakismaukis
Hola amigo!! paso a saludarte y decirte que cuando puedas te pases por la gatera, en ella te he dejado algo, si te apetece lo haces y sino sigues como si nada vale.
ResponderBorrarTe dejo un abrazo cálido como siempre, como muestra de me visita.
he leído este relato y el de Benedetti, voy un poco atrasada... y el de Guy me pareció superbueno, para nada me imaginaba que el relato iba a ir por esos derroteros. Original y muy bien desarrollado el argumento.
ResponderBorrarEl de Benedetti me gustó también pero es más previsible, el final no me sorprendió para nada, aunque es entretenido.
Es una buena idea esta de publicar los relatos, de hecho los estoy impriendo y guardando junto con otros que tengo que me han enviado alguna vez amigos.
Bicos.
Si pretendes que el retrato que tienes en la cabecera del relato es de Guy de Maupassant estás en un error.
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