Me ven ahora

30 de enero de 2010

Adiós Mamá

descansa Mamá

29 de enero de 2010

Un fragmento de 'El guardián entre el centeno" J.D. Salinger

Jerome David Salinger (Nueva York, 1 de enero de 1919 – Cornish, Nuevo Hampshire, 27 de enero de 2010) fue un escritor estadounidense conocido principalmente por su novela El guardián entre el centeno (The Catcher in the Rye en inglés), que se convirtió en un clásico de la literatura moderna estadounidense casi desde el mismo momento de su publicación, en 1951. Las mentes ágiles y poderosas de hombres perturbados y la capacidad redentora que los niños tienen en las vidas de estos es uno de los temas principales de las obras de Salinger. El autor falleció a los 91 años de causas naturales y sin sufrir ningún tipo de dolor en el momento de su muerte.



The Catcher in the Rye

"Si realmente quieres que te lo cuente seguramente lo primero que vas a querer saber es dónde nací y cuán jodida era mi niñez y de qué se ocupaban mis padres antes de tenerme y todo esa mierda al estilo David Copperfield, pero realmente no me dan ganas meterme en esos temas, si quieres saber la verdad. En primer lugar, ese tipo de cosas me aburre, y en el segundo lugar mis padres tendrían dos hemorragias -uno cada uno- si contara cosas muy personales sobre ellos. Son bastante sensibles sobre ese tipo de cosas, especialmente mi padre. Son simpáticos y todo eso -no estoy diciendo que no- pero también son sensibles como el carajo. Además, no te voy a contar toda mi condenada autobiografía ni nada por el estilo. Solamente te contaré sobre unas cosas de demente que me pasaron alrededor de las navidades pasadas justo antes que me quedé un poco a mal traer y tuve que venir acá y tomármela tranquilo. Quiero decir, eso es todo que le conté a D.B y él es mi hermano y todo. El está en Hollywood. Eso no está tan lejos de este maldito lugar, y él viene y me visita casi todas las semanas. El me va a llevar en auto a casa la semana que viene cuando me vaya de este lugar el mes que viene, tal vez. Acaba de comprarse un Jaguar. Uno de esos autos ingleses que pueden llegar a hacer 100 millas por hora. Le costó como cuatro mil putos dólares. Pero tiene mucha guita ahora. Antes no. Antes era un escritor normal (...)".

El guardián entre el centeno

If you really want to hear about it, the first thing you'll probably want to know is where I was born, and what my lousy childhood was like, and how my parents were occupied and all before they had me, and all that David Copperfield kind of crap, but I don't feel like going into it, if you want to know the truth. In the first place, that stuff bores me, and in the second place, my parents would have about two hemorrhages apiece if I told anything pretty personal about them. They're quite touchy about anything like that, especially my father. They're nice and all-I'm not saying that-but they're also touchy as hell. Besides, I'm not going to tell you my whole goddam autobiography or anything. I'll just tell you about this madman stuff that happened to me around last Christmas just before I got pretty run-down and had to come out here and take it easy. I mean that's all I told D.B. about, and he's my brother and all. He's in Hollywood. That isn't too far from this crumby place, and he comes over and visits me practically every week end. He's going to drive me home when I go home next month maybe. He just got a Jaguar. One of those lithe English jobs that can do around two hundred miles an hour. It cost him damn near four thousand bucks.

28 de enero de 2010

Frenesí de William Drummond



«Una dama sentía tal frenesí por cierto predicador llamado Mr. Dod, que le pidió a su marido que le permitiese acostarse con él a fin de procrear un ángel o un santo; el permiso fue dado, pero el parto fue normal.

27 de enero de 2010

Paul Auster Relato


Hace tres veranos, encontré una carta en mi buzón. Venía en un gran sobre blanco y estaba dirigida a alguien cuyo nombre no conocía: Robert M. Morgan, de Seattle, Washington. En la Oficina de Correos habían estampado en el anverso del sobre varios sellos: Desconocido, A su procedencia. Habían tachado a pluma el nombre del señor Morgan, y al lado alguien había escrito: “No vive en esta dirección”. Trazada con la misma tinta azul, una flecha señalaba la esquina superior izquierda del sobre, junto a las palabras "Devolver al remitente”. Suponiendo que la Oficina de Correos había cometido un error, comprobé la esquina superior izquierda para ver quién era el remitente. Allí, para mi absoluta perplejidad, descubrí mi propio nombre y mi propia dirección. No sólo eso, sino que estos datos estaban impresos en una etiqueta de dirección personal (una de esas etiquetas que se pueden encargar en paquetes de doscientas). La ortografía de mi nombre era correcta, la dirección era mi dirección, pero el hecho era (y lo sigue siendo) que nunca he tenido ni he encargado en mi vida un paquete de etiquetas con mi dirección impresa.

Dentro del sobre había una carta mecanografiada a un solo espacio que empezaba así: “Querido Robert: en respuesta a tu carta del 15 de julio de 1999 debo decirte que, como otros autores, a menudo recibo cartas sobre mi propia obra”. Luego, en un estilo rimbombante y pretencioso, plagado de citas de filósofos franceses y rebosante de vanidad y autosatisfacción, el autor de la carta elogiaba a Robert por las ideas que había desarrollado sobre uno de mis libros en un curso universitario sobre novela contemporánea. Era una carta despreciable, la clase de carta que jamás se me hubiera ocurrido escribirle a nadie, y, sin embargo, estaba firmada con mi nombre. La letra no se parecía a la mía, pero eso no me consolaba. Alguien estaba intentando hacerse pasar por mí, y, por lo que sé, lo sigue intentando.

Un amigo me sugirió que era un ejemplo de “arte por correo”. Sabiendo que la carta no podía llegarle a Robert Morgan (puesto que tal persona no existe), en realidad el autor de la carta me estaba enviando a mí sus comentarios. Pero esto hubiera implicado una confianza injustificada en el Servicio de Correos, y dudo que alguien que se ha dado el trabajo de encargar en mi nombre etiquetas de dirección y de ponerse a escribir una carta tan arrogante y altisonante pudiera dejar algo al azar. ¿O sí? Quizá los perversos listillos de este mundo creen que todo saldrá siempre como ellos quieren.

Tengo pocas esperanzas de resolver algún día este pequeño misterio. El bromista ha borrado hábilmente sus huellas, y no ha vuelto a dar señales de vida. Lo que no acabo de entender de mi propia actitud es que nunca he tirado la carta, aunque sigue dándome escalofríos cada vez que la miro. Un hombre sensato la habría tirado a la basura. En vez de eso, por razones que no comprendo, la conservo en mi mesa de trabajo desde hace tres años, y he dejado que se convirtiera en un objeto más, permanente, entre mis plumas, cuadernos y gomas de borrar. Quizá la conservo como un monumento a mi propia locura. Quizá sea el medio de recordarme que no sé nada, que el mundo en el que vivo no dejará nunca de escapárseme.

Paul Auster, El Cuaderno Rojo

26 de enero de 2010

En busca del tiempo perdido- Marcel Proust- Magdalena

remojando magdalena

"Mira que los sabores no me evocan ningún Combray"

La referencia es al efecto de la "magdalena de Proust" en la serie de En busca del tiempo perdido: Por el camino de Swann (1913) de Marcel Proust (1871-1922), refleja la evocación de los recuerdos a partir de un disparador.

Por otra parte, Combray es un lugar ficcional en el que el protagonista ha pasado su primera juventud

No por conocidos deja de valer la pena citar los párrafos completos de la obra:

"Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios unas cucharadas de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las miga del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. [...] Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tilo, los domingos por la mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa), cuando iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que la probara; quizá porque, como había visto muchas, sin comerlas, en las pastelerías, su imagen se había separado de aquellos días de Combray para enlazarse a otros más recientes; ¡quizá porque de esos recuerdos por tanto tiempo abandonados fuera de la memoria no sobrevive nada y todo se va desagregando! [...] Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.[...]

Y como ese entretenimiento de los japoneses que meten en un cacharro de porcelana pedacitos de papel, al parecer, informes, que en cuanto se mojan empiezan a estirarse, a tomar forma, a colorearse y a distinguirse, convirtiéndose en flores, en casas, en personajes consistentes y cognoscibles, así ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del Vivonne y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té. (En busca del tiempo perdido I: Por el camino de Swann. Primera Parte)

20 de enero de 2010

Jorge Luis Borges- Elvira de Alvear


Elvira de Alvear


¿Quién fue Elvira de Alvear?


