Me ven ahora

29 de abril de 2012

Wislawa Szymborska / Los dos monos de Brughel


Peter Brueghel el Viejo- Dos Monos.

LOS DOS MONOS DE BRUEGHEL


Así es mi gran sueño del examen final:
en la ventana hay dos monos encadenados
Detrás de la ventana vuela el cielo.
y se baña el mar.

Es el examen de historia de la gente.
Tartamudeo y me confundo.

Con la mirada fija, un mono, irónico me escucha
-el otro como que dormita-,
y, cuando a la pregunta le sigue el silencio,
me sopla la respuesta
con un discreto sonido de cadenas.

Traducción de Gerardo Beltrán.

Llamando al Yeti [1957]

28 de abril de 2012

El poeta y el mundo - Wislawa Szymborska

(Discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura, 1996)

Se dice que en un discurso lo más difícil es siempre la primera frase... Pues ya la dije... Pero presiento que las que siguen van a ser igualmente difíciles, la tercera, la sexta, la décima, hasta la última, ya que debo hablar sobre poesía. Muy raras veces me he expresado acerca de este tema, casi nunca, y siempre con la convicción de que no lo hago muy bien. Por eso mi discurso no va a ser demasiado largo. Toda imperfección resulta más fácil de aguantar si se sirve en pequeñas dosis.

El poeta contemporáneo es escéptico y desconfía incluso -o más bien principalmente- de sí mismo. Con desgano confiesa públicamente que es poeta -como si se tratara de algo vergonzoso. En estos tiempos bulliciosos es más fácil que admitamos los vicios propios, con tal de causar efectos fuertes; mucho más difícil es reconocer las virtudes, ya que están escondidas más profundamente, y hasta uno mismo no cree tanto en ellas. En las encuestas o en los encuentros con amigos ocasionales, cuando el poeta se ve forzado a definir su profesión, acude al término genérico ``escritor'' o al de alguna otra profesión que adicionalmente ejerza. El empleado público o los eventuales compañeros de viaje reciben con cierta perplejidad e inquietud la noticia de que están tratando con un poeta. Sospecho que los filósofos también producen semejante inquietud. No obstante, ellos se encuentran en mejor situación, ya que generalmente pueden adornar su profesión con algún grado académico. Profesor de Filosofía -ya suena mucho más serio.

No existen profesores de poesía, lo que haría suponer que esta actividad requiere de estudios especializados, exámenes presentados en fechas precisas, disertaciones teóricas rematadas con bibliografía y notas y, finalmente, los diplomas recibidos con solemnidad. Todo esto, a su vez, significaría que para graduarse de poeta no bastarían las hojas de papel, aun cuando estuvieran llenas de excelentes versos, sino que se necesitaría, sobre todo, un papel con sello y firma. Recordemos que justamente ésta fue la razón por la que condenaron al destierro a Josef Brodsky, orgullo de la poesía rusa, quien más tarde fue galardonado con el Premio Nobel. A Brodsky se le clasificó como ``parásito'', por no contar con un certificado oficial que le permitiera ser poeta... Hace un par de años tuve el honor y la alegría de conocerlo en persona. Me di cuenta de que solamente a él, entre todos los poetas que he conocido, le gustaba llamarse a sí mismo ``poeta''; pronunciaba esta palabra sin conflictos internos y hasta con cierta desafiante desenvoltura. Pienso que se debía al recuerdo de las violentas humillaciones que sufrió en su juventud.

En países más dichosos, donde la dignidad humana no es transgredida tan fácilmente, los poetas, obviamente, quieren ser publicados, leídos y entendidos, pero ya no hacen nada o casi nada en su vida cotidiana para destacar entre la gente. Sin embargo, hace poco, en las primeras décadas de nuestro siglo, a los poetas les gustaba escandalizar con su ropa extravagante y con un comportamiento excéntrico. Aquellos no eran más que espectáculos para el público, ya que siempre tenía que llegar el momento en que el poeta cerraba la puerta, se quitaba toda esa parafernalia: capas y oropeles, y se detenía en el silencio, en espera de sí mismo frente a una hoja de papel en blanco, que en el fondo es lo único que importa.

Hay algo que resulta muy característico. Continuamente se filman películas biográficas sobre grandes científicos y artistas. La tarea de los directores más ambiciosos es mostrar en forma verosímil el proceso creativo que condujo a importantes descubrimientos científicos o a la creación de grandes obras de arte. Se puede, con aceptables resultados, mostrar el trabajo de algunos científicos: laboratorios, instrumentos diversos y aparatos puestos en marcha logran por unos momentos mantener la atención de los espectadores. Además, resultan muy dramáticas las escenas de suspenso, cuando un experimento repetido miles de veces logró dar finalmente, merced a una mínima modificación, con el resultado tan esperado. Espectaculares pueden ser las películas sobre pintores, ya que es posible reconstruir todas las fases de creación de un cuadro -desde la primera raya hasta la última pincelada. Las películas sobre los compositores se llenan con su música: desde los primeros compases, que el creador escucha en su interior, hasta la obra madura ya terminada y repartida entre varios instrumentos. Todo sigue siendo muy ingenuo y no dice nada sobre el extraño estado de ánimo que se conoce comúnmente como inspiración, pero por lo menos hay algo para ver y oír.

El peor de los casos es el de los poetas. Su trabajo resulta irremediablemente poco fotogénico. Uno permanece sentado a la mesa o acostado en un sofá, con la vista inmóvil, fija en un punto de la pared o en el techo; de vez en cuando escribe siete versos, de los cuales, después que transcurre un cuarto de hora, va a quitar uno y de nuevo pasa una hora en la que no ocurrirá nada_ ¿Qué clase de espectador podría soportar una cosa semejante?

He mencionado la inspiración. A la pregunta de qué cosa es, suponiendo que algo sea, los poetas contemporáneos responden de modo evasivo. Y no porque nunca hayan sentido los beneficios de este impulso interior, más bien se debe a otra causa: no es fácil explicar a los demás algo que ni siquiera se comprende bien.

Yo misma he evadido el asunto cuando me lo han preguntado. Y contesto lo siguiente: la inspiración no es privilegio exclusivo de los poetas ni de los artistas en general. Hay, hubo, habrá siempre un número de personas en quienes de vez en cuando se despierta la inspiración. A este grupo pertenecen los que escogen su trabajo y lo cumplen con amor e imaginación. Hay médicos así, hay maestros, hay también jardineros y centenares de oficios más. Su trabajo puede ser una aventura sin fin, a condición de que sepan encontrar en él nuevos desafíos cada vez. Sin importar los esfuerzos y fracasos, su inquietud no desfallece. De cada problema resuelto surge un enjambre de nuevas preguntas. La inspiración, cualquier cosa que sea, nace de un perpetuo ``no lo sé''.

La gente así es bastante escasa. La mayoría de los habitantes de esta tierra trabaja porque necesita conseguir los medios de subsistencia, trabaja porque no le queda de otra. No fueron ellos quienes por pasión escogieron su trabajo, son las circunstancias de la vida las que escogen por ellos. El trabajo mal querido, el trabajo que aburre, es respetado únicamente porque no resulta accesible para todos, y está situación constituye una de las más penosas desgracias humanas. No se vislumbra que los siglos venideros traigan un cambio feliz al respecto.

Así pues, tengo derecho a decir que aunque le estoy escamoteando a los poetas el monopolio de la inspiración, de cualquier manera los coloco en un grupo reducido de elegidos por la suerte.

En este punto pueden surgir ciertas dudas en los oyentes, si consideran que a los diversos verdugos, dictadores, fanáticos, demagogos que luchan por el poder con ayuda de un par de consignas gritadas en tono muy alto, también les gusta su trabajo y también lo llevan a cabo celosamente. Cierto, pero ellos sí ``saben''. Saben, y lo que saben una sola vez les basta para siempre. Ya no tienen curiosidad por saber más, puesto que podría debilitarse su fuerza de argumentación. De modo que cualquier tipo de saber del que no surgen preguntas muy pronto fenece, pierde la temperatura propicia para la vida. En casos extremos, como es bien conocido en la historia antigua y contemporánea, puede resultar mortalmente amenazador para las sociedades.

Por lo anterior, estimo altamente estas dos pequeñas palabras: ``no sé''. Pequeñas, pero dotadas de alas para el vuelo. Nos agrandan la vida hasta una dimensión que no cabe en nosotros mismos y hasta el tamaño en el que está suspendida nuestra Tierra diminuta. Si Isaac Newton no se hubiera dicho ``no sé'', las manzanas en su jardín podrían seguir cayendo como granizo, y él, en el mejor de los casos, solamente se inclinaría para recogerlas y comérselas. Si mi compatriota María Sklodowska-Curie no se hubiera dicho ``no sé'', probablemente se habría quedado como maestra de química en un colegio para señoritas de buena familia y en este trabajo, por otra parte muy decente, se le hubiera ido la vida. Pero siguió repitiéndose ``no sé'' y justo estas palabras la trajeron dos veces a Estocolmo, donde se otorgan los premios Nobel a personas de espíritu inquieto y en búsqueda constante.

