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16 de marzo de 2013

Conversaciones Sabato Borges



Me parece muy triste morir: dijo Sabato

Los desencuentros de Sabato y Borges


 Falleció  Sabato a los 99 años, a tan solo dos meses de cumplir los cien. Y, aunque Borges murió hace ya un cuarto de siglo, podemos vaticinar sus palabras al respecto. Cuando su madre murió -también a los 99 años- y una periodista se lamentó de que no hubiera llegado a la centena, Borges le respondió sin piedad: "Veo que es usted una devota del sistema decimal". 

Borges era capaz de perder un amigo con tal de urdir una frase lapidaria. Y con Sabato, que no fue su amigo, se sentía muy libre de hacerlo. No hay en eso ninguna novedad. Y acaso, ningún interés. Sería una anécdota más sobre dos grandes escritores que, siendo compatriotas y contemporáneos, no simpatizaron. Como Chesterton y Wells. No obstante, detrás de esta animadversión, lo que hay de fondo y lo que vale la pena repasar, ahora que ambos han entrado en la historia, son dos maneras distintas de entender la literatura y la vida. Sabato quería la trascendencia; Borges, en cambio, "quería morir del todo, quería morir con ese compañero, su cuerpo". Sabato era grave como un Guayasamín; Borges era irreverente y no podía respirar si le faltaba el humor. 

En Diálogos Borges-Sabato (1976), el libro compaginado por Orlando Barone y que paradójicamente ha contribuido a acrecentar la falsa leyenda de su amistad, leemos lo siguiente:

BORGES: ¿Cuándo nos conocimos? A ver… Yo he perdido la cuenta de los años. Pero creo que fue en casa de Bioy Casares, en la época de 'Uno y el Universo'.

 SABATO: No, Borges. Ese libro salió en 1945. Nos conocimos en lo de Bioy, pero unos años antes, creo que hacia 1940".

 No estuvieron de acuerdo ni siquiera en la fecha en que se conocieron. Aunque Sabato estaba más cerca de la verdad. Fue poco después del 40 y en casa de Adolfo Bioy Casares, ese sí, el gran amigo de Borges, quien relata el desencuentro en sus memorias: "Sabato me pareció una persona de inteligencia activa —como Ricardo Resta, de quien se aseguraba 'piensa todo el tiempo'— y eso me bastó para recibirlo como a un amigo. De vez en cuando Sabato se permitía, a la manera de apoyo, pedanterías infantiles, que molestaban a Borges. Si había dicho algo intencionadamente paradójico, exclamaba (como si hubiera hablado otro y él aprobara por lo menos la audacia del concepto): ¡Margotinismo puro!". El tono de este comentario aparente críptico era de extrema suficiencia. Si uno pedía explicaciones, Sabato vagamente y con aire de pícaro aludía a un profesor alemán llamado quizá Margotius o Margotinus o algo así. Evidentemente se trataba de su monsieur Teste, su Bustos Domecq, su Pierre Menard; no quería ser menos que nadie; Borges no celebraba la broma: tal vez la invención de Sabato no fuera más allá del supuesto profesor, no llegara nunca a un reconocible estilo de pensamientos. A falta de eso, ponía Sabato ese inconfundible tono de satisfacción para exclamar "¡Margotinismo puro!". De todos modos, Sabato me parecía digno de estímulo y convencí a Borges (lo convencí superficialmente, para nuestras conversaciones de entonces) de que Sabato era inteligente. Se me ocurre que Borges no creía en esa inteligencia cuando estaba solo o con otros amigos". 

Pero siguieron las cenas en la casa de los Bioy, con Silvina Ocampo y eventualmente con algún miembro de la revista Sur, donde Sabato colaboraba. Sigamos con el relato de Bioy: "Un día me trajo (ya estaba viviendo yo en la calle Santa Fe, donde ahora vive Alicia Jurado) el manuscrito del Túnel 'para que se lo corrigiera'. Me pregunto por qué en el trato de escritores hay tantos malentendidos ¿por falsas modestias? ¿Por una vanidad que siempre merodea, como un chacal hambriento? Lo cierto es que leí con lápiz colorado el librito y, según mi costumbre (en ese tiempo corregía las traducciones de 'El séptimo círculo' y de 'La puerta de marfil'), lo corregí casi todas las veces que fue necesario. Cuando Sabato vino a retirar su novela, comprendí mi error. Él venía dispuesto a recibir elogios por un gran libro; yo le devolví un librito, plagado de errores de composición, que no podían corregirse (como esa patética imitación de Huxley, la discusión sobre las novelas policiales que interrumpía el relato) y páginas garabateadas de elementales correcciones en rojo: correcciones de palabras, como constatar, de sintaxis, etcétera. Nuestra amistad, que nunca fue del todo espontánea, empezó a deteriorarse". En el voluminoso libro póstumo de Adolfo Bioy Casares, Borges, donde puntualmente anotaba las conversaciones que casi a diario sostenía con su amigo, leemos en la entrada del 11 de julio de 1950: "Come en casa de Borges. Comentamos el carácter de Sabato. Según Borges, lo que está mal en él es que su conversación es demasiado anecdótica, se parece demasiado poco al pensamiento". Se acabaron las tertulias. 

Solo en 1974 el azar volvería a reunirlos en la librería La Ciudad de la Galería del Este. Un raro ejemplar de El Quijote rompió el hielo y los animó a intercambiar palabras después de tantos años. Orlando Barone, presente en la librería, tuvo entonces la idea de sentar a conversar a sus dos admirados maestros. Tuvo que convencerlos por separado y con la promesa de no hablar del peronismo, un tema que exasperaba a Borges. Aunque Sabato le advirtió: "La política suele entrar por la ventana o por una hendija cuando uno menos lo espera". Y entró, Borges terminó recordando aquel sórdido episodio en que el gobierno de Perón lo "traslada" de su modesto empleo en una biblioteca de Almagro para nombrarlo "inspector de gallinas". Fueron sesiones semanales de dos y tres horas durante tres meses en el apartamento de la pintora uruguaya Reneé Noetinger y en un bar de Maipú y Córdoba. Cada uno se instala en su trinchera y la conversación no es fluida. Hay una calma chicha, silencios incómodos. "Hay un momento que percibo tenso, como esos segundos previos a una polémica, a una lucha de opiniones contrarias", dice Orlando Barone. Después de un largo rato, Borges, al fin, consigue sacarle una sonrisa:

SABATO: (con tono escéptico) Pero dígame, Borges, ¿a usted le interesa el budismo en serio? Quiero decir como religión. ¿O solo le importa como fenómeno literario?

BORGES: Me parece ligeramente menos imposible que el cristianismo (ríen).