Musa de Borges fue Elvira de Alvear. Es la Beatriz Viterbo de “El Aleph” y la Teodelina Villar de “El zahir” (y también Delia Elena San Marco y la Beatriz Frost de “El congreso”). Elvira tenía ocho años menos que Borges. Murió en 1959, a los cincuenta y dos años, precisamente para la época en que Borges estaba escribiendo “El Aleph” (donde Borges dice que “todos los Viterbo eran medio locos”). Era hija de Diego de Alvear, jefe de una de las familias más ricas del patriciado argentino , y de Cotita Cambaceres.

El matrimonio de sus padres fue curioso, se creía que la llegada del cometa Halley, en 1910,era el fin del mundo, pese a las opiniones de los científicos en contrario. Incluso hubo un casamiento, el de Cotita Cambaceres con Diego de Alvear, que la novia, que era viuda, apuró ante la inminencia de la llegada del Cometa, pese a que no se había cumplido totalmente el período de duelo. Quería, dijo, rescatar aunque sólo fuera algunos momentos de felicidad antes del colapso. Lo increíble es que entre el 1º de enero y el 18 de mayo de 1910 hubo 427 suicidios que, según las cartas que dejaron los muertos, eran motivados por el miedo a la catástrofe final.

Borges la visitaba los sábados, cuando ella no le daba plantón, cosa que ocurría a menudo. Caminaban por el barrio de Belgrano, silenciosamente. En 1930 se radicó en París, donde sacó una revista, Imán. Cuyo jefe de redacción es el mismo Carpentier, sufragada por la escritora argentina Elvira de Alvear. Aunque la revista "de la cual apenas se editó un solo número en París", tuvo muy escasa circulación, es curioso constatar que Carpentier, por medio de Rafael Alberti, conoce la poesía de Pablo Neruda, quien le manda el manuscrito de "Residencia en la tierra" desde Java. Se le pagan los derechos de autor a Neruda. Pero como Imán cierra las puertas cuando Elvira de Alvear regresa inesperadamente a la Argentina, Carpentier envía Residencia en la tierra a Madrid donde José Bergamin lo publica en Cruz y Raya en 1934"

Volvió a Buenos Aires en 1937. Borges, cómo no, le prologó un libro de poesías, "Reposo"*. Poco a poco se fue volviendo loca en su mínimo apartamento de San Telmo, donde Borges la iba a ver . Hablaban de la larga novela que ella estaba supuestamente escribiendo (“que al principio estaba hecha de palabras y al fin de vagos rasgos indescifrables”). Obesa, pálida y ausente lo invitaba a sentarse en el comedor y llamaba con su campanilla de plata a una servidumbre inexistente. En “El Aleph” es retratada como alta y frágil, de andar torpe y gracioso, aniñada, de desdenes crueles , de grandes y afiladas manos hermosas. Le dedicó, monográficamente, uno de sus más bellos poemas:

Elvira de Alvear


Todas las cosas tuvo y lentamente

todas la abandonaron. La hemos visto

armada de belleza. La mañana

y el claro mediodía le mostraron,

desde su cumbre, los hermosos reinos

de la tierra. La tarde fue borrándolos.

El favor de los astros (la infinita

y ubicua red de causas) le había dado

la fortuna, que anula las distancias

Como el tapiz del árabe, y confunde

deseo y posesión, y el don del verso,

que transforma las penas verdaderas

en una música, un rumor y un símbolo,

y el fervor, y en la sangre la batalla

de Ituzaingó y el peso de laureles,

y el goce de perderse en el errante

río del tiempo (río y laberinto)

y en los lentos colores de las tardes.

Todas las cosas la dejaron, menos

una. La generosa cortesía

la acompañó hasta el fin de su jornada,

más allá del delirio y del eclipse,

de un modo casi angélico. De Elvira

lo primero que vi, hace tantos años,

fue la sonrisa y es también lo último

El Hacedor (1960)

* Elvira de Alvear , Reposo, Buenos Aires, M. Gleizer,1934

16 de enero de 2010

Yorgos Seferis- El papel blanco duro espejo


Cuadrado blanco sobre blanco, 1918 (Kazimir Malevich)



Τ᾽ ἄσπρο χαρτὶ σκληρὸς καθρέφτης
ἐπιστρέφει μόνο ἐκεῖνο ποὺ ἤσουν

Τ᾽ ἄσπρο χαρτὶ μιλᾶ μὲ τὴ φωνή σου,
τὴ δική σου φωνή
ὄχι ἐκείνη ποὺ σ᾽ ἀρέσει·
μουσική σου εἶναι ἡ ζωή
αὐτὴ ποὺ σπατάλησες.

Μπορεῖ νὰ τὴν ξανακερδίσεις ἄν τὸ θέλεις
ἄν καρφωθεῖς σὲ τοῦτο τ᾽ ἀδιάφορο πράγμα
ποὺ σὲ ρίχνει πίσω
ἐκεῖ ποὺ ξεκίνησες.

Ταξίδεψες, εἶδες πολλὰ φεγγάρια πολλοὺς ἥλιους
ἄγγιξες νεκροὺς καὶ ζωντανοὺς
ἔνιωσες τὸν πόνο τοῦ παλικαριοῦ
καὶ τὸ βογκητὸ τῆς γυναίκας
τὴν πίκρα τοῦ ἄγουρο παιδιοῦ-
ὅ,τι ἔνιωσες σωριάζεται ἀνυπόστατο
ἄν δὲν ἐμπιστευτεῖς τοῦτο τὸ κενό.

Ἴσως νὰ βρεῖς ἐκεῖ ὅ,τι νόμισες χαμένο·
τὴ βλάστηση τῆς νιότης, τὸ δίκαιο καταποντισμό τῆς ἡλικίας.

Ζωή σου εἶναι ὅ,τι ἔδωσες
τοῦτο τὸ κενὸ εἶναι ὅ,τι ἔδωσες
τὸ ἄσπρο χαρτί.


" El papel blanco duro espejo
sólo devuelve eso que fuiste.

El papel blanco habla con tu voz,
tu propia voz,
no aquella que te gusta,
tu música en la vida esa que derrochaste.
Puede que no vuelvas a ganar si lo deseas,
si te clavas a esa cosa indiferente
que te lanza atrás ahí dónde empezaste.

Viajaste, muchas lunas viste muchos soles,
tocaste muertos y vivos,
sentiste el dolor del bravo mozo
y el gemido de la mujer,
la amargura del niño inmaduro,
cuanto has sentido se derrumba sin sustento
si a éste vacío no te fías.

Quizás ahí encuentres cuanto creíste perdido,
el brote de la juventud,
el justo naufragio de la edad.

Tu vida en cuanto diste,
este vacío es cuanto diste,
el blanco papel. "

de Solsticio de verano

15 de enero de 2010

Wislawa Szymborska -Contribución a la estadística


CONTRIBUCIÓN A LA ESTADÍSTICA

De cada cien personas,
las que todo lo saben mejor:
cincuenta y dos,
las inseguras de cada paso:
casi todo el resto,

las prontas a ayudar,
siempre que no dure mucho:
hasta cuarenta y nueve,
las buenas siempre,
porque no pueden de otra forma:
cuatro, o quizá cinco,

las dispuestas a admirar sin envidia:
dieciocho,
las que viven continuamente angustiadas
por algo o por alguien:
setenta y siete,

las capaces de ser felices:
como mucho, veintitantas,
las inofensivas de una en una,
pero salvajes en grupo:
más de la mitad seguro,

las crueles
cuando las circunstancias obligan:
eso mejor no saberlo
ni siquiera aproximadamente,

las sabias a posteriori:
no muchas más
que las sabias a priori,
las que de la vida no quieren nada más que cosas:
cuarenta,
aunque quisiera equivocarme,

las encorvadas, doloridas
y sin linterna en lo oscuro:
ochenta y tres,
tarde o temprano,

las dignas de compasión:
noventa y nueve,
las mortales:
cien de cien.
Cifra que por ahora no sufre ningún cambio.