También el poeta, si es un verdadero poeta, tiene que repetirse perpetuamente ``no sé''. Con cada verso intenta responder, pero en el momento en que pone el punto final, le asaltan las dudas y empieza a advertir que su respuesta es temporal y en ningún caso satisfactoria. Entonces prueba otra vez y otra vez, para que a las sucesivas muestras de su insatisfacción consigo mismo los historiadores de la literatura las sujeten con un clip enorme para denominarlas ``La Obra''.

A veces fantaseo con situaciones inverosímiles. Me imagino, por ejemplo, en mi osadía, que tengo la oportunidad platicar con Eclesiastés, autor de un lamento estremecedor sobre la vanidad de todas las empresas humanas. Me habría inclinado muy hondamente ante él, ya que es -por lo menos para mí- uno de los poetas más importantes. Pero luego lo habría cogido de la mano: ``Nada hay nuevo bajo el sol'', has escrito, Eclesiastés. Sin embargo, Tú mismo has nacido nuevo bajo el sol. Y el poema que has creado también es nuevo bajo el sol, ya que antes de Ti nadie lo había escrito. Y nuevos bajo el sol son tus lectores, puesto que los que vivieron antes que Tú no te podían leer. Y el ciprés, en cuya sombra te sentaste, no crece aquí desde el principio del mundo. Le dio origen otro ciprés, semejante al tuyo, pero no en todo igual. Y además te quisiera preguntar, Eclesiastés, ¿qué desearías escribir, ahora, de nuevo bajo el sol? ¿Algo con qué completar tus ideas, o tal vez tienes la tentación de negar algunas de ellas? En tu poema anterior concebiste también la alegría, y ¿qué hay del hecho de que resulte ser tan pasajera? ¿Tal vez sobre ella va a tratar tu nuevo poema bajo el sol? ¿Tienes ya algunos apuntes o primeros esbozos? Pues no dirás ``ya he escrito todo, no tengo nada que añadir''. Esto no lo puede decir ningún poeta, y mucho menos uno tan grande como Tú.

El mundo, a pesar de cualquier cosa que podamos pensar sobre él, espantados por su inmensidad y nuestra impotencia ante él, amargados por su indiferencia frente a los sufrimientos particulares de la gente, de los animales y tal vez de las plantas -ya que ¿de dónde proviene la certeza de que las plantas están libres de sufrimientos?-; a pesar de cualquier cosa que pensemos sobre sus espacios atravesados por la radiación de las estrellas, alrededor de las cuales se empieza a descubrir algunos planetas -¿ya muertos?, ¿todavía muertos?, no se sabe-; a pesar de cualquier cosa que pensáramos sobre este teatro inmenso, para el cual tenemos un billete de entrada pero su vigencia es ridículamente corta, limitada por dos fechas decisivas; a pesar de no sé qué cosa más que pudiéramos pensar sobre este mundo: es asombroso.

Pero en la expresión "`asombroso'' se esconde una trampa lógica. Nos causa asombro lo que sobresale de la norma conocida y comúnmente aceptada, de una obviedad a la cual estamos acostumbrados. Pues bien, un mundo así, obvio, no existe. Nuestro asombro es autónomo y no procede de ninguna comparación de ningún tipo.

De acuerdo, en el habla cotidiana, la cual no recapacita sobre cada palabra, usamos expresiones como ``la vida común'', ``los acontecimientos comunes''... Sin embargo, en la lengua de la poesía, donde se pesa cada palabra, ya nada es común. Ninguna piedra y ninguna nube sobre esa piedra. Ningún día y ninguna noche que le suceda. Y sobre todo, ninguna existencia particular en este mundo.

Todo indica que los poetas tendrán siempre mucho trabajo.


© The Nobel Foundation
Traducción: Krystyna Libura y Arturo Viveros

Fuente:  "Wislawa Szymborska - Nobel Lecture". Nobelprize.org. 19 Apr 2012 http://www.nobelprize.org/nobel_prizes/literature/laureates/1996/szymborska-lecture.html

24 de abril de 2012

Lia Karavia / Lo que motiva mi silencio



Lo que motiva mi silencio

El que os habléis con tal belleza
es lo que motiva mi silencio, Pablo Neruda,
Yanis Ritsos, Langston Jius.
Sin embargo, hago una excepción esta noche
porque vosotros no habéis visto a mi amado
con torso desnudo en el claro de luna
las espaldas de mármol
los brazos de dura luz
el largo cuello de cisne
vosotros no habéis escuchado su tierno suspiro
que ensancha su tórax de guerrero mítico
y no seria justo
dejar que se deslice este momento en el olvido
sin hacer elogio de tal valentía.


“La señal”, (1973)

23 de abril de 2012

DIA DEL LIBRO - La Biblioteca de Babel Jorge Luis Borges

Jorge Luis Borges

La Biblioteca de Babel


By this art you may contemplate the
variation on 23 letters...

The Anatomy of Melancholy
part. 2,  sect. II, mem. IV.

El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente.
La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos.
Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito... La luz procede de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente, incesante
Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por la baranda; mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que es infinita.
Yo afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que las salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de nuestra intuición del espacio. Razonan que es inconcebible una sala triangular o pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: La Biblioteca es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible.
A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta letras de color negro. También hay letras en el dorso de cada libro; esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento, a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero rememorar algunos axiomas.
El primero: La Biblioteca existe ab aeterno. De esa verdad cuyo colorario inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable puede dudar. El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos; el universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir la distancia que hay entre lo divino y lo humano, basta comparar estos rudos símbolos trémulos que mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con las letras orgánicas del interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas.
El segundo: El número de símbolos ortográficos es veinticinco. Esa comprobación permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la Biblioteca y resolver satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la naturaleza informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi padre vio en un hexágono del circuito quince noventa y cuatro, constaba de las letras MCV perversamente repetidas desde el renglón primero hasta el último. Otro (muy consultado en esta zona) es un mero laberinto de letras, pero la página penúltima dice Oh tiempo tus pirámides. Ya se sabe: por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano... Admiten que los inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales, pero sostienen que esa aplicación es casual y que los libros nada significan en sí. Ese dictamen, ya veremos no es del todo falaz.)
Durante mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables correspondían a lenguas pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los primeros bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora; es verdad que unas millas a la derecha la lengua es dialectal y que noventa pisos más arriba, es incomprensible. Todo eso, lo repito, es verdad, pero cuatrocientas diez páginas de inalterables M C V no pueden corresponder a ningún idioma, por dialectal o rudimentario que sea. Algunos insinuaron que cada letra podía influir en la subsiguiente y que el valor de MCV en la tercera línea de la página 71 no era el que puede tener la misma serie en otra posición de otra página, pero esa vaga tesis no prosperó. Otros pensaron en criptografías; universalmente esa conjetura ha sido aceptada, aunque no en el sentido en que la formularon sus inventores.
Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior dio con un libro tan confuso como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaban redactadas en portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el idioma: un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico.
También se descifró el contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un bibliotecario de genio descubriera la ley fundamental de la Biblioteca. Este pensador observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del alfabeto. También alegó un hecho que todos los viajeros han confirmado: No hay en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos.
De esas premisas incontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basilides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito.
Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo se habló mucho de las Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de encontrar su Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los corredores estrechos, proferían oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los libros engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por los hombres de regiones remotas. Otros se enloquecieron... Las Vindicaciones existen (yo he visto dos que se refieren a personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero.
También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la multiforme Biblioteca habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos... Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he visto en el desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una escalera sin peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con el bibliotecario; alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca de palabras infames. Visiblemente, nadie espera descubrir nada.
A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran letras y símbolos, hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos libros canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes severas. La secta desapareció, pero en mi niñez he visto hombres viejos que largamente se ocultaban en las letrinas, con unos discos de metal en un cubilete prohibido, y débilmente remedaban el divino desorden.
Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles. Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético, se debe la insensata perdición de millones de libros. Su nombre es execrado, pero quienes deploran los "tesoros" que su frenesí destruyó, negligen dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es tan enorme que toda reducción de origen humano resulta infinitesimal. Otro: cada ejemplar es único, irreemplazable, pero (como la Biblioteca es total) hay siempre varios centenares de miles de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una coma. Contra la opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de las depredaciones cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el horror que esos fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los libros del Hexágono Carmesí: libros de formato menor que los naturales; omnipotentes, ilustrados y mágicos.
También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro. En algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él.
Durante un siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo infinito... En aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años. No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a los dioses ignorados que un hombre—¡uno solo, aunque sea, hace miles de años!—lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se justifique.
Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción. Hablan (lo sé) de "la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira". Esas palabras que no sólo denuncian el desorden sino que lo ejemplifican también, notoriamente prueban su gusto pésimo y su desesperada ignorancia.
En efecto, la Biblioteca incluye todas las estructuras verbales, todas las variaciones que permiten los veinticinco símbolos ortográficos, pero no un solo disparate absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los muchos hexágonos que administro se titula Trueno peinado, y otro El calambre de yeso y otro Axaxaxas mlö. Esas proposiciones, a primera vista incoherentes, sin duda son capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa justificación es verbal y, ex hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar unos caracteres