Sabato no pierde oportunidad para recalcarle a Borges que su literatura es difícil, erudita. Más adelante, cuando Sabato le recuerda su gusto por Almafuerte, "un poeta de barrio", Borges aprovecha para sacarse el clavo: "Todos somos poetas de barrio". 

Como a Juan Pablo Castel y María Iribarne, un largo y oscuro túnel los separaba. Sabato era un intelectual preocupado por la deshumanización a la que nos había llevado el avance incontrolado de la ciencia y la técnica, por el predominio de la razón sobre los sentimientos. Y, entre grandes dudas y zozobras, abogaba por un cambio. Borges era un apolítico, desdeñoso de las teorías y la realidad (a no ser para parodiarlas) e interesado únicamente en el hecho estético, en la extraña música de las palabras. El existencialista y el lúdico. Para Sabato escribir fue un desgarramiento; para Borges, un alivio que lo ayudaba a olvidarse de sí mismo y su circunstancia. Sabato acaba de morir y Borges murió hace 25 años, pero en algún lugar del "inconcebible universo" se está repitiendo este diálogo:

-BORGES: Cómo, ¿usted le tiene miedo a la muerte?

SABATO: La palabra exacta sería tristeza. Me parece muy triste morir.

BORGES: Yo pienso que así como a uno no puede entristecerlo no haber visto la guerra de Troya, no ver más este mundo tampoco puede entristecerlo".

23 de abril de 2012

DIA DEL LIBRO - La Biblioteca de Babel Jorge Luis Borges

Jorge Luis Borges

La Biblioteca de Babel


By this art you may contemplate the
variation on 23 letters...

The Anatomy of Melancholy
part. 2,  sect. II, mem. IV.

El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente.
La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos.
Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito... La luz procede de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente, incesante
Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por la baranda; mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que es infinita.
Yo afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que las salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de nuestra intuición del espacio. Razonan que es inconcebible una sala triangular o pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: La Biblioteca es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible.
A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta letras de color negro. También hay letras en el dorso de cada libro; esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento, a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero rememorar algunos axiomas.
El primero: La Biblioteca existe ab aeterno. De esa verdad cuyo colorario inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable puede dudar. El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos; el universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir la distancia que hay entre lo divino y lo humano, basta comparar estos rudos símbolos trémulos que mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con las letras orgánicas del interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas.
El segundo: El número de símbolos ortográficos es veinticinco. Esa comprobación permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la Biblioteca y resolver satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la naturaleza informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi padre vio en un hexágono del circuito quince noventa y cuatro, constaba de las letras MCV perversamente repetidas desde el renglón primero hasta el último. Otro (muy consultado en esta zona) es un mero laberinto de letras, pero la página penúltima dice Oh tiempo tus pirámides. Ya se sabe: por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano... Admiten que los inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales, pero sostienen que esa aplicación es casual y que los libros nada significan en sí. Ese dictamen, ya veremos no es del todo falaz.)
Durante mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables correspondían a lenguas pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los primeros bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora; es verdad que unas millas a la derecha la lengua es dialectal y que noventa pisos más arriba, es incomprensible. Todo eso, lo repito, es verdad, pero cuatrocientas diez páginas de inalterables M C V no pueden corresponder a ningún idioma, por dialectal o rudimentario que sea. Algunos insinuaron que cada letra podía influir en la subsiguiente y que el valor de MCV en la tercera línea de la página 71 no era el que puede tener la misma serie en otra posición de otra página, pero esa vaga tesis no prosperó. Otros pensaron en criptografías; universalmente esa conjetura ha sido aceptada, aunque no en el sentido en que la formularon sus inventores.
Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior dio con un libro tan confuso como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaban redactadas en portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el idioma: un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico.
También se descifró el contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un bibliotecario de genio descubriera la ley fundamental de la Biblioteca. Este pensador observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del alfabeto. También alegó un hecho que todos los viajeros han confirmado: No hay en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos.
De esas premisas incontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basilides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito.
Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo se habló mucho de las Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de encontrar su Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los corredores estrechos, proferían oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los libros engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por los hombres de regiones remotas. Otros se enloquecieron... Las Vindicaciones existen (yo he visto dos que se refieren a personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero.
También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la multiforme Biblioteca habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos... Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he visto en el desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una escalera sin peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con el bibliotecario; alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca de palabras infames. Visiblemente, nadie espera descubrir nada.
A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran letras y símbolos, hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos libros canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes severas. La secta desapareció, pero en mi niñez he visto hombres viejos que largamente se ocultaban en las letrinas, con unos discos de metal en un cubilete prohibido, y débilmente remedaban el divino desorden.
Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles. Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético, se debe la insensata perdición de millones de libros. Su nombre es execrado, pero quienes deploran los "tesoros" que su frenesí destruyó, negligen dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es tan enorme que toda reducción de origen humano resulta infinitesimal. Otro: cada ejemplar es único, irreemplazable, pero (como la Biblioteca es total) hay siempre varios centenares de miles de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una coma. Contra la opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de las depredaciones cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el horror que esos fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los libros del Hexágono Carmesí: libros de formato menor que los naturales; omnipotentes, ilustrados y mágicos.
También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro. En algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él.
Durante un siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo infinito... En aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años. No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a los dioses ignorados que un hombre—¡uno solo, aunque sea, hace miles de años!—lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se justifique.
Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción. Hablan (lo sé) de "la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira". Esas palabras que no sólo denuncian el desorden sino que lo ejemplifican también, notoriamente prueban su gusto pésimo y su desesperada ignorancia.
En efecto, la Biblioteca incluye todas las estructuras verbales, todas las variaciones que permiten los veinticinco símbolos ortográficos, pero no un solo disparate absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los muchos hexágonos que administro se titula Trueno peinado, y otro El calambre de yeso y otro Axaxaxas mlö. Esas proposiciones, a primera vista incoherentes, sin duda son capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa justificación es verbal y, ex hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar unos caracteres

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que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba que no esté llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el nombre poderoso de un dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta epístola inútil y palabrera ya existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los incontables hexágonos—y también su refutación. (Un número n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo biblioteca admite la correcta definición ubicuo y perdurable sistema de galerías hexagonales, pero biblioteca es pan o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?).
La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo, han diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana—la únicaTraducción de Laura Manero y Verónica Canales— está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta.
Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos pueden inconcebiblemente cesar—lo cual es absurdo. Quienes lo imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza.(*)

Mar del Plata, 1941


* Letizia Álvarez de Toledo ha observado que la vasta Biblioteca es inútil; en rigor, bastaria un solo volumen, de formato común, impreso en cuerpo nueve o en cuerpo diez, que constara de un número infinito de hojas infinitamente delgadas. (Cavalieri a principios del siglo XVII, dijo que todo cuerpo sólido es la superposición de un número infinito de planos.) El manejo de ese vademécum sedoso no sería cómodo: cada hoja aparente se desdoblaría en otras análogas; la inconcebible hoja central no tendría revés.