La lechera Johannes Vermeer ( 1632 - 1675 )Rijksmuseum de Amsterdam

Vermeer

"Mientras esa mujer del Rijksmuseum
con esa calma y concentración pintadas
siga vertiendo día tras día
leche de la jarra al cuenco
no merecerá el Mundo el fin del mundo"

W. Szymborska.

Gracias a Beatriz que me dio a conocer, este último poema

14 de enero de 2010

Wislawa Szymborska / El admirable número PI



EL NÚMERO PI

Digno de admiración el número pi
tres punto uno cuatro uno.
Todas sus demás cifras también son iniciales,
cinco nueve dos porque nunca se termina.
No se deja abarcar seis cinco tres cinco con la mirada,
ocho nueve con un cálculo,
siete nueve con la imaginación
o incluso tres dos tres ocho con una broma es decir una comparación
cuatro seis con nada
dos seis cuatro tres en el mundo.
La serpiente más larga de la tierra se interrumpe después de algunos metros.
Lo mismo pasa, aunque un poco después, con las serpientes de los cuentos.
El cortejo de cifras de que se forma pi
no se detiene en el borde de la página,
es capaz de continuar por la mesa, por el aire,
la pared, una hoja, un nido, las nubes, y así hasta el cielo,
y por toda esa expansión e insondabilidad celestiales.
¡Ay qué corta, ratonescamente corta es la trenza del cometa!
¡Qúe débil el rayo de la estrella, que en cualquier espacio se curva!
y aquí dos tres quince trecientos diecinueve
mi número de teléfono tu talla de camisa
año mil novecientos setenta y tres sexto piso
el número de habitantes sesenta y cinco centavos
dos centímetros de cadera dos dedos código charada,
en la que a dónde irá veloz y fatigada
y se ruega mantener la calma
y también la tierra pasará, pasará el cielo,
pero no el número pi, eso ni hablar,
seguirá con un buen cinco,
con un ocho de primera,
con un siete no final,
apurando, ay, apurando a la holgazana eternidad
para que continúe.
[Wislawa Szymborska, El gran número, en Poesía no completa, FCE, México, 2002, traducción de Gerardo Beltrán]

13 de enero de 2010

Poema de los dones- Jorge Luis Borges


La Torre de Babel (1563) Museo Kunsthistorisches - Viena Pieter Bruegel, el Viejo


El Poema de los dones, diez cuartetos en perfectos endecasílabos, donde Jorge Luis Borges nos presenta, conmovedoramente, la paradoja de un ciego al cuidado de una biblioteca

Poema de los dones

Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dió a la vez los libros y la noche.

De esta ciudad de libros hizo dueños
a unos ojos sin luz, que sólo pueden
leer en las bibliotecas de los sueños
los insensatos párrafos que ceden

las albas a su afán. En vano el día
les prodiga sus libros infinitos,
arduos como los arduos manuscritos
que perecieron en Alejandría.

De hambre y de sed (narra una historia griega)
muere un rey entre fuentes y jardines;
yo fatigo sin rumbo los confines
de esa alta y honda biblioteca ciega.




Enciclopedias, atlas, el Oriente
y el Occidente, siglos, dinastías.
Símbolos, cosmos y cosmogonías
brindan los muros, pero inútilmente.

Lento en mi sombra, la penumbra hueca
exploro con el báculo indeciso,
yo, que me figuraba el paraíso
bajo la especie de una biblioteca.

Algo, que ciertamente no se nombra
con la palabra azar, rige estas cosas;
otro ya recibió en otras borrosas
tardes los muchos libros y la sombra.

Al errar por las lentas galerías
suelo sentir con vago horror sagrado
que soy el otro, el muerto, que habrá dado
los mismos pasos en los mismos días.

¿Cuál de los dos escribe este poema
de un yo plural y de una sola sombra?
¿Qué importa la palabra que me nombra
si es indiviso y uno el anatema?

Groussac o Borges, miro este querido
mundo que se deforma y que se apaga
en una pálida ceniza vaga
que se parece al sueño y al olvido.

11 de enero de 2010

Borges-OTRO POEMA DE LOS DONES

Jorge Luis Borges

OTRO POEMA DE LOS DONES


Gracias quiero dar al divino
laberinto de los efectos y de las causas
por la diversidad de las criaturas
que forman este singular universo,
por la razón, que no cesará de soñar
con un plano del laberinto,
por el rostro de Elena y la perseverancia de Ulises,
por el amor, que nos deja ver a los otros
como los ve la divinidad,
por el firme diamante y el agua suelta,
por el álgebra, palacio de precisos cristales,
por las místicas monedas de Ángel Silesio,
por Schopenhauer,
que acaso descifró el universo,
por el fulgor del fuego,
que ningún ser humano puede mirar sin un asombro antiguo,
por la caoba, el cedro y el sándalo,
por el pan y la sal,
por el misterio de la rosa,
que prodiga color y que no lo ve,
por ciertas vísperas y días de 1955,
por los duros troperos que en la llanura
arrean los animales y el alba,
por la mañana en Montevideo,
por el arte de la amistad,
por el último día de Sócrates,
por las palabras que en un crepúsculo se dijeron
de una cruz a otra cruz,
por aquel sueño del Islam que abarcó
Mil noches y una noche,
por aquel otro sueño del infierno,
de la torre del fuego que purifica
y de las esferas gloriosas,
por Swedenborg,
que conversaba con los ángeles en las calles de Londres,
por los ríos secretos e inmemoriales
que convergen en mí,
por el idioma que, hace siglos, hablé en Nortumbria,
por la espada y el arpa de los sajones,
por el mar, que es un desierto resplandeciente
y una cifra de cosas que no sabemos
por la música verbal de Inglaterra,
por la música verbal de Alemania,
por el oro, que relumbra en los versos,
por el épico invierno,
por el nombre de un libro que no he leído: Gesta Dei per Francos,
por Verlaine, inocente como los pájaros,
por el prisma de cristal y la pesa de bronce,
por las rayas del tigre,
por las altas torres de San Francisco y de la isla de Manhattan,
por la mañana en Texas,
por aquel sevillano que redactó la Epístola Moral
y cuyo nombre, como él hubiera preferido, ignoramos,
por Séneca y Lucano, de Córdoba
que antes del español escribieron
toda la literatura española,
por el geométrico y bizarro ajedrez
por la tortuga de Zenón y el mapa de Royce,
por el olor medicinal de los eucaliptos,
por el lenguaje, que puede simular la sabiduría,
por el olvido, que anula o modifica el pasado,
por la costumbre,
que nos repite y nos confirma como un espejo,
por la mañana, que nos depara la ilusión de un principio,
por la noche, su tiniebla y su astronomía,
por el valor y la felicidad de los otros,
por la patria, sentida en los jazmines,
o en una vieja espada,
por Whitman y Francisco de Asís, que ya escribieron el poema,
por el hecho de que el poema es inagotable
y se confunde con la suma de las criaturas
y no llegará jamás al último verso
y varía según los hombres,
por Frances Haslam, que pidió perdón a sus hijos
por morir tan despacio,
por los minutos que preceden al sueño,
por el sueño y la muerte,
esos dos tesoros ocultos,
por los íntimos dones que no enumero,
por la música, misteriosa forma del tiempo.

Jorge Luis Borges

El otro, el mismo (1964), Buenos Aires, Emecé, 1969

9 de enero de 2010

Albert Camus regresa a Argelia


 

Viaje imaginario del autor de 'La peste' a su país natal, 50 años después de su muerte


Hagamos una hipótesis fantástica. Si Albert Camus (1913- 1960) regresara hoy a Argelia, sería un hombre muy viejo. Alguien -un secretario, una esposa más joven que él, un idólatra, una hija- se habría encargado de las gestiones burocráticas necesarias para obtener el visado. Habrían tratado de disuadirle, pero Albert no hubiese cejado en su empeño. Aunque los trámites con la Embajada argelina fueran interminables. Aunque tuviera que rellenar cuatro veces el mismo papel. Aunque no entendiese bien por qué ha de enseñar su frasco de jarabe para los bronquios en el control de seguridad de un aeropuerto europeo. Un taxista, enviado por una institución oficial, iría a recogerle al aeropuerto de Argel y cargaría con su equipaje. En el vehículo, el taxista le advertiría: "Monsieur Camus, no salga cuando haya anochecido, no se aleje. Tenga cuidado. Este país es un lugar muy peligroso".