dhcmrlchtdj

que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba que no esté llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el nombre poderoso de un dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta epístola inútil y palabrera ya existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los incontables hexágonos—y también su refutación. (Un número n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo biblioteca admite la correcta definición ubicuo y perdurable sistema de galerías hexagonales, pero biblioteca es pan o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?).
La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo, han diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana—la únicaTraducción de Laura Manero y Verónica Canales— está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta.
Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos pueden inconcebiblemente cesar—lo cual es absurdo. Quienes lo imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza.(*)

Mar del Plata, 1941


* Letizia Álvarez de Toledo ha observado que la vasta Biblioteca es inútil; en rigor, bastaria un solo volumen, de formato común, impreso en cuerpo nueve o en cuerpo diez, que constara de un número infinito de hojas infinitamente delgadas. (Cavalieri a principios del siglo XVII, dijo que todo cuerpo sólido es la superposición de un número infinito de planos.) El manejo de ese vademécum sedoso no sería cómodo: cada hoja aparente se desdoblaría en otras análogas; la inconcebible hoja central no tendría revés.






El Jardín de Senderos que se Bifurcan

22 de abril de 2012

Delmore Schwartz (EEUU, 1913-1966)


Baudelaire

Cuando me quedo dormido, y hasta cuando duermo,
Escucho, con bastante claridad, voces diciendo
Frases completas, lugares comunes y triviales
Que no tienen relación con mis asuntos.

Querida madre: ¿Nos queda algo de tiempo
Para ser felices? Mis deudas son enormes.
Mi cuenta de banco es tema de juicio en la corte,
No se nada. No puedo saber nada.
He perdido la capacidad de hacer un esfuerzo.
Pero ahora como antes mi amor por ti aumenta
Siempre tienes piedras que arrojarme, siempre:
Es verdad, desde la niñez.

Por primera vez en mi larga vida
soy casi feliz. El libro, casi terminado,
parece casi bueno. Perdurará, un monumento
a mis obsesiones, mi odio, mi disgusto.

Deudas e inquietudes persisten y me debilitan.
Satán se desliza ante mí, diciendo con dulzura:
"Descansa un día!" "Puedes descansar y divertirte hoy.
Trabajarás esta noche". Cuando llega la noche,
Mi mente aterrorizada por el retraso,
Aburrida por la tristeza, paralizada por la impotencia,
Promete: "Mañana: Trabajaré mañana".
Mañana la misma comedia tiene lugar
Con la misma resolución, la misma debilidad.

Estoy harto de esta vida de habitaciones amuebladas.
Estoy harto de tener gripes y dolores de cabeza.
Conoces mi extraña vida: Cada día trae
Su cuota de ira. Apenas conoces
La vida del poeta, querida madre: Debo escribir poemas,
La más fatigosa de las ocupaciones.

Estoy triste esta mañana. No me lo reproches.
Te escribo desde un café cerca del correo,
Entre el golpe de las bolas de billar, el tintineo de los platos,
El latido de mi corazón. Me pidieron que escriba
"Una historia de la caricatura". Me pidieron que escriba
"Una historia de la escultura". ¿Escribiré una historia
De las caricaturas de las esculturas tuyas en mi corazón?

Aunque te cueste incontable agonía
Aunque no lo creas necesario,
Y dudes que la suma sea la adecuada,
Por favor, envíame el dinero necesario por lo menos para tres semanas.

Baudelaire
When I fall asleep, and even during sleep,
I hear, quite distinctly, voices speaking
Whole phrases, commonplace and trivial,
Having no relation to my affairs.

Dear Mother, is any time left to us
In which to be happy? My debts are immense.
My bank account is subject to the court’s judgment.
I know nothing. I cannot know anything.
I have lost the ability to make an effort.
But now as before my love for you increases.
You are always armed to stone me, always:
It is true. It dates from childhood.

For the first time in my long life
I am almost happy. The book, almost finished,
Almost seems good. It will endure, a monument
To my obsessions, my hatred, my disgust.

Debts and inquietude persist and weaken me.
Satan glides before me, saying sweetly:
“Rest for a day! You can rest and play today.
Tonight you will work.” When night comes,
My mind, terrified by the arrears,
Bored by sadness, paralyzed by impotence,
Promises: “Tomorrow: I will tomorrow.”
Tomorrow the same comedy enacts itself
With the same resolution, the same weakness.

I am sick of this life of furnished rooms.
I am sick of having colds and headaches:
You know my strange life. Every day brings
Its quota of wrath. You little know
A poet’s life, dear Mother: I must write poems,
The most fatiguing of occupations.

I am sad this morning. Do not reproach me.
I write from a café near the post office,
Amid the click of billiard balls, the clatter of dishes,
The pounding of my heart. I have been asked to write
“A History of Caricature.” I have been asked to write
“A History of Sculpture.” Shall I write a history
Of the caricatures of the sculptures of you in my heart?

Although it costs you countless agony,
Although you cannot believe it necessary,
And doubt that the sum is accurate,
Please send me money enough for at least three weeks.

Schwartz, en su poema, había hecho un admirable trabajo de collage; toda la pieza está construida sobre extractos literales de las cartas de Baudelaire a su madre.

JARDÍN BOTÁNICO Adam Zagajewski

Adam Zagajewski
Metasequoia


Adam Zagajewski es ya un clásico contemporáneo. Pocos escritores poseen su lúcida inteligencia y su capacidad de observación con tal economía de estilo.

JARDÍN BOTÁNICO

En el Jardín Botánico de Cracovia
me topé con un árbol asiático
de nombre Metasequoia de la China -un hermoso árbol
de hojas puntiagudas y planas-.
¿Por qué metasequoia y no simplemente secuoya?

¿La metasequoia crece más allá de sí misma?
¿Se eleva por encima de los otros árboles?
¿Incluso las plantas han empezado a utilizar
la jerga misteriosa
de los sabios?

20 de abril de 2012

MATAR UN ELEFANTE George Orwell


MATAR UN ELEFANTE

En Moulmein, en la Baja Birmania, fui odiado por un gran número de personas; se trató de la única vez en mi vida en que he sido lo bastante importante para que me ocurriera eso. Era subcomisario de la policía de la ciudad y allí, de un modo carente de objeto y trivial, el sentimiento antieuropeo era enconado. Nadie tenía agallas para promover una revuelta, pero si una mujer europea paseaba sola por los bazares, seguro que alguien le escupía jugo de betel al vestido. Como policía, yo era un blanco evidente y me atormentaban siempre que parecía seguro hacerlo. Si un ágil birmano me ponía la zancadilla en el campo de fútbol y el árbitro (otro birmano) hacía la vista gorda, la multitud estallaba en sardónicas risas. Eso sucedió más de una vez. Al final, los socarrones rostros amarillos de los chicos que me encontraba por todas partes, los insultos que me proferían cuando estaba a suficiente distancia, me alteraron los nervios. Los jóvenes monjes budistas eran los peores. En la ciudad los había a millares y ninguno parecía tener más ocupación que apostarse en las esquinas y mofarse de los europeos.