El Jardín de Senderos que se Bifurcan

21 de marzo de 2012

Jorge L. Borges, Adolfo Bioy Casares- CUENTOS BREVES Y EXTRAORDINARIOS (selección)



LA SENTENCIA
Aquella noche, en la hora de la rata, el emperador soñó que había salido de su palacio y que en la oscuridad caminaba por el jardín, bajo los árboles en flor. Algo se arrodilló a sus pies y le pidió amparo. El emperadoraccedió; el suplicante dijo que era un dragón y que los astros le habían revelado que al día siguiente, antesde la caída de la noche, Wei Cheng, ministro del emperador, le cortaría la cabeza. En el sueño, el emperador juró protegerlo.
Al despertarse, el emperador preguntó por Wei Cheng. Le dijeron que no estaba en el palacio; el emperador lo mandó buscar y lo tuvo atareado el día entero, para que no matara al dragón, y hacia el atardecer le propuso que jugaran al ajedrez. La partida era larga, el ministro estaba cansado y se quedó dormido.
Un estruendo conmovió la tierra. Poco después irrumpieron dos capitanes que traían una inmensa cabeza de dragón empapada en sangre. La arrojaron a los pies del emperador y gritaron:
-Cayó del cielo.
Wei Cheng, que había despertado, lo miró con perplejidad y observó:
-Que raro, yo soñé que mataba a un dragón así.
Wu Ch'eng-en (c. 1505-c. 1580).

DIFICIL DE CONTENTAR
Kardan cayó enfermo. Su tío le dijo:
-¿Qué deseas comer? La cabeza de dos corderos.
-No hay.
-Entonces, las dos cabezas de un cordero.
-No hay.
-Entonces no quiero nada.
Ibn Abd Rabbih, Kitabal idq el farid, tomo III.

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LOS BRAHMANES Y EL LEÓN
En cierto pueblo había cuatro brahmanes que eran amigos. Tres habían alcanzado el confín de cuanto los hombres pueden saber, pero les faltaba cordura. El otro desdeñaba el saber; solo tenía cordura. Un día se reunieron. ¿De qué sirven las prendas, dijeron, si no viajamos, si no logramos el favor de los reyes, si no  ganamos dinero? Ante todo, viajaremos.
Pero cuando habían recorrido un trecho, dijo el mayor:
-Uno de nosotros, el cuarto, es un simple, que no tiene más que cordura. Sin el saber, con mera cordura, nadie obtiene el favor de los reyes. Por consiguiente, no compartiremos con él nuestras ganancias. Que se vuelva a su casa.
El segundo dijo:
-Esta no es manera de proceder. Desde muchachos hemos jugado juntos. Ven, mi noble amigo, tú tendrás
tu parte en nuestras ganancias.
Siguieron su camino y en un bosque hallaron los huesos de un león. Uno de ellos dijo:
-Buena ocasión para ejercitar nuestros conocimientos. Aquí hay un animal muerto; resucitémoslo.
El primero dijo:
-Sé componer el esqueleto.
El segundo dijo:
-Puedo suministrar la piel, la carne y la sangre.
El tercero dijo:
-Sé darle la vida.
El primero compuso el esqueleto, el segundo suministró la piel, la carne y la sangre. El tercero se disponía a
infundir la vida, cuando el hombre cuerdo observó:
-Es un león. Si lo resucitan, nos va a matar a todos.
-Eres muy simple -dijo el otro-. No seré yo el que frustre la labor de la sabiduría.
-En tal caso -respondió el hombre cuerdo- aguarda que me suba a este árbol.
Cuando lo hubo hecho, resucitaron al león; éste se levantó y mató a los tres. El hombre cuerdo esperó que se alejara el león, para bajar del árbol y volver a su casa.
Panchatantra, siglo II, a.c.

EUGENESIA
Una dama de calidad se enamoró con tanto frenesí de un tal señor Dodd, predicador puritano, que rogó a su marido que les permitiera usar de la cama para procrear un ángel o un santo; pero, concedida la venia, el parto fue normal.
Drummond, Ben Ionsiana (c. 1618).


LA SOMBRA DE LAS JUGADAS
En uno de los cuentos que integran la serie de los Mabinogion, dos reyes enemigos juegan al ajedrez, mientras en un valle cercano sus ejércitos luchan y se destrozan. Llegan mensajeros con noticias de labatalla; los reyes no parecen oírlos e inclinados sobre el tablero de plata, mueven las piezas de oro.
Gradualmente se aclara que las vicisitudes del combate siguen las vicisitudes del juego. Hacia el atardecer,uno de los reyes derriba el tablero, porque le han dado jaque mate y poco después un jinete ensangrentadole anuncia: -Tu ejército huye, has perdido el reino.
Edwin Morgan, The Week-End Companion to Wales and Cornwall (Chester, 1929).

17 de julio de 2011

Borges La muerte y la brújula

Jorge Luis Borges

"La muerte y la brújula"