Al viejo Albert ya no le quedarían fuerzas para rebelarse contra las recomendaciones y sonreiría al reconocer el paisaje a través de la ventanilla. Un paisaje que para él fue sol, mar, luminosidad estridente, la patria perdida. De lejos serían iguales los edificios, con sus fachadas blancas y su rejería azul. Las mismas cortinas rayadas protegerían los interiores del sol punzante de esta ciudad que es como una fotografía sobreexpuesta a la luz. El viejo Albert sentiría el deseo purificador de darse un baño de mar, de chuparse con la punta de la lengua los redondeles de sal cristalizada sobre la piel de los brazos. Le llegaría a su ya mala memoria el retazo de una frase que en El extranjero puso en boca de Meursault justo antes de que, empujado por ese mismo sol, la misma luz, la necesidad o la inanidad, también por la tristeza, disparase contra el árabe. Albert silabea: "Comprendí que había destruido el equilibrio del día, el silencio excepcional de una playa donde había sido feliz". Enseguida desecharía la idea del baño; no sabría bien por qué, pero no querría caer en la trampa de asociar los lugares a la felicidad, a la soledad; querría limpiarse los ojos y ver, como un niño, paisajes que ya no son lo que se recuerda, paisajes de cuya contemplación se puede prescindir, pero sin los cuales la experiencia se aloja en una especie de orfanato donde se niegan sensaciones, no estrictamente físicas, como la incertidumbre o como un miedo inoculado desde algún punto indefinible.

Al tratar de penetrar en la sombra de los portales, el viejo Camus se daría cuenta de que, en primer plano, las casas ya no son las mismas: las baldosas están rajadas; las estatuas, incompletas; los patios, sucios; de cada balcón penden tres antenas parabólicas. Oiría las llamadas de los almuédanos y definitivamente, en un segundo, reconocería lo que de antemano ya estaba claro para él: la ciudad no es la misma. En sus libros, Albert siempre había estado muy atento a los sonidos; otra vez Meursault, el extranjero, le viene a la memoria: "Reconocí por un breve instante el olor y el color de la tarde de verano. En la oscuridad de mi prisión móvil, volví a encontrar uno a uno, como desde el fondo de mi cansancio, todos los ruidos de una ciudad que amaba y de una cierta hora en la que solía sentirme contento. El grito de los vendedores de periódicos en el aire ya sosegado, los últimos pájaros en la plazoleta, el reclamo de los mercaderes de bocadillos, el lamento de los tranvías en los altos virajes de la ciudad y este rumor del cielo antes de que la noche caiga sobre el puerto, todo recomponía para mí un itinerario de ciego...". Albert, jugando a la ceguera, cerraría los ojos y volvería a escuchar la llamada a la oración. Cuando era un joven y llevaba los ojos bien abiertos, hubo cosas que no fue capaz de ver: los árabes alejados de los cines y de los paseos elegantes, los rezos a escondidas; la vasta extensión de Argelia, hacia abajo, hacia el desierto, el segundo país con mayor superficie de África. Más tarde se daría cuenta de todo y, como un profeta, temería que la independencia de aquel lugar perdido acabara en una plutocracia militar dependiente de las potencias europeas. Albert, aun con sus cataratas, ahora los ve muy bien: esos muchachos apoyados en las paredes fuman en silencio.


El ensueño sensorial


Monsieur Camus se dirigiría, en el taxi, a su habitación reservada en el hotel L'Aurassi, una gran mole inexistente en su imagen evocada de las colinas de Argel. En la habitación disfrutará de espléndidas vistas a la bahía y a la maraña de callejas serpenteantes que suben y bajan por los montículos entre una vegetación tan tupida como siempre. El mar a un lado y, de espaldas al mar, encerrada, la vida de la urbe: La Poste, la universidad en la que Albert estudió filosofía; el tumulto; un olor a panes, a pastelillos, a pescado expuesto sobre carretones de madera. El olor ácido de las mandarinas. El ensueño sensorial del nonagenario Camus se fracturaría, como la luna de un escaparate, al detenerse su chófer ante el primer control policial. Uno cada pocos kilómetros, en tramos de un país cuya cifra de muertes violentas es de casi un millón en quince años.

"La violencia, ¿de quién?", pensaría el viejo escritor, distraído de pronto por los gatos, gordos gatos, que relamen las bolsas entreabiertas de basura. Cosas tan iguales y tan diferentes, porque el anciano Albert, que ya habría obtenido el Premio Nobel por El extranjero, El mito de Sísifo, Calígula, La peste, El hombre rebelde y otros libros que ni siquiera imaginamos, se fijaría en el retrato de Zinedine Zidane -el fútbol siempre le ha interesado- en las paredes del café La Perla; también se quedaría prendido a la pantalla donde se proyectan dibujos animados de Tom y Jerry: en el centro de una plaza, todos los desocupados de Argel observan las persecuciones y las trampas del gato y del ratón. Cuesta abajo, un mar roto por las grúas del puerto y por los diques. Escalinatas que son calles.

Albert está al tanto -y no precisamente por leer la prensa-, y no le han sorprendido los grupos de jóvenes que pasan las horas apoyados en la pared mientras fuman, cesantes de todo, ni las mujeres que visten con ropas occidentales un poco pasadas de moda; otras van completamente cubiertas, y otras sólo se tapan la cabeza con un hermoso pañuelo y se pintan los ojos y lucen zapatos de tacón de aguja con los talones al aire. El viejo escritor no sabe si son una contradicción viviente, pero se prohíbe a sí mismo juzgarlas. Para él, todo sería a la vez familiar y extraño. Permanecen la kasbah, y Notre Dame de l'Afrique, y los cementerios, judío, cristiano y musulmán; lucen, modernizados, el paseo marítimo y la avenida de soportales que ahora lleva el nombre de Ernesto Che Guevara. Albert tampoco extrañaría la comida: el canard, el foie, el lapin... Bebería una copa de vino que materializaría junto a él al fantasma de su padre, el colono asentado en el departamento de Constantina que trabajó para un comerciante de vinos; el padre que murió pronto en una guerra y que dejó niño, pobre y enfermo, a Albert, susceptible a la tisis, a la fraternidad, al humanismo, al árabe invisible que reclama, desde los arrabales, su derecho a existir. El árabe que Albert -y hoy se lo reprocharía- no supo ver a tiempo.


Males propios y ajenos


Los ojos de Camus, pese al culo de vaso de vidrio de su memoria, no serían muy diferentes tal vez de mis humildes ojos y, precavido, le costaría juzgar. Comprender. No sentirse culpable de casi todos los males propios y ajenos. Recuerda que en La peste escribió: "... dando demasiada importancia a las bellas acciones, se tributa un homenaje indirecto y poderoso al mal. Pues se da a entender de ese modo que las bellas acciones sólo tienen tanto valor porque son escasas y que la maldad y la indiferencia son motores mucho más frecuentes en los actos de los hombres". Albert se olvida de lo que sigue, pero se le pone la carne de gallina cuando recupera el hilo: "El mal que existe en el mundo proviene casi siempre de la ignorancia, y la buena voluntad sin clarividencia puede ocasionar tantos desastres como la maldad". El viejo Camus no querría hacerlo -ya es demasiado mayor para culparse de nada-, pero no podría evitar pensar que tal vez en algún momento él fue como esos hombres de buena voluntad, como cuando hace poco se estremeció al oír un retazo de un informe sobre los desaparecidos en Argelia: secretarias, comerciantes, estudiantes, ganaderos, médicos, profesores que desaparecen de sus casas, de sus centros de trabajo, Abdelakrim, Omar, Amina, Salim, Naima y Nadjova, Hamid..., argelinos retirados de la circulación por las fuerzas de seguridad de esta nueva Argelia. Nunca más se supo de ellos ni de los tres mil expedientes que Amnistía Internacional tiene abiertos. Se los llevó la policía y a nadie le dan una razón. A Albert se le puso la carne de gallina, pero ya no tuvo fuerzas para más: desde hace mucho se siente demasiado anciano. Incluso -en ese instante lo estaría notando- para este viaje a un lugar tan difícil, este regreso que se habría empeñado en perpetrar.