Todo esto era desconcertante y molesto. Por aquel entonces yo había decidido que el imperialismo era un mal y que cuanto antes me deshiciera de mi trabajo y lo dejara, mejor. En teoría — y en secreto, por supuesto — estaba totalmente a favor de los birmanos y totalmente en contra de sus opresores, los británicos. En cuanto al trabajo que desempeñaba, lo odiaba con mayor encono del que tal vez logre expresar. En una ocupación como ésa se presencia de cerca el trabajo sucio del imperio. Los desgraciados prisioneros hacinados en las jaulas malolientes de los calabozos, los rostros grises y atemorizados de los convictos con condenas más largas, las nalgas laceradas de los hombres que han sido azotados con cañas de bambú; todo eso me oprimía con un insoportable cargo de conciencia. Pero no podía ver la dimensión real de las cosas. Era joven, no tenía muchos estudios y me había visto obligado a meditar mis problemas en el absoluto silencio que le es impuesto a todo inglés en Oriente. Ni siquiera sabía que el Imperio Británico agoniza, y menos aún que es muchísimo mejor que los imperios más jóvenes que van a sustituirlo. Todo cuanto sabía era que me encontraba atrapado entre el odio al imperio al que servía y la rabia hacia las bestiecillas malintencionadas que intentaban hacerme el trabajo imposible. Una parte de mí pensaba en el Raj británico como en una tiranía inquebrantable, un yugo impuesto por los siglos de los siglos a la voluntad de pueblos sometidos; otra parte de mí pensaba que la mayor dicha imaginable sería hundir una bayoneta en las tripas de un monje budista. Sentimientos como éstos son los efectos normales del imperialismo; que se lo pregunten si no a cualquier oficial angloindio, si se lo puede pescar cuando no está de servicio.

Un día sucedió algo que, de forma indirecta, resultó esclarecedor. En sí fue un incidente minúsculo, pero me proporcionó una visión más clara de la que había tenido hasta entonces de la auténtica naturaleza del imperialismo, de los auténticos motivos por los que actúan los gobiernos despóticos. A primera hora de la mañana, el subinspector de una comisaría del otro extremo de la ciudad me llamó por teléfono y me dijo que un elefante estaba arrasando el bazar. ¿Sería tan amable de acudir y hacer algo al respecto? No sabía qué podía hacer yo, pero quería ver lo que ocurría, así que me monté en un poni y me puse en marcha. Me llevé el rifle, un viejo Winchester del 44 demasiado pequeño para matar un elefante, pero pensé que el ruido me sería útil para asustarlo. Varios birmanos me detuvieron por el camino y me contaron las andanzas del animal. Por supuesto, no se trataba de un elefante salvaje, sino de uno domesticado con un ataque de «furia». Lo habían encadenado, como hacen siempre que un elefante domesticado va a tener un ataque de «furia», pero la noche anterior había roto las cadenas y se había escapado. Su mahaut, la única persona que sabía cómo tratarlo cuando estaba en aquel estado, había salido en su busca, pero había errado el camino y se encontraba a doce horas de viaje. Por la mañana, el elefante había irrumpido de pronto en la ciudad. La población birmana no tenía armas y se veía bastante indefensa ante el animal. Ya había destrozado la choza de bambú de alguien; había matado una vaca, asaltado varios puestos de fruta y devorado la mercancía; también se había encontrado con el furgón municipal de la basura y, nada más bajar el conductor de un salto y poner pies en polvorosa, había volcado el vehículo y arremetido violentamente contra él.

El subinspector birmano y algunos agentes de policía indios me estaban esperando en el barrio en que había sido visto el elefante. Se trataba de un barrio muy pobre, un laberinto de sórdidas chozas de bambú con tejados de palma que se extendía sobre la escarpada ladera de una colina. Recuerdo que era una mañana nublada, bochornosa, al principio de la estación de las lluvias. Empezamos a interrogar a la gente acerca de qué dirección había tomado el elefante y, como de costumbre, no logramos obtener ninguna información concreta. Eso es lo que ocurre en Oriente sin excepción; una historia siempre parece estar clara a cierta distancia, pero, cuanto más te acercas al lugar de los hechos, más confusa se vuelve. Algunas personas decían que el elefante se había ido en una dirección, otras afirmaban que había tomado una dirección distinta, otras manifestaban no haber oído hablar siquiera de ningún elefante. A punto estaba de creer que toda la historia no era más que una sarta de mentiras cuando oímos unos gritos no muy lejos de allí. Fue un berrido agudo y horrorizado de: «¡Fuera de ahí, niño! ¡Fuera de ahí enseguida!», y una vieja con una vara en la mano apareció de detrás de una choza, espantando con violencia a un montón de niños desnudos. La seguían algunas mujeres más, haciendo chascar la lengua y dando voces; era evidente que había algo que los niños no deberían haber visto. Rodeé la choza y vi el cadáver de un hombre que yacía extendido sobre el fango. Era un indio, un culí drávida negro, medio desnudo; no podía llevar muerto muchos minutos. La gente decía que, de repente, al doblar la esquina de la choza, el elefante se había abalanzado sobre él, lo había agarrado con la trompa, le había puesto la pata sobre la espalda y lo había enterrado en el suelo. Era la estación de las lluvias, el terreno estaba blando y su cara había dibujado una zanja de dos palmos de hondo y un par de metros de largo. Estaba boca abajo con los brazos en cruz y la cabeza bruscamente torcida hacia un lado. Tenía el rostro cubierto de fango, los ojos desorbitados, los dientes a la vista y apretados en una mueca de insoportable tormento. (Por cierto, que nadie me diga jamás que los muertos tienen una expresión apacible. La mayoría de cadáveres que he visto tienen un aspecto infernal.) La fricción de la pata de la enorme bestia le había arrancado la piel de la espalda con la misma pulcritud con que se desuella un conejo. En cuanto vi al muerto mandé a un ordenanza a la casa cercana de un amigo en busca de un rifle para elefantes. Ya había enviado de vuelta el poni, porque no quería que enloqueciera de miedo y me tirara al suelo si olía el animal.

El ordenanza regresó al cabo de unos minutos con un rifle y cinco cartuchos. Mientras tanto habían llegado algunos birmanos y nos habían dicho que el elefante se encontraba en los arrozales de más abajo, a sólo unos cientos de metros. Al emprender la marcha, casi toda la población del barrio salió de sus casas y me siguió en tropel. Habían visto el rifle y exclamaban emocionados que iba a matar el elefante. No habían mostrado mucho interés en el animal cuando se limitaba a arrasar sus hogares, pero era diferente ahora que lo iban a matar. Para ellos se trataba de un momento de diversión, igual que lo habría sido para un público inglés. Además, querían la carne. Aquello me hizo sentir un poco incómodo. No tenía intención de matarlo -tan sólo había ordenado que trajeran el rifle para defenderme en caso de necesidad- y siempre resulta enojoso que te siga una multitud. Me dirigí colina abajo, con apariencia y sensación de idiota, el rifle echado al hombro y un creciente ejército de personas empujándose tras de mí. Una vez abajo, cuando las chozas quedaban atrás, había un camino de grava y, más allá, una lodosa extensión de arrozales de casi un kilómetro de ancho, aún sin arar, pero empapada por las primeras lluvias y salpicada de malas hierbas. El elefante estaba a unos ocho metros del camino, dándonos el flanco izquierdo. No le hizo ningún caso a la multitud que se acercaba. Arrancaba manojos de hierba, los golpeaba contra las rodillas para limpiarlos y luego se los llevaba a la boca.

Me había detenido en el camino. En cuanto vi el elefante tuve la absoluta certeza de que no debía matarlo. Matar un elefante útil para el trabajo es algo serio —es comparable a destruir una máquina enorme y cara— y claro está que no debe hacerse si hay forma de evitarlo. Además, a aquella distancia, comiendo apaciblemente, el elefante no parecía más peligroso que una vaca. Pensé entonces, y pienso ahora, que el ataque de «furia» ya se le estaba pasando, en cuyo caso se limitaría a vagar de forma inofensiva hasta que regresara el mahaut y lo capturara. Es más, no tenía la menor intención de dispararle. Decidí que lo observaría durante un rato para asegurarme de que no volvía a enloquecer y luego me iría a casa.

Sin embargo, en aquel momento miré alrededor, a la multitud que me había seguido. Era un grupo numeroso, de al menos unas dos mil personas, y crecía a cada minuto. Bloqueaba un largo tramo del camino en ambas direcciones. Contemplé ese mar de rostros amarillos sobre los ropajes chillones; semblantes felices y exaltados por ese instante de diversión, convencidos de que iba a matar el elefante. Me miraban como habrían mirado a un prestidigitador a punto de realizar un truco. Yo no les gustaba, pero con el rifle mágico entre las manos valía la pena mirarme por un momento. Y de repente me di cuenta de que al final tendría que matarlo. La gente esperaba que lo hiciera y debía hacerlo; sentí sus dos mil voluntades empujándome a actuar, de modo irresistible. Y fue en ese instante, estando ahí con el rifle en las manos, cuando comprendí por primera vez la vacuidad, la futilidad del dominio del hombre blanco en Oriente. Ahí estaba yo, el hombre blanco con su rifle, ante la multitud nativa desarmada, el presunto protagonista de la obra; pero, en realidad, no era más que una absurda marioneta manipulada por la voluntad de aquellos rostros amarillos que tenía detrás. Entendí en ese momento que, cuando el hombre blanco se vuelve un tirano, es su propia libertad la que destruye. Se convierte en una especie de monigote hueco y afectado, la figura estereotipada de un sahib. Porque es condición de su gobierno pasar la vida intentando impresionar a los «nativos», y por eso en cualquier crisis debe hacer lo que los «nativos» esperan de él. Se pone una máscara, y su rostro acaba por adaptarse a ella. Tenía que matar el elefante. Me había comprometido a hacerlo cuando mandé a buscar el rifle. Un sahib debe actuar como tal; debe parecer resuelto, saber lo que piensa y tomar decisiones. Haber recorrido todo ese camino, rifle en mano, con dos mil personas desfilando tras de mí, y alejarme luego sin más, sin haber hecho nada... no, eso era imposible. La multitud se reiría de mí. Y toda mi vida, la vida de todo hombre blanco en Oriente, era una larga lucha para evitar que se rieran de uno.