A Mandie Molina Vedia

De los muchos problemas que ejercitaron la temeraria perspicacia de Lönnrot, ninguno tan extraño - tan rigurosamente extraño, diremos - como la periódica serie de hechos de sangre que culminaron en la quinta de Triste-le-Roy, entre el interminable olor de los eucaliptos. Es verdad que Erik Lönnrot no logró impedir el último crimen, pero es indiscutible que lo previó. Tampoco adivinó la identidad del infausto asesino de Yarmolinsky, pero sí la secreta morfología de la malvada serie y la participación de Red Scharlach, cuyo segundo apodo es Scharlach el Dandy. Ese criminal (como tantos) había jurado por su honor la muerte de Lönnrot, pero éste nunca se dejó intimidar. Lönnrot se creía un puro razonador, un Auguste Dupin, pero algo de aventurero había en él y hasta de tahur.
El primer crimen ocurrió en el Hôtel du Nord, ese alto prisma que domina el estuario cuyas aguas tienen el color del desierto. A esa torre (que muy notoriamente reúne la aborrecida blancura de un sanatorio, la numerada divisibilidad de una cárcel y la apariencia general de una casa mala) arribó el día tres de diciembre el delegado de Podólsk al Tercer Congreso Talmúdico, doctor Marcelo Yarmolinsky, hombre de barba gris y ojos grises. Nunca sabremos si el Hôtel du Nord le agradó: lo aceptó con la antigua resignación que le había permitido tolerar tres años de guerra en los Cárpatos y tres mil años de opresión y de pogroms. Le dieron un dormitorio en el piso R, frente a la suite que no sin esplendor ocupaba el Tetrarca de Galilea. Yarmolinsky cenó, postergó para el día siguiente el examen de la desconocida ciudad, ordenó en un placard sus muchos libros y sus muy pocas prendas, y antes de medianoche apagó la luz. (Así lo declaró el chauffeur del Tetrarca, que dormía en la pieza contigua.) El cuatro, a las 11 y 3 minutos A.M., lo llamó por teléfono un redactor de la Yidische Zaitung; el doctor Yarmolinsky no respondió; lo hallaron en su pieza, ya levemente oscura la cara, casi desnudo bajo una gran capa anacrónica. Yacía no lejos de la puerta que daba al corredor; una puñalada profunda le había partido el pecho. Un par de horas después, en el mismo cuarto, entre periodistas, fotógrafos y gendarmes, el comisario Treviranus y Lönnrot debatían con serenidad el problema.
-No hay que buscarle tres pies al gato-decía Treviranus, blandiendo un imperioso cigarro-.Todos sabemos que el Tetrarca de Galilea posee los mejores zafiros del mundo. Alguien, para robarlos, habrá penetrado aquí por error. Yarmolinsky se ha levantado; el ladrón ha tenido que matarlo. ¿Qué le parece?
-Posible, pero no interesante-respondió Lönnrot-. Usted replicará que la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis. En la que usted ha improvisado interviene copiosamente el azar. He aquí un rabino muerto; yo preferiría una explicación puramente rabínica, no los imaginarios percances de un imaginario ladrón.
Treviranus repuso con mal humor:
-No me interesan las explicaciones rabínicas; me interesa la captura del hombre que apuñaló a este desconocido.
-No tan desconocido-corrigió Lönnrot -. Aquí están sus obras completas-. Indicó en el placard una fila de altos volúmenes; una Vindicación de la cábala; un Examen de la filosofía de Robert Fludd; una traducción literal del Sepher Yezirah; una Biografía del Baal Shem; una Historia de la secta de los Hasidim; una monografía (en alemán) sobre el Tetragrámaton; otra, sobre la nomenclatura divina del Pentateuco. El comisario los miró con temor, casi con repulsión. Luego, se echó a reír.
-Soy un pobre cristiano-repuso-. Llévese todos esos mamotretos, si quiere; no tengo tiempo que perder en supersticiones judías.
-Quizás este crimen pertenece a la historia de las supersticiones judías-murmuró Lönnrot.
-Como el cristianismo-se atrevió a completar el redactor de la Yidische Zaitung. Era miope, ateo y muy tímido.
Nadie le contestó. Uno de los agentes había encontrado en la pequeña máquina de escribir una hoja de papel con esta sentencia inconclusa.

La primera letra del Nombre
ha sido articulada.

Lönnrot se abstuvo de sonreír. Bruscamente bibliófilo o hebraísta, ordenó que le hicieran un paquete con los libros del muerto y los llevó a su departamento. Indiferente a la investigación policial, se dedicó a estudiarlos. Un libro en octavo mayor le reveló las enseñanzas de Israel Baal Shem Tobh, fundador de la secta de los Piadosos; otro, las virtudes y terrores del Tetragrámaton, que es el inefable Nombre de Dios; otro, la tesis de que Dios tiene un nombre secreto, en el cual está compendiado (como en la esfera de cristal que los persas atribuyen a Alejandro de Macedonia), su noveno atributo, la eternidad, es decir, el conocimiento inmediato de todas las cosas que serán, que son y que han sido en el universo. La tradición enumera noventa y nueve nombres de Dios; los hebraístas atribuyen ese imperfecto número al mágico temor de las cifras pares; los Hasidim razonan que ese hiato señala un centésimo nombre. El Nombre Absoluto.
De esa erudición lo distrajo, a los pocos días, la aparición del redactor de la Yidische Zaitung. Este quería hablar del asesinato; Lönnrot prefirió hablar de los diversos nombres de Dios; el periodista declaró en tres columnas que el investigador Erik Lönnrot se había dedicado a estudiar los nombres de Dios para dar con el nombre del asesino. Lönnrot, habituado a las simplificaciones del periodismo, no se indignó. Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro, publicó una edición popular de la Historia de la secta de los Hasidim.
El segundo crimen ocurrió la noche del tres de enero, en el más desamparado y vacío de los huecos suburbios occidentales de la capital. Hacia el amanecer, uno de los gendarmes que vigilan a caballo esas soledades vio en el umbral de una antigua pintorería un hombre emponchado, yacente. El duro rostro estaba como enmascarado de sangre; una puñalada profunda le había rajado el pecho. En la pared, sobre los rombos amarillos y rojos, había unas palabras en tiza. El gendarme las deletreó... Esa tarde, Treviranus y Lönnrot se dirigieron a la remota escena del crimen. A izquierda y derecha del automóvil, la ciudad se desintegraba; crecía el firmamento y ya importaban poco Mandie Molina Vedia
 las casas y mucho un horno de ladrillos o un álamo. Llegaron a su pobre destino: un callejón final de tapias rosadas que parecían reflejar de algún modo la desaforada puesta de sol. El muerto ya había sido identificado. Era Daniel Simó Azevedo, hombre de alguna fama en los antiguos arrabales del Norte, que había ascendido de carrero a guapo electoral, para degenerar después en ladrón y hasta en delator. (El singular estilo de su muerte les pareció adecuado: Azevedo era el último representante de una generación de bandidos que sabía el manejo del puñal, pero no del revólver.) Las palabras en tiza eran las siguientes:
La segunda letra del Nombre
ha sido articulada.
El tercer crimen ocurrió la noche del tres de febrero. Poco antes de la una, el teléfono resonó en la oficina del comisario Treviranus. Con ávido sigilo, habló un hombre de voz gutural; dijo que se llamaba Ginzberg (o Ginsburg), y que estaba dispuesto a comunicar, por una remuneración razonable, los hechos de los dos sacrificios de Azevedo y Yarmolinsky. Una discordia de silbidos y de cornetas ahogó la voz del delator. Después, la comunicación se cortó. Sin rechazar la posibilidad de una broma (al fin, estaban en carnaval), Treviranus indagó que le habían hablado desde el Liverpool House, taberna de la Rue de Toulon -esa calle salobre en la que conviven el cosmorama y la lechería, el burdel y los vendedores de biblias. Treviranus habló con el patrón. Este (Black Finnegan, antiguo criminal irlandés, abrumado y casi anulado por la decencia) le dijo que la última persona que había empleado el teléfono de la casa era un inquilino, un tal Gryphius, que acababa de salir con unos amigos. Treviranus fue enseguida al Liverpool House. El patrón le comunicó lo siguiente: Hace ocho días, Gryphius había tomado pieza en los altos del bar. Era un hombre de rasgos afilados, de nebulosa barba gris, trajeado pobremente de negro; Finnegan (que destinaba esa habitación a un empleo que Treviranus adivinó) le pidió un alquiler sin duda excesivo; Gryphius inmediatamente pagó la suma estipulada. No salía casi nunca; cenaba y almorzaba en su cuarto; apenas si le conocían la cara en el bar. Esa noche, bajó a telefonear al despacho de Finnegan. Un cupé cerrado se detuvo ante la taberna. El cochero no se movió del pescante; algunos parroquianos recordaron que tenía máscara de oso. Del cupé bajaron dos arlequines; eran de reducida estatura y nadie pudo no observar que estaban muy borrachos. Entre balidos de cornetas, irrumpieron en el escritorio de Finnegan; abrazaron a Gryphius, que pareció reconocerlos, pero que les respondió con frialdad; cambiaron unas palabras en yiddish -él en voz baja, gutural, ellos con las voces falsas, agudas- y subieron a la pieza del fondo. Al cuarto de hora bajaron los tres, muy felices; Gryphius, tambaleante, parecía tan borracho como los otros. Iba, alto y vertiginoso, en el medio, entre los arlequines enmascarados. (Una de las mujeres del bar recordó los losanges amarillos, rojos y verdes.) Dos veces tropezó; dos veces lo sujetaron los arlequines. Rumbo a la dársena inmediata, de agua rectangular, los tres subieron al cupé y desaparecieron. Ya en el estribo del cupé, el último arlequín garabateó una figura obscena y una sentencia en una de las pizarras de la recova.
Treviranus vio la sentencia. Era casi previsible; decía:

La última de las letras del Nombre
ha sido articulada.

Examinó, después, la piecita de Gryphius-Ginzberg. Había en el suelo una brusca estrella de sangre; en los rincones, restos de cigarrillo de marca húngara; en un armario, un libro en latín -el Philologus hebraeograecus(1739), de Leusden- con varias notas manuscritas. Treviranus lo miró con indignación e hizo buscar a Lönnrot. Este, sin sacarse el sombrero, se puso a leer, mientras el comisario interrogaba a los contradictorios testigos del secuestro posible. A las cuatro salieron. En la torcida Rue de Toulon, cuando pisaban las serpentinas muertas del alba, Treviranus dijo:
-¿Y si la historia de esta noche fuera un simulacro?
Erik Lönnrot sonrió y le leyó con toda gravedad un pasaje (que estaba subrayado) de la disertación trigésima tercera del Philologus: Dies Judaeorum incipit a solis occasu usque ad solis occasum diei sequentis. Esto quiere decir -agregó-, El día hebreo empieza al anochecer y dura hasta el siguiente anochecer.
El otro ensayó una ironía.
-¿Ese dato es el más valioso que usted ha recogido esta noche?
-No. Más valiosa es una palabra que dijo Ginzberg.
Los diarios de la tarde no descuidaron esas desapariciones periódicas. La Cruz de la Espada las contrastó con la admirable disciplina y el orden del último Congreso Eremítico; Erns Palast, en El Mártir, reprobó "las demoras intolerables de un pogrom clandestino y frugal, que ha necesitado tres meses para liquidar tres judíos"; la Yidische Zaitung rechazó la hipótesis horrorosa de un complot antisemita, "aunque muchos espíritus penetrantes no admiten otra solución del triple misterio"; el más ilustre de los pistoleros del Sur, Dandy Red Scharlach, juró que en su distrito nunca se producirían crímenes de ésos y acusó de culpable negligencia al comisario Franz Treviranus.
Este recibió, la noche del primero de marzo, un imponente sobre sellado. Lo abrió: el sobre contenía una carta firmada Baruj Spinoza y un minucioso plano de la ciudad, arrancado notoriamente de un Baedeker. La carta profetizaba que el tres de marzo no habría un cuarto crimen, pues la pinturería del Oeste, la taberna de la Rue de Toulon y el Hôtel du Nord eran "los vértices perfectos de un triángulo equilátero y místico"; el plano demostraba en tinta roja la regularidad de ese triángulo. Treviranus leyó con resignación ese argumento more geométrico y mandó la carta y el plano a casa de Lönnrot, indiscutible merecedor de tales locuras.
Erik Lönnrot las estudió. Los tres lugares, en efecto, eran equidistantes. Simetría en el tiempo (3 de diciembre, 3 de enero, 3 de febrero); simetría en el espacio también... Sintió, de pronto, que estaba por descifrar el misterio. Un compás y una brújula completaron esa brusca intuición. Sonrió, pronunció la palabra Tetragrámaton (de adquisición reciente) y llamó por teléfono al comisario. Le dijo:
-Gracias por ese triángulo equilátero que usted anoche me mandó. Me ha permitido resolver el problema. Mañana viernes los criminales estarán en la cárcel; podemos estar muy tranquilos.
-Entonces, ¿no planean un cuarto crimen?
-Precisamente, porque planean un cuarto crimen, podemos estar muy tranquilos.
-Lönnrot colgó el tubo. Una hora después, viajaba en un tren de los Ferrocarriles Australes, rumbo a la quinta abandonada de Triste-le-Roy. Al sur de la ciudad de mi cuento fluye un ciego riachuelo de aguas barrosas, infamado de curtiembres y de basuras. Del otro lado hay un suburbio donde, al amparo de un caudillo barcelonés, medran los pistoleros. Lönnrot sonrió al pensar que el más afamado -Red Scharlach- hubiera dado cualquier cosa por conocer su clandestina visita. Azevedo fue compañero de Scharlach; Lönnrot consideró la remota posibilidad de que la cuarta víctima fuera Scharlach. Después, la desechó... Virtualmente, había descifrado el problema; las meras circunstancias, la realidad (nombres, arrestos, caras, trámites judiciales y carcelarios) apenas le interesaban ahora. Quería pasear, quería descansar de tres meses de sedentaria investigación. Reflexionó que la explicación de los crímenes estaba en un triángulo anónimo y en una polvorienta palabra griega. El misterio casi le pareció cristalino; se abochornó de haberle dedicado cien días.
El tren paró en una silenciosa estación de cargas. Lönnrot bajó. El aire de la turbia llanura era húmedo y frío. Lönnrot echó a andar por el campo. Vio perros, vio un furgón en una vía muerta, vio el horizonte, vio un caballo plateado que bebía del agua crapulosa de un charco. Oscurecía cuando vio el mirador rectangular de la quinta de Triste-le-Roy, casi tan alto como los negros eucaliptos que lo rodeaban. Pensó que apenas un amanecer y un ocaso (un viejo resplandor en el oriente y otro en el occidente) lo separaban de la hora anhelada por los buscadores del Nombre.
Una herrumbrada verja definía el perímetro irregular de la quinta. El portón principal estaba cerrado. Lönnrot, sin mucha esperanza de entrar, dio toda la vuelta. De nuevo ante el porton infranqueable, metió la mano entre los barrotes, casi maquinalmente, y dio con el pasador. El chirrido del hierro lo sorprendió. Con una pasividad laboriosa, el portón entero cedió.
Lönnrot avanzó entre los eucaliptos, pisando confundidas generaciones de rotas hojas rígidas. Vista de cerca, la casa de la quinta de Triste-le-Roy abundaba en inútiles simetrías y en repeticiones maniáticas: a una Diana glacial en un nicho lóbrego correspondía en un segundo nicho otra Diana; un balcón se reflejaba en otro balcón; dobles escalinatas se abrían en doble balaustrada. Lönnrot rodeó la casa como había rodeado la quinta. Todo lo examinó: bajo el nivel de la terraza vio una estrecha persiana.
La empujó: unos pocos escalones de mármol descendían a un sótano. Lönnrot, que ya intuía las preferencias del arquitecto, adivino que en el opuesto muro del sótano había otros escalones. Los encontró, subió, alzó las manos y abrió la trampa de salida.
Un resplandor lo guió a una ventana. La abrió: una luna amarilla y circular definía en el triste jardín dos fuentes cegadas. Lönnrot exploró la casa. Por ante comedores y galerías salió a patios iguales y repetidas veces al mismo patio. Subió por escaleras polvorientas a antecámaras circulares; infinitamente se multiplicó en espejos opuestos; se cansó de abrir o entreabrir ventanas que le revelaban, afuera, el mismo desolado jardín desde varias alturas y varios ángulos; adentro, muebles con fundas amarillas y arañas embaladas en tarlatán. un dormitorio lo detuvo; en ese dormitorio, una sola flor en una copa de porcelana; al primer roce los pétalos antiguos se deshicieron. En el segundo piso, en el último, la casa le pareció infinita y creciente. La casa no es tan grande, pensó. La agrandan la penumbra, la simetría, los espejos, los muchos años, mi desconocimiento, la soledad.