A monsieur Camus, ya instalado en su terraza, la nostalgia se le tornaría en desilusión o en esperanza, o acaso en nuevas ideas sobre la libertad, la igualdad y la fraternidad. Albert miraría el mar y el espantoso monumento a los mártires, y retornaría al comienzo de una de sus novelas para darle una aplicación práctica a su extraña circunstancia de hombre resucitado para palpar un futuro no vivido. De nuevo en La peste, escribió: "El modo más cómodo de conocer una ciudad es averiguar cómo se trabaja en ella, cómo se ama y cómo se muere". Ahora, al releerse y tratar de valorar cómo puede serle útil su pensamiento, el escritor concluye que va a costarle mucho saber cómo trabajan, cómo aman, cómo mueren estos argelinos del siglo XXI, con salarios de diez mil dinares al mes (unos cien euros), con religiones cruzadas, convicciones distintas, abandonados de la mano de Dios -por supuesto, él sigue creyendo que Dios no está aquí ni en ninguna otra parte- y de los hombres, bajo un gobierno en el que la corrupción se ha convertido en hábito. El dinero de Argelia retorna a la antigua Francia colonial, a la aséptica Suiza blanca y bancaria, a los países que no exhiben casas sucias ni rotas, al menos en el centro de sus ciudades, y Camus se preguntaría en qué consiste la independencia de una nación. Su dignidad. También decide que Grand, el personaje de La peste que reescribe continuamente el comienzo de su obra, pensaría que la palabra "cómoda" no es la más acertada en la expresión "el modo más cómodo de conocer una ciudad...". Albert está seguro de que todo es mejorable, y aunque en determinadas situaciones ha de esforzarse, conserva la fe en el género humano: el Camus muerto en accidente, pese a apoyar el proceso que conduciría a la independencia de Argelia, no tuvo tiempo de vivirla; tampoco vio La batalla de Argel, ni la reforma agraria, ni la nacionalización de la república socialista de Ben Bella, ni la deposición de éste en beneficio de Houari Boumediane, ni la suspensión del proceso electoral en el que los islamistas del FIS obtuvieron la victoria en 1991, ni el gobierno de Abdelacid Bouteflika, el actual presidente, que morirá por supuesto en París en un sanatorio especializado en el tratamiento del cáncer y en los ateísimos cuidados paliativos. El Camus resucitado piensa que, en la peste que asoló Orán en su novela, no hubo tantas víctimas como en esta otra peste que padece Argelia. Y que esta enfermedad de hoy es más grave. La plaga y el hombre tienen distintas dimensiones: aunque el hombre se crea libre, "nadie será libre mientras haya plagas".

Camus se duerme, mientras oye a los ejecutivos recorrer los pasillos. Celebran un congreso sobre estrategias de desarrollo sostenible de la energía. Gas. Petróleo. Una tierra rica en Zinc. Hierro. Plata. Cobre. Fosfatos. Se importan, sin embargo, alimentos de primera necesidad y casi todas las medicinas. Mañana, Albert partirá en avión hacia Orán. No le permiten revisitar Tipassa. No podrá ver su propia estatua allí erigida entre las ruinas de otro imperio. Razones de seguridad. Albert vuelve a sonreírse ante la idea de cómo van sucediéndose los imperios, ante la paradoja de un binomio que él declaró eje de las inquietudes éticas de la modernidad: libertad y justicia. Hoy el concepto de justicia se ha metamorfoseado extrañamente: seguridad. Seguridad y libertad. Ese grumo informe que se resuelve en devastadores procedimientos profilácticos.

En el aeropuerto de nuevo, el viejo Camus sentiría las cosquillas de un sentido que, quizás por vergüenza, no practicó mucho durante su juventud: el sentido del humor. Las mujeres árabes con sus ropajes hasta los pies, con sus pañuelos, sufren los cacheos de los controles de seguridad. Se levantan las faldas, las telas, los envoltorios. El Albert más pícaro, malintencionado, se preguntaría si es más importante el pecado o la bomba, el pudor o el estallido de un avión en pleno vuelo. Enseguida se daría cuenta de que la pregunta no tiene, en realidad, ninguna gracia.


Percepciones subjetivas


Orán es la ciudad de La peste. El anciano escritor dice para sí mismo una de sus frases: "El sol de la peste extinguía todo color y hacía huir toda dicha". Todos los entornos son agresivos cuando están enfermos e incluso Notre Dame de París se puede descomponer, como un lagrimón, después de la lectura del periódico. El viejo Albert no cree que sea sólo un problema de percepciones subjetivas. Como Tarrou, uno de sus personajes, aspira a ser un santo sin creer en Dios y a asumir la responsabilidad que le toca respecto a las penas de muerte, la segregación, los recursos esquilmados, el abandono, el vampirismo de los procesos de pseudo-descolonización, la sangría económica y humana que está en la raíz del reforzamiento del Islamismo más vesánico. París, Madrid, Nueva York son ciudades habitadas por miles de Poncios Pilatos con las manos limpísimas. Con esos ojos, el escritor llega a la plaza del Ayuntamiento de Orán, entra en la bombonera del Teatro de la ópera, se inmiscuye en los portales y pasa el dedo por el dibujo de unos azulejos para descubrir unas flores delicadas y bellísimas debajo del polvo. Antes los árabes no podían vivir en estas casas. Baja hacia el barrio español y en la plaza de la Perla se detiene ante la mezquita, a esa hora, llena de fieles. Demasiado llena de hombres descalzos que miran en dirección a La Meca y sienten un odio asentado en una carga de razones que, cada vez más, tienen que ver con ese número de muertos que parece carecer de importancia. Albert recorre la calle Madrid y coge un taxi para subir hasta la fortaleza española de la Santa Cruz y contemplar desde allí el patio de Santa María de la Peste. Las pestes han castigado Orán. Camus convierte una realidad en una metáfora que desentierra lo más real de entre las capas de arena que lo cubren. Recorre con la vista la línea de costa: las bases militares, los túneles que horadan la montaña, Mazalquivir, la posibilidad geográfica de cerrar la ciudad. Las chabolas de los emigrados de las zonas rurales se asientan sobre regueros en las pendientes de las colinas: sus moradores son las posibles víctimas de un nuevo brote de peste que, de hecho, el año pasado renació. Camus cree que, en su trabajo, sacó lo mejor de sí mismo y ya puede morir. Incluso como fantasma que regresa para ayudarnos a mirar.

Cerremos la hipótesis fantástica con la que se abría este texto. En Orán, en Argel, yo, viajero sin vocación, me dejo llevar por la fatalidad, me dejo ir sacando lo mejor de mí mismo, evito sentirme enfermo, aunque a veces la falta de comprensión y los miedos, individuales y colectivos, se somaticen. Sufro una diarrea y una noche creo que me deshidrato sin remedio, que me voy a morir. A la mañana siguiente, una mujer argelina me dice: "Tiene usted mala cara." Le explico con todo el pudor del que soy capaz la causa de mi desmadejamiento y de mi palidez. Ella baja a la calle, se acerca al mercado, me regala un paquete lleno de comino molido. Me aplica el tratamiento: "Una cucharada de comino y un vaso de agua." Me curo, absolutamente me curo, y, pese a mis prejuicios, comprendo. A la vuelta, todo mi equipaje huele a cominos.

Argelia, hoy, es la amenaza informe del terrorismo islamista: a los occidentales se nos inflaman los ganglios y contraemos la peste bubónica sin querer saber hasta qué punto somos cómplices de la enfermedad. Camus, el muerto, el resucitado, la hipótesis, me abre una ventana: "Es evidente que un hombre tiene que batirse por las víctimas. Pero si por eso deja de amar todo lo demás, ¿de qué sirve que se bata?". Después, Tarrou y Rieux, los protagonistas de La peste, se sumergen de noche en el mar.

6 de enero de 2010

Italo Calvino- Por qué leer los clásicos


Empecemos proponiendo algunas definiciones.