Sin embargo, no quería matar el elefante. Lo contemplé mientras golpeaba su manojo de hierba contra las rodillas, con ese aire de abuela ensimismada que tienen los elefantes. Me parecía que matarlo sería un asesinato. A mi edad no tenía ningún reparo en matar animales, pero nunca había disparado contra un elefante ni había tenido nunca ganas de hacerlo. (No sé por qué siempre parece peor matar un animal grande.) Además, había que tener en cuenta a su dueño. Vivo, el elefante valía por lo menos cien libras; muerto, sólo valdría lo que dieran por sus colmillos, quizá cinco libras. Pero debía actuar con rapidez. Me dirigí hacia unos birmanos que parecían tener cierta experiencia y que ya estaban allí cuando llegamos, y les pregunté cómo se había comportado el elefante. Todos respondieron lo mismo: no te hacía ningún caso si lo dejabas en paz, pero podía atacar si te acercabas demasiado.

Tenía perfectamente claro lo que debía hacer. Debía acercarme, digamos, a unos veinticinco metros del elefante para poner a prueba su comportamiento. Si atacaba, podía disparar; si no me prestaba atención, resultaría seguro dejarlo tranquilo hasta que regresara el mahaut. Sin embargo, también sabía que no iba a hacer tal cosa. No era muy bueno con el rifle y el suelo era un fango blando en el que te hundías a cada paso. Si el elefante atacaba y erraba el tiro, tendría más o menos las mismas posibilidades que un sapo bajo una apisonadora. Pero ni siquiera entonces pensaba especialmente en mi pellejo, sólo en los atentos rostros amarillos que tenía detrás. Y es que, en aquel momento, con la multitud observándome, no sentía miedo de la forma habitual, como lo habría sentido de haberme encontrado solo. Un hombre blanco no debe asustarse en presencia de «nativos»; y por eso, en general, no se asusta. Lo único que podía pensar era que, si algo salía mal, aquellos dos mil birmanos me verían perseguido, atrapado, pisoteado y convertido en un cadáver con una mueca en la cara como aquel indio en lo alto de la colina. Y, si eso llegaba a ocurrir, era bastante probable que unos cuantos se rieran. No podía ser.

Sólo quedaba una alternativa. Cargué los cartuchos en la recámara y me eché al suelo en mitad del camino para apuntar mejor. La multitud se quedó en silencio e innumerables gargantas exhalaron un suspiro profundo, grave, emocionado, como el del público que ve por fin alzarse el telón en el teatro. Después de todo, iban a tener su instante de diversión. El rifle era un hermoso artefacto alemán con mira de precisión. Por aquel entonces no sabía que para matar un elefante hay que disparar trazando una línea imaginaria de un oído a otro. Por lo tanto, ya que el elefante se encontraba de lado, debí haber apuntado directamente a un oído; en realidad, apunté varios centímetros por delante, pensando que el cerebro estaría algo avanzado.

Cuando apreté el gatillo no oí la detonación ni sentí el culatazo —eso nunca sucede si el disparo da en el blanco—, pero sí escuché el infernal rugido de júbilo que se alzó de la multitud. En aquel instante, en un lapso de tiempo demasiado breve, habría cabido pensar, incluso para que la bala llegara a su destino, un cambio misterioso y terrible le sobrevino al elefante. No se movió ni cayó, pero se alteraron todas las líneas de su cuerpo. De pronto pareció abatido, encogido, inmensamente viejo, como si el horrible impacto de la bala lo hubiese paralizado sin derribarlo. Al final, después de un rato que pareció larguísimo —me atrevería a decir que pudieron haber sido cinco segundos— le fallaron las rodillas y cayó con flaccidez. Babeaba. Una enorme senilidad pareció apoderarse de él. Podría haberse imaginado que tenía miles de años. Volví a dispararle en el mismo lugar. Al segundo impacto no se desplomó sino que se puso en pie con desesperada lentitud y se mantuvo débilmente erguido, con las patas temblorosas y la cabeza gacha. Realicé un tercer disparo. Ése fue el que acabó con él. Pudo verse cómo la agonía le sacudía todo el cuerpo y le arrebataba las últimas fuerzas de las patas. Al caer, no obstante, pareció por un momento que se levantaba, ya que mientras las patas traseras se doblegaban bajo su peso, se irguió igual que una gran roca al despeñarse, con la trompa apuntando hacia el cielo como un árbol. Barritó, por primera y única vez. Y entonces se vino abajo, con el vientre hacia mí, y produjo un estrépito que pareció sacudir el suelo incluso donde yo estaba tumbado.

Me levanté. Los birmanos ya me habían rebasado y se apresuraban a cruzar el lodazal. Era evidente que el elefante no volvería a levantarse, pero no estaba muerto. Respiraba de forma muy acompasada, con largos y sonoros jadeos, el enorme bulto de su flanco subía y bajaba con dolor. Tenía la boca muy abierta; alcancé a ver las profundas cavernas rosa pálido de la garganta. Esperé durante largo tiempo a que muriera, pero su respiración no se debilitaba. Por último descargué los dos tiros que me quedaban en el lugar donde pensé que estaría el corazón. La sangre espesa manó como terciopelo rojo, pero siguió sin morir. Ni siquiera se estremeció cuando lo alcanzaron los disparos, su torturada respiración continuó sin pausa. Se estaba muriendo, muy despacio y con gran agonía, pero en un mundo alejado de mí en el que ni siquiera una bala podía hacerle ya daño. Sentí que debía poner fin a aquel espantoso sonido. Era espantoso ver a la enorme bestia allí tumbada, incapaz de moverse y, aun así, incapaz de morir, y no lograr siquiera acabar con ella. Mandé a buscar mi rifle pequeño y le descerrajé un tiro tras otro en el corazón y por la garganta. No parecieron causar ningún efecto. Los torturados jadeos continuaron con tanta regularidad como el tictac de un reloj.

Al final no pude soportarlo por más tiempo y me marché. Más tarde oí que había tardado media hora en morir. Los birmanos acarreaban dagas y cestos incluso antes de que me fuese, y me contaron que por la tarde ya lo habían despojado de la carne casi hasta los huesos.


Después, cómo no, hubo interminables conversaciones sobre la muerte del elefante. El dueño estaba furioso, pero no era más que un indio y no pudo hacer nada. Además, según la ley yo había hecho lo correcto, ya que a un elefante loco hay que matarlo, como a un perro loco, si su dueño no consigue dominarlo. Entre los europeos hubo división de opiniones. Los mayores me dieron la razón, los más jóvenes dijeron era una auténtica lástima sacrificar un elefante por haber matado a un culí, porque un elefante era más valioso que cualquiera de esos dichosos culís coringhee. Y después me alegré mucho de que el culí hubiese muerto; así la ley me ponía de su lado y me daba el pretexto suficiente para matar el elefante. A menudo me pregunté si alguno de ellos se dio cuenta de que lo había hecho sólo para evitar parecer un idiota.

Traducción de Laura Manero y Verónica Canales

19 de abril de 2012

Eugenio Montejo- DURA MENOS UN HOMBRE QUE UNA VELA..

Dura menos un hombre que una vela

DURA MENOS UN HOMBRE QUE UNA VELA..

Dura menos un hombre que una vela 
pero la tierra prefiere su lumbre 
para seguir el paso de los astros. 
Dura menos que un árbol, 
que una piedra, 
se anochece ante el viento más leve, 
con un soplo se apaga. 
Dura menos un pájaro, 
que un pez fuera del agua, 
casi no tiene tiempo de nacer, 
da unas vueltas al sol y se borra 
entre las sombras de las horas 
hasta que sus huesos en el polvo 
se mezclan con el viento, 
y sin embargo, cuando parte 
siempre deja la tierra más clara.