Por una escalera espiral llegó al mirador. La luna de esa tarde atravesaba los losanges de las ventanas; eran amarillos, rojos y verdes. Lo detuvo un recuerdo asombrado y vertiginoso. Dos hombres de pequeña estatura, feroces y fornidos, se arrojaron sobre él y lo desarmaron; otro, muy alto, lo saludó con gravedad y le dijo:
-Usted es muy amable. Nos ha ahorrado una noche y un día.
Era Red Scharlach. Los hombres maniataron a Lönnrot. Este, al fin, encontró su voz.
-Scharlach, ¿usted busca el Nombre Secreto?
Scharlach seguía de pie, indiferente. No había participado en la breve lucha, apenas si alargó la mano para recibir el revólver de Lönnrot. Habló; Lönnrot oyó en su voz una fatigada victoria, un odio del tamaño del universo, una tristeza no menor que aquel odio.
-No- dijo Scharlach.- Busco algo más efímero y deleznable, busco a Erik Lönnrot. Hace tres años, en un garito de la Rue de Toulon, usted mismo arrestó e hizo encarcelar a mi hermano. En un cupé, mis hombres me sacaron del tiroteo con una bala policial en el vientre. Nueve días y nueve noches agonicé en esta desolada quinta simétrica; me arrasaba la fiebre, el odioso Jano bifronte que mira los ocasos y las auroras daban horror a mi ensueño y a mi vigilia. Llegué a abominar de mi cuerpo, llegué a sentir que dos ojos, dos manos, dos pulmones, son tan monstruosos como dos caras. Un irlandés trató de convertirme a la fe de Jesús; me repetía la sentencia de los goim: Todos los caminos llevan a Roma. De noche, mi delirio se alimentaba de esa metáfora: yo sentía que el mundo es un laberinto, del cual era imposible huir, pues todos los caminos, aunque fingieran ir al Norte o al Sur, iban realmente a Roma, que era también la cárcel cuadrangular donde agonizaba mi hermano y la quinta de Triste-le-Roy. En esas noches yo juré por el dios que ve con dos caras y por todos los dioses de la fiebre y de los espejos tejer un laberinto en torno del hombre que había encarcelado a mi hermano. Lo he tejido y es firme: los materiales son un heresiólogo muerto, una brújula, una secta del siglo XVIII, una palabra griega, un puñal, los rombos de una pinturería.
El primer término de la serie me fue dado por el azar. Yo había tramado con algunos colegas- entre ellos, Daniel Azevedo- el robo de los zafiros del Tetrarca. Azevedo nos traicionó: se emborrachó con el dinero que le habíamos adelantado y acometió la empresa el día antes. En el enorme hotel se perdió; hacia las dos de la madrugada irrumpió en el dormitorio de Yarmolinsky. Este, acosado por el insomnio, se había puesto a escribir. Verosímilmente, redactaba unas notas o un artículo sobre el Nombre de Dios; había escrito ya las palabras La primera letra del Nombre ha sido articulada. Azevedo le intimó silencio; Yarmolinsky alargó la mano hacia el timbre que despertaría todas las fuerzas del hotel; Azevedo le dio una sola puñalada en el pecho. Fue casi un movimiento reflejo; medio siglo de violencia le había enseñado que lo más fácil y seguro es matar... A los diez días yo supe por la Yidische Zaitung que usted buscaba en los escritos de Yarmolinsky la clave de la muerte de Yarmolinsky. Leí la Historia de la secta de los Hasidim; supe que el miedo reverente de pronunciar el Nombre de Dios había originado la doctrina de que ese Nombre es todopoderoso y recóndito. Supe que algunos Hasidim, en busca de ese Nombre secreto, habían llegado a cometer sacrificios humanos... Comprendí que usted conjeturaba que los Hasidim habían sacrificado al rabino; me dediqué a justificar esa conjetura.
Marcelo Yarmolinsky murió la noche del 3 de diciembre; para el segundo "sacrificio" elegí la noche del 3 de enero. Murió en el Norte; para el segunYo picoteo, tú picoteas, dejémoslos picotear.do "sacrificio" nos convenía un lugar del Oeste. Daniel Azevedo fue la víctima necesaria. Merecía la muerte: era un impulsivo, un traidor; su captura podía aniquilar todo el plan. Uno de los nuestros lo apuñaló; para vincular su cadáver al anterior, yo escribí encima de los rombos de la pinturería La segunda letra del Nombre ha sido articulada.
El tercer "crimen" se produjo el tres de febrero. Fue, como Treviranus adivinó, un mero simulacro. Gryphius-Ginzberg-Ginsburg soy yo; una semana interminable sobrellevé (suplementado por una tenue barba postiza) en ese perverso cubículo de la Rue de Toulon, hasta que los amigos me secuestraron. Desde el estribo del cupé, uno de ellos escribió en un pilar La última de las letras del Nombre ha sido articulada. Esa escritura divulgó que la serie de crímenes era triple. Así lo entendió el público; yo, sin embargo, intercalé repetidos indicios para que usted, el razonador Erik Lönnrot, comprendiera que es cuádruple. Un prodigio en el Norte, otros en el Este y en el Oeste, reclaman un cuarto prodigio en el Sur; el Tetragrámaton -el nombre de Dios, JHVH- consta de cuatro letras; los arlequines y la muestra del pinturero sugieren cuatro términos. Yo subrayé cierto pasaje en el manual de Leusden: ese pasaje manifiesta que los hebreos computaban el día de ocaso a ocaso; ese pasaje da a entender que las muertes ocurrieron el cuatro de cada mes. Yo mandé el triángulo equilátero a Treviranus. Yo presentí que usted agregaría el punto que falta. El punto que determina un rombo perfecto, el punto que prefija el lugar donde una exacta muerte lo espera. Todo lo he premeditado, Erik Lönnrot, para atraerlo a usted a las soledades de Triste-le-Roy.
Lönnrot evitó los ojos de Scharlach. Miró los árboles y el cielo subdivididos en rombos turbiamente amarillos, verdes y rojos. Sintió un poco de frío y una tristeza impersonal, casi anónima. Ya era de noche; desde el polvoriento jardín subió el grito inútil de un pájaro. Lönnrot consideró por última vez el problema de las muertes simétricas y periódicas.
-En su laberinto sobran tres líneas -dijo por fin-. Yo sé de un laberinto griego que es una línea única, recta. En esa línea se han perdido tantos filósofos que bien puede perderse un mero detective. Scharlach, cuando en otro avatar usted me dé caza, finja (o cometa) un crimen en A, luego un segundo crimen en B, en 8 kilómetros de A, luego un tercer crimen en C, a 4 kilómetros de A y de B, a mitad de camino entre los dos. Aguárdeme después en D, a 2 kilómetros de A y de C, de nuevo a mitad de camino. Máteme en D, como ahora va a matarme en Triste-le-Roy.
Para la otra vez que lo mate -replicó Scharlach-, le prometo ese laberinto, que consta de una sola línea recta y que es indivisible, incesante.
Retrocedió unos pasos. Después, muy cuidadosamente, hizo fuego.