1. Los clásicos son esos libros de los cuales se suele oír decir: «Estoy releyendo...» y nunca «Estoy leyendo...».

Es lo que ocurre por lo menos entre esas personas que se supone «de vastas lecturas»; no vale para la juventud, edad en la que el encuentro con el mundo, y con los clásicos como parte del mundo, vale exactamente como primer encuentro.
El prefijo iterativo delante del verbo «leer» puede ser una pequeña hipocresía de todos los que se avergüenzan de admitir que no han leído un libro famoso. Para tranquilizarlos bastará señalar que por vastas que puedan ser las lecturas «de formación» de un individuo, siempre queda un número enorme de obras fundamentales que uno no ha leído.
Quien haya leído todo Heródoto y todo Tucídides que levante la mano. ¿Y Saint-Simon? ¿Y el cardenal de Retz? Pero los grandes ciclos novelescos del siglo xix son también más nombrados que leídos. En Francia se empieza a leer a Balzac en la escuela, y por la cantidad de ediciones en circulación se diría que se sigue leyendo después, pero en Italia, si se hiciera un sondeo, me temo que Balzac ocuparía los últimos lugares. Los apasionados de Dickens en Italia son una minoría reducida de personas que cuando se encuentran empiezan enseguida a recordar personajes y episodios como si se tratara de gentes conocidas. Hace unos años Michel Butor, que enseñaba en Estados Unidos, cansado de que le preguntaran por Emile Zola, a quien nunca había leído, se decidió a leer todo el ciclo de los Rougon-Macquart. Descubrió que era completamente diferente de lo que creía: una fabulosa genealogía mitológica y cosmogónica que describió en un hermosísimo ensayo.
Esto para decir que leer por primera vez un gran libro en la edad madura es un placer extraordinario: diferente (pero no se puede decir que sea mayor o menor) que el de haberlo leído en la juventud. La juventud comunica a la lectura, como a cualquier otra experiencia, un sabor particular y una particular importancia, mientras que en la madurez se aprecian (deberían apreciarse) muchos detalles, niveles y significados más. Podemos intentar ahora esta otra definición:

2. Se llama clásicos a los libros que constituyen una riqueza para quien los ha leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para quien se reserva la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones para saborearlos.

En realidad, las lecturas de juventud pueden ser poco provechosas por impaciencia, distracción, inexperiencia en cuanto a las instrucciones de uso, inexperiencia de la vida. Pueden ser (tal vez al mismo tiempo) formativas en el sentido de que dan una forma a la experiencia futura, proporcionando modelos, contenidos, términos de comparación, esquemas de clasificación, escalas de valores, paradigmas de belleza: cosas todas ellas que siguen actuando, aunque del libro leído en la juventud poco o nada se recuerde. Al releerlo en la edad madura, sucede que vuelven a encontrarse esas constantes que ahora forman parte de nuestros mecanismos internos y cuyo origen habíamos olvidado. Hay en la obra una fuerza especial que consigue hacerse olvidar como tal, pero que deja su simiente. La definición que podemos dar será entonces:
arylin Monroe lee a Ulysses
3. Los clásicos son libros que ejercen una influencia particular ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual.

Por eso en la vida adulta debería haber un tiempo dedicado a repetir las lecturas más importantes de la juventud. Si los libros siguen siendo los mismos (aunque también ellos cambian a la luz de una perspectiva histórica que se ha transformado), sin duda nosotros hemos cambiado y el encuentro es un acontecimiento totalmente nuevo.
Por lo tanto, que se use el verbo «leer» o el verbo «releer» no tiene mucha importancia. En realidad podríamos decir:

4. Toda relectura de un clásico es una lectura de descubrimiento como la primera.

5. Toda lectura de un clásico es en realidad una relectura. La definición 4 puede considerarse corolario de ésta:

6. Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir.

Mientras que la definición 5 remite a una formulación más explicativa, como:

7. Los clásicos son esos libros que nos llegan trayendo impresa la huella de las lecturas que han precedido a la nuestra, y tras de sí la huella que han dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado (o más sencillamente, en el lenguaje o en las costumbres).

Esto vale tanto para los clásicos antiguos como para los modernos. Si leo la Odisea leo el texto de Homero, pero no puedo olvidar todo lo que las aventuras de Ulises han llegado a significar a través de los siglos, y no puedo dejar de preguntarme si esos significados estaban implícitos en el texto o si son incrustaciones o deformaciones o dilataciones. Leyendo a Kafka no puedo menos que comprobar o rechazar la legitimidad del adjetivo «kafkiano» que escuchamos cada cuarto de hora aplicado a tuertas o a derechas. Si leo Padres e hijos de Turguéniev o Demonios de Dostoyevski, no puedo menos que pensar cómo esos personajes han seguido reencarnándose hasta nuestros días.
La lectura de un clásico debe depararnos cierta sorpresa en relación con la imagen que de él teníamos. Por eso nunca se recomendará bastante la lectura directa de los textos originales evitando en lo posible bibliografía crítica, comentarios, interpretaciones. La escuela y la universidad deberían servir para hacernos entender que ningún libro que hable de un libro dice más que el libro en cuestión; en cambio hacen todo lo posible para que se crea lo contrario. Por una inversión de valores muy difundida, la introducción, el aparato crítico, la bibliografía hacen las veces de una cortina de humo para esconder lo que el texto tiene que decir y que sólo puede decir si se lo deja hablar sin intermediarios que pretendan saber más que él. Podemos concluir que:

8. Un clásico es una obra que suscita un incesante polvillo de discursos críticos, pero que la obra se sacude continuamente de encima.

El clásico no nos enseña necesariamente algo que no sabíamos; a veces descubrimos en él algo que siempre habíamos sabido (o creído saber) pero no sabíamos que él había sido el primero en decirlo (o se relaciona con él de una manera especial). Y ésta es también una sorpresa que da mucha satisfacción, como la da siempre el descubrimiento de un origen, de una relación, de una pertenencia. De todo esto podríamos hacer derivar una definición del tipo siguiente:

9. Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad.

Naturalmente, esto ocurre cuando un clásico funciona como tal, esto es, cuando establece una relación personal con quien lo lee. Si no salta la chispa, no hay nada que hacer: no se leen los clásicos por deber o por respeto, sino sólo por amor. Salvo en la escuela: la escuela debe hacerte conocer bien o mal cierto número de clásicos entre los cuales (o con referencia a los cuales) podrás reconocer después «tus» clásicos. La escuela está obligada a darte instrumentos para efectuar una elección; pero las elecciones que cuentan son las que ocurren fuera o después de cualquier escuela.
Sólo en las lecturas desinteresadas puede suceder que te tropieces con el libro que llegará a ser tu libro. Conozco a un excelente historiador del arte, hombre de vastísimas lecturas, que entre todos los libros ha concentrado su predilección más honda en Las aventuras de Pickwick, y con cualquier pretexto cita frases del libro de Dickens, y cada hecho de la vida lo asocia con episodios pickwickianos. Poco a poco él mismo, el universo, la verdadera filosofía han adoptado la forma de Las aventuras de Pickwick en una identificación absoluta. Llegamos por este camino a una idea de clásico muy alta y exigente:

10. Llamase clásico a un libro que se configura como equivalente del universo, a semejanza de los antiguos talismanes.

Con esta definición nos acercamos a la idea del libro total, como lo soñaba Mallarmé.
Pero un clásico puede establecer una relación igualmente fuerte de oposición, de antítesis. Todo lo que Jean-Jacques Rousseau piensa y hace me interesa mucho, pero todo me inspira un deseo incoercible de contradecirlo, de criticarlo, de discutir con él. Incide en ello una antipatía personal en el plano temperamental, pero en ese sentido me bastaría con no leerlo, y en cambio no puedo menos que considerarlo entre mis autores. Diré por tanto:

11. Tu clásico es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él.

Creo que no necesito justificarme si empleo el término «clásico» sin hacer distingos de antigüedad, de estilo, de autoridad. Lo que para mí distingue al clásico es tal vez sólo un efecto de resonancia que vale tanto para una obra antigua como para una moderna pero ya ubicada en una continuidad cultural. Podríamos decir:

12. Un clásico es un libro que está antes que otros clásicos; pero quien haya leído primero los otros y después lee aquél, reconoce enseguida su lugar en la genealogía.