¿QUIÉN NO RECUERDA A NOÉ Y LA PALOMA? Lars Forsell

Edward Hicks (1780-1849)

¿QUIÉN NO RECUERDA A NOÉ Y LA PALOMA?

¿Quién no recuerda a Noé y la paloma
que volvió con una rama de olivo en el pico?
Pero ¿quién entre los laicos recuerda
que él primero mandó un cuervo?

¿Qué vio el cuervo?
Él vio y encontró lo que estaba buscando:
Nada.

Nada. Cadáveres flotando
barcos sin remos, agua, decaimiento.
Ese fue el mensaje del cuervo.

Y hoy, sábado, él trajo la palabra
de un ramo de humanos harapientos,
viejos, muchachas, niños
acorralados a lo largo de los caminos
para llevarlos lejos, a casa, o lejos de casa,
sin saber a dónde.

Bodas con Dios--Lars Forssel--Äktenskap med Gud, Antología y traducciones de Homero Aridjis y Pierre Zekeli...
Ediciones El Tucán de Virginia.

 Génesis 8:7 y envió un cuervo, el cual salió, y estuvo yendo y volviendo hasta que las aguas se secaron sobre la tierra.

17 de abril de 2012

La oreja de Van Gogh - Lars Forsell

La oreja de van Gogh


La oreja de Van Gogh

Van Gogh corta su oreja
la envuelve en una toalla
lentamente coloreada de rojo
y la manda
a ti

¿Qué vas a hacer con esta evidencia
de amor locura tristeza?
¿La arrojarás con disgusto a las llamas
de tu chimenea?

¿O al bote de basura
o la ocultarás, quizás con un poco de orgullo,
en una cajita?

A mí me parece, tanto como esta oreja existe,
escuchar, siempre escuchar
la luz de los manizales crueles

y lo estático del sol sin remordimientos

Bodas con Dios--Lars Forssel--Äktenskap med Gud, Antología y traducciones de Homero Aridjis y Pierre Zekeli.
Ediciones El Tucán de Virginia.

16 de abril de 2012

Wislawa Szymborska / Momento en Troya



Momento en Troya

Pequeñas chiquillas
flacas y sin fe
en que las pecas desaparezcan de sus mejillas,

que no atraen la atención de nadie,
caminando sobre los párpados del mundo,

parecidas a papá o a mamá,
y sinceramente espantadas por ello,

a la hora de la comida,
a la hora de la lectura,
cuando están frente al espejo,
en ocasiones son raptadas y llevadas a Troya.

En los grandes guardarropas de un-abrir-y-cerrar-de-ojos
se transforman en hermosas Helenas.

Suben por escaleras reales
entre susurros de admiración y de largas colas.

Se sienten ligeras. Saben que
la hermosura es descanso,
que el habla toma el sentido de la boca
y los gestos se esculpen solos
en una negligencia inspirada.
Sus caritas,
que bien valen la expulsión de los embajadores griegos,
se alzan con orgullo sobre los cuellos
dignos de ser sitiados.

Los morenazos de las películas,
los hermanos de sus amigas,
el maestro de dibujo,
ay, todos morirán.

Las pequeñas chiquillas
desde la torre de la sonrisa
contemplan la catástrofe.

Las pequeñas chiquillas,
se encogen de hombros
en un embriagador rito de hipocresía.

Pequeñas chiquillas,
sobre un fondo de devastación
con una diadema de ciudad en llamas
con aretes de lamento universal en los oídos.

Pálidas y sin una lágrima.
Saciadas con el espectáculo. Triunfales.
Tristes sólo por el hecho
de que hay que regresar.

Pequeñas chiquillas,
que regresan.

WISLAWA SZYMBORSKA

Traducción de Abel Murcia
Sal [1962]

La chilena


Ramón Unzaga inventó la jugada, en la cancha del puerto chileno de Talcahuano: con el cuerpo en el aire, de espaldas al suelo, las piernas disparaban la pelota hacia atrás, en un repentino vaivén de hojas de tijera.
Pero esta acrobacia se llamó "la chilena" unos cuantos años después, en 1927, cuando el club Colo-Colo viajó a Europa, y el delantero David Arellano la exhibió en los estadios de España. Los periodistas españoles celebraron el esplendor de la desconocida cabriola, y la bautizaron así porque de Chile había venido, con las fresas y la cueca.
Después de varios goles volanderos, Arellano murió en aquel año, en el estadio de Valladolid, por un encontronazo fatal con un zaguero.

Eduardo Galeano ( Uruguay, 1940)
Tomado de " Fútbol a sol y sombra "

15 de abril de 2012

Wislawa Szymborska / En la torre de Babel

Pieter Brughel (el Viejo) Torre de Babel


Uno de los mas bellos poemas de amor, aparentemente sencillo y comprensible y sin embargo inusualmente complejo en lo que al significado y al lenguaje poético se refiere este poema. Está escrito en forma de dialogo entre un hombre y una mujer, al parecer procedentes de la Torre de Babel. Oímos solo voces, la torre hace tiempo que debió haber desaparecido y ellos, es decir, sus voces, hablan de cosas importantes, poco importantes, de celos, de la catástrofe de la torre. ¿les oímos a través del aire?, ¿del tiempo?.

Es un bello y extraño poema erótico. Una nueva interpretación de la Torre de Babel. El amor, como la existencia, tiene su vertiente alegre y trágica o, simplemente triste. Y siempre se trata de uno de los aspectos del universo, de la vida, lo cual no quiere decir que no sea un sentimiento muy intenso.

 EN LA TORRE DE BABEL


¿Qué hora es? —Sí, soy feliz,
y sólo me falta una campanilla al cuello
que suene encima de ti cuando estés dormido.
¿Entonces, no has oído la tormenta? El viento ha sacudido
el muro;
la torre ha bostezado, como un león, con su gran puerta
de goznes chirriantes. —¿Cómo? ¿Lo has olvidado?
Yo llevaba un sencillo vestido gris
abrochado en el hombro. —E inmediatamente después
el cielo se rompió en mil destellos. —Cómo iba a entrar
si no estabas solo. —Vi de repente
los colores anteriores a la existencia de la vista. —Lástima
que no me lo puedas jurar. —Tienes razón,
probablemente fue un sueño. —¿Por qué mientes,
por qué me llamas con su nombre,
la amas todavía? —Oh, sí, me gustaría
que te quedaras conmigo. —No siento rencor,
tendría que haberlo imaginado.
¿Sigues pensando en él? —No, no estoy llorando.
¿ Y eso es todo? —A nadie como a ti.
Por lo menos eres sincera. —Puedes estar tranquilo,
me iré de la ciudad. —Puedes estar tranquila,
me iré de esta ciudad. —Tienes unas manos tan preciosas…
Es una vieja historia, el filo pasó
sin lesionar el hueso. —No hay de qué,
querido, no hay de qué. —No sé,
ni quiero saber, qué hora es.


Traducción de Abel A. Murcia
Sal [1962]

13 de abril de 2012

Wislawa Szymborska / Las mujeres de Rubens

Rubens
El juicio de Paris  Rubens

LAS MUJERES DE RUBENS


Titánides, fauna femenina,
desnudas como estruendo de toneles.
Hacen su nido en lechos aplastados
y duermen con la boca abierta en forma de chillido.

Sus pupilas han huido hacia el fondo
y penetran al interior de sus glándulas
desde las que gotea levadura como sangre.

Hijas del barroco. Se infla la masa en la artesa,
se llenan de vapor los baños, se ruborizan los vinos,
por el cielo galopan nubes de cochinillos,
relinchan las trompetas ante el peligro físico.

¡Oh acalabazadas, oh excesivas,
duplicadas al rechazar los vestidos,
triplicadas por la impetuosidad de la pose,
grasosos platillos de amor!

Sus flacas hermanas se levantaron antes,
antes de que alboreara en el cuadro.

Y nadie las vio avanzar en fila
por la parte trasera del lienzo.

Desterradas del estilo. Con las costillas contadas,
y pies y manos que parecen de ave.

Con sus omóplatos salidos intentan
levantar el vuelo.

El siglo trece les daría un fondo dorado.
El veinte, una pantalla a color.
El diecisiete, en cambio,
nada tiene que ofrecer a los palos de escoba.

Pues hasta el cielo es protuberante,
protuberantes los ángeles y protuberante dios:
un bigotudo Febo que en un corcel
sudoroso irrumpe en una alcoba hirviente.

Traducción Gerardo Beltrán

Sal [1962]

10 de abril de 2012

Cuento Hiperbreves - José de la Colina



Mitologías revisitadas

Teseo
Días y noches y años dando vueltas con la espada oxidándosele en la mano buscó al monstruo en el Laberinto y murió de hambre y fatiga sin que llegara a saber que allí no había más monstruo que el mismo Laberinto.