19 de marzo de 2011

ELEGÍA Jorge Luis Borges

ELEGÍA

Sin que nadie lo sepa, ni el espejo,
ha llorado unas lágrimas humanas.
No puede sospechar que conmemoran
todas las cosas que merecen lágrimas:
la hermosura de Helena, que no ha visto,
el río irreparable de los años,
la mano de Jesús en el madero
de Roma, la ceniza de Cartago,
el ruiseñor del húngaro y
del persa,
la breve dicha y la ansiedad que aguarda,
de marfil y de música Virgilio,
que cantó los trabajos de la espada,
las configuraciones de las nubes
de cada nuevo y singular ocaso
y la mañana que será la tarde.
Del otro lado de la puerta un hombre
hecho de soledad, de amor, de tiempo,
acaba de llorar en Buenos Aires
todas las cosas.
La cifra, Alianza, Madrid, 1981, 112 páginas.

15 de mayo de 2010

Jorge Luis Borges- The unending rose


The unending rose


A Susana Bombal

A los quinientos años de la Hégira
Persia miró desde sus alminares
la invasión de las lanzas del desierto
y Attar de Nishapur miró una rosa
y le dijo con tácita palabra
como el que piensa, no como el que reza:
-Tu vaga esfera está en mi mano. El tiempo
nos encorva a los dos y nos ignora
en esta tarde de un jardín perdido.
Tu leve peso es húmedo en el aire.
La incesante pleamar de tu fragancia
sube a mi vieja cara que declina
pero te sé más lejos que aquel niño
que te entrevió en las láminas de un sueño
o aquí en este jardín, una mañana.
La blancura del sol puede ser tuya
o el oro de la luna o la bermeja
firmeza de la espada en la victoria.
Soy ciego y nada sé, pero preveo
que son más los caminos. Cada cosa
es infinitas cosas. Eres música,
firmamentos, palacios, ríos, ángeles,
rosa profunda, ilimitada, íntima,
que el Señor mostrará a mis ojos muertos.

La rosa profunda (1975)


Este libro reúne la poesía que Jorge Luis Borges escribió entre 1972 y 1975. El título alude a la rosa eterna de los poetas; la rosa invisible soñada por Milton; esa que Borges, ciego, ya no distingue pero que es para él imagen del mundo. Estas páginas encierran además varios otros temas y motivos que, con el tiempo y los libros, han ido poblando el universo literario, no por familiar menos maravilloso, del gran escritor argentino: las máscaras, la nostalgia de la espada, las sombras tutelares, los inventarios y las enumeraciones, la arbitrariedad del tiempo humano, la inexorabilidad del destino, los espejos... Sobre la poesía afirmaba el autor en el prólogo: "La palabra habría sido en el principio un símbolo mágico, que la usura del tiempo desgastaría. La misión del poeta sería restituir a la palabra, siquiera de un modo parcial, su primitiva y ahora oculta virtud. Dos deberes tendría todo verso: comunicar un hecho preciso y tocarnos físicamente, como la cercanía del mar.

11 de mayo de 2010

Ajedrez Jorge Luis Borges

Judit Polgar

Ajedrez

I

En su grave rincón, los jugadores
rigen las lentas piezas. El tablero
los demora hasta el alba en su severo
ámbito en que se odian dos colores.
Adentro irradian mágicos rigores
las formas: torre homérica, ligero
caballo, armada reina, rey postrero,
oblicuo alfil y peones agresores.
Cuando los jugadores se hayan ido,
cuando el tiempo los haya consumido,
ciertamente no habrá cesado el rito.
En el Oriente se encendió esta guerra
cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra.
Como el otro, este juego es infinito.

II

Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
reina, torre directa y peón ladino
sobre lo negro y blanco del camino
buscan y libran su batalla armada.
No saben que la mano señalada
del jugador gobierna su destino,
no saben que un rigor adamantino
sujeta su albedrío y su jornada.
También el jugador es prisionero
(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches y blancos días.
Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?