Al llegar a este punto no puedo seguir aplazando el problema decisivo que es el de cómo relacionar la lectura de los clásicos con todas las otras lecturas que no son de clásicos. Problema que va unido a preguntas como: «¿Por qué leer los clásicos en vez de concentrarse en lecturas que nos hagan entender más a fondo nuestro tiempo?» y «¿Dónde encontrar el tiempo y la disponibilidad de la mente para leer los clásicos, excedidos como estamos por el alud de papel impreso de la actualidad?».
Claro que se puede imaginar una persona afortunada que dedique exclusivamente el «tiempo-lectura» de sus días a leer a Lucrecio, Luciano, Montaigne, Erasmo, Quevedo, Marlowe, el Discurso del método, el Wilhelm Meister, Coleridge, Ruskin, Proust y Valéry, con alguna divagación en dirección a Murasaki o las sagas islandesas. Todo esto sin tener que hacer reseñas de la última reedición, ni publicaciones para unas oposiciones, ni trabajos editoriales con contrato de vencimiento inminente. Para mantener su dieta sin ninguna contaminación, esa afortunada persona tendría que abstenerse de leer los periódicos, no dejarse tentar jamás por la última novela o la última encuesta sociológica. Habría que ver hasta qué punto sería justo y provechoso semejante rigorismo. La actualidad puede ser trivial y mortificante, pero sin embargo es siempre el punto donde hemos de situarnos para mirar hacia adelante o hacia atrás. Para poder leer los libros clásicos hay que establecer desde dónde se los lee. De lo contrario tanto el libro como el lector se pierden en una nube intemporal. Así pues, el máximo «rendimiento» de la lectura de los clásicos lo obtiene quien sabe alternarla con una sabia dosificación de la lectura de actualidad. Y esto no presupone necesariamente una equilibrada calma interior: puede ser también el fruto de un nerviosismo impaciente, de una irritada insatisfacción.
Tal vez el ideal sería oír la actualidad como el rumor que nos llega por la ventana y nos indica los atascos del tráfico y, las perturbaciones meteorológicas, mientras seguimos el discurrir de los clásicos, que suena claro y articulado en la habitación. Pero ya es mucho que para los más la presencia de los clásicos se advierta como un retumbo lejano, fuera de la habitación invadida tanto por la actualidad como por la televisión a todo volumen. Añadamos por lo tanto:

13. Es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a la categoría de ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo.

14. Es clásico lo que persiste como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone.

Queda el hecho de que leer los clásicos parece estar en contradicción con nuestro ritmo de vida, que no conoce los tiempos largos, la respiración del otium humanístico, y también en contradicción con el eclecticismo de nuestra cultura, que nunca sabría confeccionar un catálogo de los clásicos que convenga a nuestra situación.
Estas eran las condiciones que se presentaron plenamente para Leopardi, dada su vida en la casa paterna, el culto de la Antigüedad griega y latina y la formidable biblioteca que le había legado el padre Monaldo, con el anexo de toda la literatura italiana, más la francesa, con exclusión de las novelas y en general de las novedades editoriales, relegadas al margen, en el mejor de los casos, para confortación de su hermana («tu Stendhal», le escribía a Paolina). Sus vivísimas curiosidades científicas e históricas, Giacomo las satisfacía también con textos que nunca eran demasiado up to date: las costumbres de los pájaros en Buffon, las momias de Frederick Ruysch en Fontenelle, el viaje de Colón en Robertson.
Hoy una educación clásica como la del joven Leopardi es impensable, y la biblioteca del conde Monaldo, sobre todo, ha estallado. Los viejos títulos han sido diezmados pero los novísimos se han multiplicado proliferando en todas las literaturas y culturas modernas. No queda más que inventarse cada uno una biblioteca ideal de sus clásicos; y yo diría que esa biblioteca debería comprender por partes iguales los libros que hemos leído y que han contado para nosotros y los libros que nos proponemos leer y presuponemos que van a contar para nosotros. Dejando una sección vacía para las sorpresas, los descubrimientos ocasionales.
Compruebo que Leopardi es el único nombre de la literatura italiana que he citado. Efecto de la explosión de la biblioteca. Ahora debería reescribir todo el artículo para que resultara bien claro que los clásicos sirven para entender quiénes somos y adónde hemos llegado, y por eso los italianos son indispensables justamente para confrontarlos con los extranjeros, y los extranjeros son indispensables justamente para confrontarlos con los italianos.
Después tendría que reescribirlo una vez más para que no se crea que los clásicos se han de leer porque «sirven» para algo. La única razón que se puede aducir es que leer los clásicos es mejor que no leer los clásicos.
Y si alguien objeta que no vale la pena tanto esfuerzo, citaré a Cioran (que no es un clásico, al menos de momento, sino un pensador contemporáneo que sólo ahora se empieza a traducir en Italia): «Mientras le preparaban la cicuta, Sócrates aprendía un aria para flauta. “¿De qué te va a servir?”, le preguntaron. “Para saberla antes de morir”».

[1981]

5 de enero de 2010

Italo Calvino -Si una noche de invierno un viajero (Fragmento)



Estás a punto de empezar a leer la nueva novela de Italo Calvino, Si una noche de invierno un viajero. Relájate. Recógete. Aleja de ti cualquier otra idea. Deja que el mundo que te rodea se esfume en lo indistinto. La puerta es mejor cerrarla; al otro lado siempre está la televisión encendida. Dilo en seguida, a los demás: «¡No, no quiero ver la televisión!» Alza la voz, si no te oyen: «¡Estoy leyendo! ¡No quiero que me molesten!» Quizá no te han oído, con todo ese estruendo; dilo más fuerte, grita: «¡Estoy empezando a leer la nueva novela de Italo Calvino!» O no lo digas si no quieres; esperemos que te dejen en paz.

Adopta la postura más cómoda: sentado, tumbado, aovillado, acostado. Acostado de espaldas, de costado, boca abajo. En un sillón, en el sofá, en la mecedora, en la tumbona, en el puf. En la hamaca, si tienes una hamaca. Sobre la cama, naturalmente, o dentro de la cama. También puedes ponerte cabeza abajo, en postura yoga. Con el libro invertido, claro.

La verdad, no se logra encontrar la postura ideal para leer. Antaño se leía de pie, ante un atril. Se estaba acostumbrado a permanecer en pie. Se descansaba así cuando se estaba cansado de montar a caballo. A caballo a nadie se le ha ocurrido nunca leer; y sin embargo ahora la idea de leer en el arzón, el libro colocado sobre las crines del caballo, acaso colgado de las orejas del caballo mediante una guarnición especial, te parece atrayente. Con los pies en los estribos se debería estar muy cómodo para leer; tener los pies en alto es la primera condición para disfrutar de la lectura.

Bueno, ¿a qué esperas? Extiende las piernas, alarga también los pies sobre un cojín, sobre dos cojines, sobre los brazos del sofá, sobre las orejas del sillón, sobre la mesita de té, sobre el escritorio, sobre el piano, sobre el globo terráqueo. Quítate los zapatos, primero. Si quieres tener los pies en alto; si no, vuélvetelos a poner. Y ahora no te quedes ahí con los zapatos en una mano y el libro en la otra.

Regula la luz de modo que no te fatigue la vista. Hazlo ahora, porque en cuanto te hayas sumido en la lectura ya no habrá forma de moverte. Haz de modo que la página no quede en sombra, un adensarse de letras negras sobre un fondo gris, uniformes como un tropel de ratones; pero ten cuidado de que no le caiga encima una luz demasiado fuerte y que no se refleje sobre la cruda blancura del papel royendo las sombras de los caracteres como en un mediodía del Sur. Trata de prever ahora todo lo que pueda evitarte interrumpir la lectura. Los cigarrillos al alcance de la mano, si fumas, el cenicero. ¿Qué falta aún? ¿Tienes que hacer pis? Bueno, tú sabrás.

No es que esperes nada particular de este libro en particular. Eres alguien que por principio no espera ya nada de nada. Hay muchos, más jóvenes que tú y menos jóvenes, que viven a la espera de experiencias extraordinarias; de los libros, de las personas, de los viajes, de los acontecimientos, de lo que el mañana guarda en reserva. Tú no. Tú sabes que lo mejor que uno puede esperar es evitar lo peor. Esta es la conclusión a la que has llegado, tanto en la vida personal como en las cuestiones generales y hasta en las mundiales. ¿Y con los libros? Eso es, precisamente porque lo has excluido en cualquier otro terreno, crees que es justo concederte aún este placer juvenil de la expectativa en un sector bien circunscrito como el de los libros, donde te puede ir mal o ir bien, pero el riesgo de la desilusión no es grave.

Conque has visto en un periódico que había salido Si una noche de invierno un viajero, nuevo libro de Italo Calvino, que no publicaba hacía varios años. Has pasado por la librería y has comprado el volumen. Has hecho bien.