______________________________________________________________________



Sentimiento del tiempo

El bufón de Francisco I de Francia, Triboulet, sabiéndose amenazado de muerte por un cortesano al que había ofendido con una de sus rudas bromas, acudió al rey a implorar protección.
—No te preocupes —le dijo el rey—, si alguien osara ponerte una mano encima, será ahorcado una hora después.
Y Triboulet respondió:
—Sire, yo os agradecería que lo hiciérais ahorcar una hora antes.

9 de abril de 2012

Kafka ocho veces plagiado - José de la Colina



Los detectives culturales han descubierto que algunos de los más célebres y digamos clásicos autores plagiarios (valga el oxímoron) son tan buenos técnicos del género que pueden actuar prescindiendo de la cronología y manifestarse más allá de la página impresa. Hemos tenido la buena fortuna de recibir algunos de los textos por ellos detectados.

La Metamorfosis, por El Espíritu Santo


En uno de los momentos del principio Dios inventó al hombre. Y vio Dios que eso no era bueno. Y dijo Dios: “Hágase la metamorfosis.” Y despertó el hombre convertido en escarabajo. Y se dijo Dios: “Tal vez esto tampoco sea bueno, pero es más divertido.”

La Metamorfosis, por Chuang Zu


Gregorio Samsa soñó que era un escarabajo y no sabía al despertar si era Gregorio Samsa que había soñado ser un escarabajo o un escarabajo que había soñado ser Gregorio Samsa.

La Metamorfosis, por Shakespeare


Ser o no ser. Ser escarabajo feliz o ser Gregorio Samsa infeliz: he ahí el dilema.

La Metamorfosis, por Cervantes


En un barrio de Praga de cuyo nombre no quiero acordarme vivía un joven viajante de comercio de los de corbata nunca bien anudada y camisa manchada de sopa de fideo, quien en los meses en que, como de costumbre, no vendía, pasaba las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio leyendo libros de entomología, de modo que vino a dar en el más extraño pensamiento en que jamás dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, para escapar al fisco y a los acreedores, convertirse en un escarabajo.

La Metamorfosis, por Lewis Carroll


Alicia vio al señor K, convertido en escarabajo y moviendo las patas sin parar.
—Oh, es terrible —dijo Alicia—. ¿No te sientes mal, acaso?
El escarabajo se atusó el bigote (último resto del señor K) y dijo:
—Me alegra tu visita, niña. Así podremos celebrar mis veintinueve o treinta o treintaiún o quién sabe cuántos nocumpleaños de este mes.
—No es de personas bien educadas cambiar de conversación —replicó Alicia.
—Vete, niña tonta —contrarreplicó el escarabajo—. Lo importante no es cambiar de conversación sino cambiar de interlocutor.

La Metamorfosis, transcrita por Sigmun Freud


Gracias doctor por ofrecerme el diván, que es bien acogedor y además con su exquisita blandura incita a que uno afloje al subconsciente. Tiene usted razón, para un psicótico como yo no hay nada como regalarse con una buena sesión de psicoanálisis. Perdone usted la agitación de mis patas, es que estoy nervioso, y bueno, creo que lo mejor es que ya de una vez le diga cuál es mi problema. Resulta doctor que yo, un escarabajo muy racional y decente, a cada rato tengo la pesadilla de que, horror, me he convertido en un monstruoso señor que es viajante de comercio y dice llamarse Gregorio Samsa ¡Ay doctor, ¿no será que sufro de complejo de inferioridad?

La Metamorfosis, por La de la Voz


La de la voz desea hacer constar ante el señor juez que reconoce que ella mató a su esposo Gregorio Samsa, apodado Goyo el Salsa, pero no lo hizo ni por instinto asesino ni por sucios intereses, sino porque ya estaba cansada de sufrir jaloneos y moquetes y hasta patadas a todas horas del día, y que todos los fines de semana el tal Goyo llegaba a la madrugada muy tomado de sus tanguarnises y que cuando la de la voz le solicitaba el dinero para el gasto del humilde hogar, él le sorrajaba una paliza a la de la voz, que es mujer que, la mera verdad, aunque otra cosa digan los moretones que muestra, no nació para ser mujer sufrida, y que ya el colmo fue cuando una noche el tal Goyo, o séase el hoy occiso, llegó ebrio hasta las manitas y ya tumbado en la cama se puso a sufrir del delirium tremens, y gritaba todo espantado diciendo que estaba volviéndose escarabajo, y que entonces la de la voz, aprovechó la ocasión (que la pintan calva, ¿no?) y agarró un periódico y lo enrolló y entonces, ¡zas!, que Dios perdone a la de la voz, pero sí, eso hizo: de una vez aplastó al escarabajo del tal Goyo para que el canijo hijo de su escarabaja madre no sea desconsiderado ni abusivo y de una vez aprenda a respetar a la de la voz.

La Metamorfosis, en “El Aviso Oportuno”


Hombre de 28 años, con mediano sueldo de viajante de comercio, con aspecto y hábitos de escarabajo, busca escarabaja joven, bonita y hacendosa pero sin grandes ambiciones de carácter monetario. Escribir a Gregorio Samsa, calle Kafka número 1001, apartamento 1001, Praga.

6 de abril de 2012

Provelengios, Aristomenis El mar: El regreso

Provelengios, Aristomenis, Poemas antiguos y nuevos: Mar, Librería Estía de G. Kasdonis, Atenas, 1896, pp. 291 – 294.





Ship, Konstantinos Volanakis

Con lágrimas me despido de ti, pequeña patria mía,
de ti que duermes en un fresco mar azul
donde los vientos te mecen.
¡De ti que te golpea eternamente una ola navegante
que rompe plateada en tus altas costas
donde las espumas te rocían!
¡Oh, recíbeme en las calmas colinas donde corra,
donde beba tu dulce luz, donde beba olores,
sintiendo alrededor mío ángeles,
que llegan de aquellos años viejos
y que vuelan con sus doradas alas aquí en el solaz
con santas, ocultas canciones!
Se torna blanca entre el verdor de las ramas nuestra casa.
¡Ah, cómo brinca y salta en el pecho el corazón
que vuelve a lo pasado!
¡Qué sueños y recuerdos en mi alma despiertan!
Así en la llanura los pájaros se levantan, dan vueltas,
en el paso del hombre sorprendidos.
Aquí la luz del sol encontré una vez,
aquí sentí por vez primera la dicha de esta tierra,
mi primera lágrima se desbordó.
Aquí acerqué por primera vez a mis mejillas el agua interminable
y corrí aquí y brinqué, como un vivaz niñito,
entre la isleña naturaleza.
Ahí está todavía nuestro gran y permanente moral,
donde de niño me mecí en sus fuertes ramas
y extendí sobre mí su sombra.
Él me despertaba dulcemente el suave pecho
y me enseñó a cantar mi primera canción
con su murmullo escondido.
Enyerbada sigue en pie la escuela desierta,
sus paredes se desquebrajaron ya por su vejez,
anidan ahora murciélagos
ahí donde los niñitos daban vida al pueblo
e iluminaba, como flores de jardín,
tantas pequeñas dichas y esperanzas.
Todavía florecía la palmera frente a la iglesia,
donde cortábamos los ramos, límpidos en el rocío.
Sobre su techo viejo
las golondrinas construyen, como otrora, los nidos,
y veo sus imágenes antiguas todavía,
que besaba con mi boca floreciente.
También el viejo molino sigue en pie,
lo veo y observo que no ha dejado de girar desde el antiguo tiempo
con sus alas todas blancas.
¡Alrededor de mí, el mar! ¡Frente a mis ojos
como vistosa pintura se abre, abarcando
desde los peñascos hasta las estrellas!
Balsas entre las olas surcan apacibles.
¡Oh, qué anhelo me llevaba hacia lugares lejanos,
como si pudiera verlos todavía como de niño!
Otra vez los veo; sueños no tengo en el corazón.
Vi el mundo y deseo a una región de tu arena
volver con el cuerpo cansado.
Me despido de ti con lágrimas, pequeña patria mía,
hada del Blanco mar, novia del rocío
e hija amada del viento del norte.
Tú que me llenaste de canciones el alma,
llévate hoy mi pobre canción que sale sonora
de un corazón conmovido.

