Hace tres veranos, encontré una carta en mi buzón. Venía en un gran sobre blanco y estaba dirigida a alguien cuyo nombre no conocía: Robert M. Morgan, de Seattle, Washington. En la Oficina de Correos habían estampado en el anverso del sobre varios sellos: Desconocido, A su procedencia. Habían tachado a pluma el nombre del señor Morgan, y al lado alguien había escrito: “No vive en esta dirección”. Trazada con la misma tinta azul, una flecha señalaba la esquina superior izquierda del sobre, junto a las palabras "Devolver al remitente”. Suponiendo que la Oficina de Correos había cometido un error, comprobé la esquina superior izquierda para ver quién era el remitente. Allí, para mi absoluta perplejidad, descubrí mi propio nombre y mi propia dirección. No sólo eso, sino que estos datos estaban impresos en una etiqueta de dirección personal (una de esas etiquetas que se pueden encargar en paquetes de doscientas). La ortografía de mi nombre era correcta, la dirección era mi dirección, pero el hecho era (y lo sigue siendo) que nunca he tenido ni he encargado en mi vida un paquete de etiquetas con mi dirección impresa.
Dentro del sobre había una carta mecanografiada a un solo espacio que empezaba así: “Querido Robert: en respuesta a tu carta del 15 de julio de 1999 debo decirte que, como otros autores, a menudo recibo cartas sobre mi propia obra”. Luego, en un estilo rimbombante y pretencioso, plagado de citas de filósofos franceses y rebosante de vanidad y autosatisfacción, el autor de la carta elogiaba a Robert por las ideas que había desarrollado sobre uno de mis libros en un curso universitario sobre novela contemporánea. Era una carta despreciable, la clase de carta que jamás se me hubiera ocurrido escribirle a nadie, y, sin embargo, estaba firmada con mi nombre. La letra no se parecía a la mía, pero eso no me consolaba. Alguien estaba intentando hacerse pasar por mí, y, por lo que sé, lo sigue intentando.
Un amigo me sugirió que era un ejemplo de “arte por correo”. Sabiendo que la carta no podía llegarle a Robert Morgan (puesto que tal persona no existe), en realidad el autor de la carta me estaba enviando a mí sus comentarios. Pero esto hubiera implicado una confianza injustificada en el Servicio de Correos, y dudo que alguien que se ha dado el trabajo de encargar en mi nombre etiquetas de dirección y de ponerse a escribir una carta tan arrogante y altisonante pudiera dejar algo al azar. ¿O sí? Quizá los perversos listillos de este mundo creen que todo saldrá siempre como ellos quieren.
Tengo pocas esperanzas de resolver algún día este pequeño misterio. El bromista ha borrado hábilmente sus huellas, y no ha vuelto a dar señales de vida. Lo que no acabo de entender de mi propia actitud es que nunca he tirado la carta, aunque sigue dándome escalofríos cada vez que la miro. Un hombre sensato la habría tirado a la basura. En vez de eso, por razones que no comprendo, la conservo en mi mesa de trabajo desde hace tres años, y he dejado que se convirtiera en un objeto más, permanente, entre mis plumas, cuadernos y gomas de borrar. Quizá la conservo como un monumento a mi propia locura. Quizá sea el medio de recordarme que no sé nada, que el mundo en el que vivo no dejará nunca de escapárseme.
Paul Auster, El Cuaderno Rojo
No es la primera vez que visito este blog, y me gusta bastante. Te seguiré con más asiguduidad.
ResponderBorrarMe ha gustado el relato. Lo incorporaré a mi diccionario epistolar, sección cartas de desconocidos. He de reconocer que tengo poco leído a Paul Auster. Debo insistir un poco más.
Antipático
Jamás me ha pasado algo similar. Este relato me ha dejado con una curiosidad sobre el tema.
ResponderBorrarTe saludo con especial afecto y mis mejores deseos para este 2010!
Desde mi blog: Reflexiones al desnudo
Nunca he leido a Paul Auster y ahora me has insitado a ello... aunque con el relato, también me ha dado por poner guapa mi mesa de trabajo, por si me llega una carta rara tenga donde ponerla.
ResponderBorrarSaludos!
Yo la habría tirado.
ResponderBorrarClaro que no soy Paul Auster.
Pues ahora me dejas con las ganas de leer más, tendré que buscar el libro, gracias por descubrírmelo.
ResponderBorrarBueno, el mismo reconoce que está loco, y de un loco se puede esperar cualquier cosa...
ResponderBorrarSalud
Querido amigo,gracias por recordarme este pasaje de Paul Auster,leí este libro hace más de cuatro años.
ResponderBorrarMe gusta mucho Paul Auster,tengo 21 obras suyas y ya he encargado la última INVISIBLE. Abrazos
Me ha gustado este relato de Paul Auster, gracias por compartirlo.
ResponderBorrarSaludos
Lo que desconoce mr. Auster es que cada vez que releo El Cuaderno Rojo me congratulo por haber conseguido, al menos en parte, mi objetivo de crearle cierta intranquilidad que él describe como escalofríos. Digo que al menos en parte porque no he conseguido realmente lo que me proponía enviando al falso Robert Morgan (no tan falso pues así es como me llamo, las falsas eran las señas pues no vivo donde dirigí la carta) la nota que evidentemente dirigía al propio mr. Auster deseando estimularle a escribir una novela (me habría conformado con cuento) en la que desarrollase lo que ha reducido a unos cuantos párrafos en su Cuaderno Rojo.
ResponderBorrarPor favor Francisco, no se lo digas pues, como aún conserva la carta, quizá algún día desarrolle la idea de un usurpador de identidad que es una faceta más de él mismo, en una novela que, al igual que las otras suyas, nos deleite y lleve a otros espacios.
Auster es un autor extraordinario.
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