Ya en el escaparate de la librería localizaste la portada con el título que buscabas. Siguiendo esa huella visual te abriste paso en la tienda a través de la tupida barrera de los que te miraban ceñudos desde mostradores y estanterías tratando de intimidarte. Pero tú sabes que no debes dejarte imponer respeto, que entre ellos se despliegan hectáreas y hectáreas de los libros que puedes prescindir de leer, de los libros hechos para otros usos que la lectura, de los libros ya leídos sin necesidad siquiera de abrirlos pues pertenecen a la categoría de lo ya leído antes aún de haber sido escrito. y así superas el primer cinturón de baluartes y te cae encima la infantería de los libros que si tuvieras más vidas que vivir ciertamente los leerías también de buen grado pero por desgracia los días que tienes que vivir son los que son. Con rápido movimiento saltas sobre ellos y llegas en medio de las falanges de los libros que tienes intención de leer aunque antes deberías leer otros, de los libros demasiado caros que podrías esperar a comprarlos cuando los revendan a mitad de precio, de los libros ídem de ídem cuando los reediten en bolsillo, de los libros que podrías pedirle a alguien que te preste, de los libros que todos han leído conque es casi como si los hubieras leído también tú. eludiendo estos asaltos, llegas bajo las torres del fortín, donde ofrecen resistencia
  • los libros que hace mucho tiempo tienes programado leer,
  • los libros que buscabas desde hace años sin encontrarlos,
  • los libros que se refieren a algo que te interesa en este momento,
  • los libros que quieres tener al alcance de la mano por si acaso,
  • los libros que podrías apartar para leerlos a lo mejor este verano,
  • los libros que te faltan para colocarlos junto a otros libros en tu estantería,
  • los libros que te inspiran una curiosidad repentina, frenética y no claramente justificable.
Hete aquí que te ha sido posible reducir el número ilimitado de fuerzas en presencia a un conjunto muy grande, sí, pero en cualquier caso calculable con un número finito, aunque este relativo alivio se vea acechado por las emboscadas de los libros leídos hace tanto tiempo que sería hora de releerlos y de los libros que has fingido siempre haber leído mientras que ya sería hora de que te decidieses a leerlos de veras.

Te liberas con rápidos zigzags y penetras de un salto en la ciudadela de las novedades cuyo autor o tema te atrae. También en el interior de esta fortaleza puedes practicar brechas entre las escuadras de los defensores dividiéndolas en novedades de autores o temas no nuevos (para ti o en absoluto) y novedades de autores o temas completamente desconocidos (al menos para ti) y definir la atracción que sobre ti ejercen basándote en tus deseos y necesidades de nuevo y de no nuevo (de lo nuevo que buscas en lo no nuevo y de lo no nuevo que buscas en lo nuevo).

Todo esto para decir que, recorridos rápidamente con la mirada los títulos de los volúmenes expuestos en la librería, has encaminado tus pasos hacia una pila de si una noche de invierno un viajero recién impresos, has agarrado un ejemplar y lo has llevado a la caja para que se estableciera tu derecho de propiedad sobre él.

Has echado aún un vistazo extraviado a los libros de alrededor (o mejor dicho, eran los libros los que te miraban con el aire extraviado de los perros que desde las jaulas de la perrera municipal ven a un ex compañero alejarse tras la correa del amo venido a rescatarlo) y has salido.

Es un placer especial el que te proporciona el libro recién publicado, no es sólo un libro lo que llevas contigo sino su novedad, que podría ser también sólo la del objeto salido ahora mismo de la fábrica, la belleza de la juventud con que también los libros se adornan, que dura hasta que la portada empieza a amarillear, un velo de smog a depositarse sobre el canto, el lomo a descoserse por las esquinas, en el rápido otoño de las bibliotecas. No, tú esperas siempre tropezar con una novedad auténtica, que habiendo sido novedad una vez continúe siéndolo para siempre. Al haber leído el libro recién salido, te apropiarás de esta novedad desde el primer instante, sin tener después de perseguirla, acosarla. ¿Será esta la vez de veras? Nunca se sabe. Veamos cómo empieza.

Quizá ya en la librería has empezado a hojear el libro. ¿O no has podido, porque estaba envuelto en su capullo de celofán? Ahora estás en el autobús, de pie, entre la gente, colgado por un brazo de una anilla, y empiezas a abrir el paquete con la mano libre, con gestos un poco de mono, un mono que quiere pelar un plátano y al mismo tiempo mantenerse aferrado a la rama. Mira que le estás dando codazos a los vecinos; pide perdón, por lo menos.

O quizá el librero no ha empaquetado el volumen; te lo ha dado en una bolsa. Eso simplifica las cosas. Estás al volante de tu coche, parado en un semáforo, sacas el libro de la bolsa, desgarras la envoltura transparente, te pones a leer las primeras líneas. Te llueve una tempestad de bocinazos; hay luz verde; estás obstruyendo el tráfico.
(Fragmento)

4 de enero de 2010

Wislawa Szymborska / Posibilidades


 

Posibilidades


Prefiero el cine.
Prefiero los gatos.
Prefiero los robles a orillas del río.
Prefiero Dickens a Dostoievski.
Prefiero que me guste la gente
a amar a la humanidad.
Prefiero tener en la mano hilo y aguja.
Prefiero no afirmar
que la razón es la culpable de todo.
Prefiero las excepciones.
Prefiero salir antes.
Con los médicos prefiero hablar de otra cosa.
Prefiero las viejas ilustraciones.
Prefiero lo ridículo de escribir poemas
a lo ridículo de no escribirlos.
En el amor prefiero los aniversarios
que se celebran todos los días.
Prefiero a los moralistas
que no me prometen nada.
Prefiero la bondad del sabio a la del demasiado crédulo.
Prefiero la tierra vestida de civil.
Prefiero los países conquistados a los conquistadores.
Prefiero tener reservas.
Prefiero el infierno del caos al infierno del orden.
Prefiero los cuentos de Grimm a las primeras planas
del periódico.
Prefiero las hojas sin flores a la flor sin hojas.
Prefiero los perros con la cola sin cortar.
Prefiero los ojos claros porque los tengo oscuros.
Prefiero los cajones.
Prefiero muchas cosas que aquí no he mencionado
a muchas otras que tampoco he dicho.
Prefiero el cero solo
al que hace cola en una cifra.
Prefiero el tiempo de los insectos al tiempo de las estrellas.
Prefiero tocar madera.
Prefiero no preguntar cuánto me queda y cuándo.
Prefiero tomar en cuenta incluso la posibilidad
de que todo tiene una razón de ser.

De "Gente en el puente" 1986 Versión de Gerardo Beltrán

3 de enero de 2010

Regalos para año nuevo, reyes magos


Abuela Cyber - El profeta de Khalil Gibrán
Aldabra Hijos de mi barrio - Naguib Mahfuz- Muerte en Venecia- Thomas Mann
Antrópicos - Darwin's Dangerous Idea- Daniel Dennett
Hay algo natural - La marcha de la locura - Barbara Tuchman
Sureando - La odisea- Cristo de nuevo crucificado- Nikos Kazantzakis
Justino- Los anillos de Saturno- W.G. Sebald
La niña que pinta- La historia del arte- E.H. Gombrich
Ana: Las uvas de la ira- Jonh Steinbeck
ELISA...LICHAZUL Neruda, Las furias y las penas- David Schidlwosky, Obra selecta de Gonzalo Rojas
M.de las Nieves Barahona- El Quijote, Cien años de soledad y la Montaña mágica
Genin -El espejismo de Dios - Richard Dawkins
Mariluz - El filo de la navaja- Somerset Maugham
Valentina Becker El libro de los seres imaginarios- Borges-Guerrero - El amor en tiempos del cólera - Gabriel García Márquez
Gianna Canto general de Pablo Neruda
Queralt 2666- Los detectives salvajes de Roberto Bolaño - El obsceno pájaro de la noche de José Donoso- Persona non grata de Jorge Edwards
Para cualquiera :
La guerra del fin del mundo Mario Vargas Llosa
Kavafis íntegro
Obras completas de Borges
Rayuela, Todos los fuegos el fuego de Julio Cortázar
El laberinto de la soledad Octavio Paz
La peste de Albert Camus
América, El castillo Franz Kafka
El cuarteto de alejandría Lawrence Durrel
Crónica del pájaro que da cuerda al mundo Haruki Murakami
Bomarzo Manuel Mujica Laínez
¿Se animan a agregar mas?

Feliz año nuevo 2010 a todos