Traducción: Alejandro Aguilar

5 de abril de 2012

Myrtiotissa (1885 – 1968)

ΑΦΙΕΡΩΜΑ ΣΤΗ ΜΥΡΤΙΩΤΙΣΣΑ

Myrtiotissa (1885 – 1968)



Myrtiotissa (pseudónimo literario de Theoni Drakopoulou) nació en el suburbio Bebeki de Constantinopla. Su padre fue diplomático y seis años después del nacimiento de Theoni, fue nombrado cónsul general de Grecia en la entonces Creta bajo la posesión turca, donde se mudó junto con su padre. Después de permanecer dos años en la isla, se establecieron permanentemente en Atenas, donde Theoni estudió en la Facultad Hill de Plaka. Desde su edad escolar tuvo inclinación hacia la poesía y el teatro. Formó parte de presentaciones amadoras de drama antiguo y colaboró con la Nueva Escena de Konstantinos Christomanou. Después de un pequeño lapso de descanso de su ocupación con el teatro, debido a la oposición de su familia, continuó sus estudios dramáticos en París (Escuela Dramática Estatal), donde se estableció después de su matrimonio con Spyros Pappás, con el cual tuvo un hijo, Giorgos, el cual siguió su carrera en el teatro griego. A Grecia regresó después de algunos años, al término de su extenso matrimonio, y trabajó como profesora en el conservatorio de Atenas. Determinante para su expresión poética fundó su acercamiento y amor con el poeta Lorenzo Mavili. Después de la dramática muerte de éste en la batalla de Driskos en 1912, Myrtiótissa volvió su mirada hacia su viejo amor expresando su dolor. En 1919 circuló su primera compilación poética con el título "Canciones". Importante también para su vida fue la profunda amistad que la acercó a Kostis Palamás, quien se volvió su guía. Fue homenajeada con premios estatales de poesía (en 1932 por los Regalos de amor y en 1939 por Gritos). Después de la pérdida temprana de su hijo, editó el libro Giorgos Pappás en su infancia (1962). Murió en Atenas. La poesía de Myrtiótissa está dominada por un potencial lirismo, mientras que entre sus temas se destacan la naturaleza y el binomio amor-muerte.

(Fuente: Archivo de Literatos Griegos)

Te amo

¡Te amo, no puedo

otra cosa decir

más profunda ni más simple

ni más grande!


Frente a tus pies aquí

con anhelo extiendo

la flor de muchas hojas

de mi vida.


Mis dos manos, aquí están…

Te las ofrezco atadas

para que asientes dulcemente

tu cabeza.


Y mi corazón salta

y todo mi celo pide

que todo esto se vuelva para ti

una almohada.


¡Ay abejita mía, bebe

de estos dulces y delicados aromas

de mi alma!


¡Te amo, no puedo

otra cosa decir

más profunda ni más simple

ni más grande!


Los pasos


Los pasos, tus pasos

conocidos y amados que están perdidos.

He echado de menos tus palabras,

tus ojos, tus dos manos.


También he tenido sed de tus besos

que ya me zahieren como cuchillos.

Cuando recuerdo tus pasos,

repentinamente se queman las estrellas.

Me encuentro entre tus brazos.

Los pasos, tus pasos.


Los pasos, tus pasos,

entre mis sueños asustados,

llegan a mí.

He olvidado tus palabras,

tus ojos, tus dos manos.


También he tenido sed de tus besos

que ya me zahieren como cuchillos.

Cuando recuerdo tus pasos,

repentinamente se queman las estrellas.

Me encuentro entre tus brazos.

Los pasos, tus pasos.


En mi soledad

         I

Clavaste tus ojos divinos

en mis ojos, un día de ensueño,

tiró de ti la profunda melancolía

que hace su nido en ellos, misteriosa.



Tu mano fuerte, ¡oh encanto!

Me conduce a toda cima

y alrededor de mi desgraciada vida

tejía una vida inimaginable.



Ahora, muda, llena de desesperación

busco, noche y día cansada

en los libros de la muerte,

tu alma enigmática.



            II

Ni mi dolor te atrapa

ni tampoco mis lágrimas,

todos los días te vas lejos

y cada vez más lejos de mí.



Envuelto entre las nubes

y la niebla, ay de mí,

no te distingue claramente

mi mirada empañada.



Y si te perdieras de mí a todos lados,

mi Amor doloroso,

irán las alas de mi alma,

irá también la joya de mi corazón…



III

¡Oh, alejada y bella alma!

Entre la absoluta calma en que caminas

desde nuestra vida pasada

parece que nada recuerdas.



Pero yo que espero la salvación,

y la salvación no viene hacia mí,

¿qué sería yo sin el dolor

y sin recordarte a Ti?



IV

¿Qué más, querido mío, pides de mi,

que estás de pie triste frente a mi figura,

si mi corazón, si tu alma,

- aunque estés muerto – se inundan de Ti?



Tus canciones divinas una a una

las vive cada noche mi voz cantora,

se volvieron ellas mi única oración.

¡Suave oración, nacida de Ti!



¿Por qué me miras con ojos tristes?

Enciendo tu lámpara, mi propia alma,

y día a día expande mi vida

hacia Ti, sus rosas empalidecidas…



V

En la ventana

y frente a mí,

el árbol seco,

mi compañía.



Tanto la fuerte y repentina llovizna

que cae

como la oscuridad

entran en mí.



Tus palabras suenan

como vacías en mi interior,

oscurecido,

mi pensamiento.



Muda ya en el ruido

del mundo

como una rota

vieja guitarra…



VI

Alguna vez fui

con mi alma

a una dulce isla mía

de ensueño.



Todo, como antes:

Bosques, costas,

olían intensamente

las naranjas.



Olivos, junto con

los cipreses

y como niditos

las iglesias.



Te volví a encontrar

¡Qué dicha! Dicha mía,

¡Qué alegría

en mi corazón!



VII

¡Noche, luna,

y tú frente a mí,

vivo,

muerto Amor mío!



Algo me muestra

tu divino dedo:

a veces la ola,

a veces una estrella.



Te digo: ¡Mi amor,

cuánto te tardaste!

¿Qué podría ya

darte?



Me dices: ¡Mi luz

te iluminará

y mi vida sin materia

te adornará!



Y caminamos…

Y la luna

nos corona -

¡dicha celestial!



De repente te pierdo…

¡Y frente a mí,

el árbol seco,

mi compañía!



Ahora que otra vez comenzó…



Ahora que otra vez comenzó el divino sosiego

a esparcir lentamente dentro de mí un rocío aromático,

mi pensamiento nostálgicamente regresa al pasado,

y del amargo vaso del recuerdo vuelve a beber.



Y anclo nuevamente en la isla de los olivos dorados

y de los ricos y profundamente verdes cipreses.

Ahí está mi dulce pueblo y las pueblerinas

que bajan la montaña con sus leves cuerpos.



Y yo contigo doy una vuelta en las laderas y en los bosques,

y escalo en las altas e inexploradas cimas,

toda nuestra se volvió la encantadora creación

dándonos inimaginables dichas de ensueño.



¿Pero de veras me encontraba cerca de ti?

¿La agüita cristalina que me diste de la fuente?

¿Me tranquilizó tu sombra? ¿Me calentó tu presencia?

¿Me humedeció tu amor como el amanecer a los pájaros?



¿En verdad estuve contigo? ¿Mi mano ha apretado

tu mano? De tus ojos salía esa luz

que iluminaba mis ojos; habías ahogado mi anhelo,

¡y despertabas mi adoración como un dios antiguo!



Visión tú, cantante, y visión, la costa,

visión también, la isla bañada de sol.

Y la guerra de cuento, dragón de dos cabezas,

¡oh Muerte! Miedo infantil también tú.



Pero todo es sueño, y si todo es mentira

aun nuestra muda y nocturna despedida,

y tu última vestimenta que parecía como sangra,

y lo dorado, y la espada cuando estabas vivo,



¡mentira, todo mentira! También aquél día,

el día cruel, en que vinieron dolorosamente a decirme

que moriste, que te extinguiste heroicamente allá

y que nunca nuestros ojos se volverían a ver…



Me decían consuelos, pero yo me encerraba en mí,

era como si el tiempo y la vida se hubieran detenido,

por eso no podía decir lo que sentía ni si me dolía,

las palabras se apagaban dentro de mí y se volvían respiro.



Y cuando me encontré sola en la oscuridad de la noche

demoró todavía más la verdad en iluminarme,

y se había mostrado ya el amanecer como si yo ya hubiera conocido el Ades,

como si me hubiera despellejado, gritado, cansado mi pecho…



Ahora que otra vez comenzó el sosiego divino

a esparcir en mí un rocío aromático,

ahora que sé saborear el apacible dolor

sin agacharme hacia la tierra como un doblado Sauce,

te pondré escondido en el fondo de mi alma

¡ahí donde no cabe más dolor y son conocidos los sufrimientos!



(Fuente: Las llamas amarillas [trad. Alejandro Aguilar], Ed. Grammata, Alejandría, 1925)