11 de marzo de 2010

Respuestas

1.-El silencio de las sirenas Franz Kafka
2.-Nota para un cuento fantástico Jorge Luis Borges
3.-La vida es una caja de curiosidades Miguel Angel Asturias
4.- El faro Juan José Arreola
5.-El Camaleón que finalmente no sabía de qué color ponerse Augusto Monterroso
6.-Emma Zunz Jorge Luis Borges

20 de enero de 2010

Jorge Luis Borges- Elvira de Alvear


Elvira de Alvear


¿Quién fue Elvira de Alvear?


Musa de Borges fue Elvira de Alvear. Es la Beatriz Viterbo de “El Aleph” y la Teodelina Villar de “El zahir” (y también Delia Elena San Marco y la Beatriz Frost de “El congreso”). Elvira tenía ocho años menos que Borges. Murió en 1959, a los cincuenta y dos años, precisamente para la época en que Borges estaba escribiendo “El Aleph” (donde Borges dice que “todos los Viterbo eran medio locos”). Era hija de Diego de Alvear, jefe de una de las familias más ricas del patriciado argentino , y de Cotita Cambaceres.

El matrimonio de sus padres fue curioso, se creía que la llegada del cometa Halley, en 1910,era el fin del mundo, pese a las opiniones de los científicos en contrario. Incluso hubo un casamiento, el de Cotita Cambaceres con Diego de Alvear, que la novia, que era viuda, apuró ante la inminencia de la llegada del Cometa, pese a que no se había cumplido totalmente el período de duelo. Quería, dijo, rescatar aunque sólo fuera algunos momentos de felicidad antes del colapso. Lo increíble es que entre el 1º de enero y el 18 de mayo de 1910 hubo 427 suicidios que, según las cartas que dejaron los muertos, eran motivados por el miedo a la catástrofe final.

Borges la visitaba los sábados, cuando ella no le daba plantón, cosa que ocurría a menudo. Caminaban por el barrio de Belgrano, silenciosamente. En 1930 se radicó en París, donde sacó una revista, Imán. Cuyo jefe de redacción es el mismo Carpentier, sufragada por la escritora argentina Elvira de Alvear. Aunque la revista "de la cual apenas se editó un solo número en París", tuvo muy escasa circulación, es curioso constatar que Carpentier, por medio de Rafael Alberti, conoce la poesía de Pablo Neruda, quien le manda el manuscrito de "Residencia en la tierra" desde Java. Se le pagan los derechos de autor a Neruda. Pero como Imán cierra las puertas cuando Elvira de Alvear regresa inesperadamente a la Argentina, Carpentier envía Residencia en la tierra a Madrid donde José Bergamin lo publica en Cruz y Raya en 1934"

Volvió a Buenos Aires en 1937. Borges, cómo no, le prologó un libro de poesías, "Reposo"*. Poco a poco se fue volviendo loca en su mínimo apartamento de San Telmo, donde Borges la iba a ver . Hablaban de la larga novela que ella estaba supuestamente escribiendo (“que al principio estaba hecha de palabras y al fin de vagos rasgos indescifrables”). Obesa, pálida y ausente lo invitaba a sentarse en el comedor y llamaba con su campanilla de plata a una servidumbre inexistente. En “El Aleph” es retratada como alta y frágil, de andar torpe y gracioso, aniñada, de desdenes crueles , de grandes y afiladas manos hermosas. Le dedicó, monográficamente, uno de sus más bellos poemas:

Elvira de Alvear


Todas las cosas tuvo y lentamente

todas la abandonaron. La hemos visto

armada de belleza. La mañana

y el claro mediodía le mostraron,

desde su cumbre, los hermosos reinos

de la tierra. La tarde fue borrándolos.

El favor de los astros (la infinita

y ubicua red de causas) le había dado

la fortuna, que anula las distancias

Como el tapiz del árabe, y confunde

deseo y posesión, y el don del verso,

que transforma las penas verdaderas

en una música, un rumor y un símbolo,

y el fervor, y en la sangre la batalla

de Ituzaingó y el peso de laureles,

y el goce de perderse en el errante

río del tiempo (río y laberinto)

y en los lentos colores de las tardes.

Todas las cosas la dejaron, menos

una. La generosa cortesía

la acompañó hasta el fin de su jornada,

más allá del delirio y del eclipse,

de un modo casi angélico. De Elvira

lo primero que vi, hace tantos años,

fue la sonrisa y es también lo último

El Hacedor (1960)

* Elvira de Alvear , Reposo, Buenos Aires, M. Gleizer,1934

13 de enero de 2010

Poema de los dones- Jorge Luis Borges


La Torre de Babel (1563) Museo Kunsthistorisches - Viena Pieter Bruegel, el Viejo


El Poema de los dones, diez cuartetos en perfectos endecasílabos, donde Jorge Luis Borges nos presenta, conmovedoramente, la paradoja de un ciego al cuidado de una biblioteca

Poema de los dones

Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dió a la vez los libros y la noche.

De esta ciudad de libros hizo dueños
a unos ojos sin luz, que sólo pueden
leer en las bibliotecas de los sueños
los insensatos párrafos que ceden

las albas a su afán. En vano el día
les prodiga sus libros infinitos,
arduos como los arduos manuscritos
que perecieron en Alejandría.

De hambre y de sed (narra una historia griega)
muere un rey entre fuentes y jardines;
yo fatigo sin rumbo los confines
de esa alta y honda biblioteca ciega.




Enciclopedias, atlas, el Oriente
y el Occidente, siglos, dinastías.
Símbolos, cosmos y cosmogonías
brindan los muros, pero inútilmente.

Lento en mi sombra, la penumbra hueca
exploro con el báculo indeciso,
yo, que me figuraba el paraíso
bajo la especie de una biblioteca.

Algo, que ciertamente no se nombra
con la palabra azar, rige estas cosas;
otro ya recibió en otras borrosas
tardes los muchos libros y la sombra.

Al errar por las lentas galerías
suelo sentir con vago horror sagrado
que soy el otro, el muerto, que habrá dado
los mismos pasos en los mismos días.

¿Cuál de los dos escribe este poema
de un yo plural y de una sola sombra?
¿Qué importa la palabra que me nombra
si es indiviso y uno el anatema?

Groussac o Borges, miro este querido
mundo que se deforma y que se apaga
en una pálida ceniza vaga
que se parece al sueño y al olvido.

11 de enero de 2010

Borges-OTRO POEMA DE LOS DONES

Jorge Luis Borges

OTRO POEMA DE LOS DONES


Gracias quiero dar al divino
laberinto de los efectos y de las causas
por la diversidad de las criaturas
que forman este singular universo,
por la razón, que no cesará de soñar
con un plano del laberinto,
por el rostro de Elena y la perseverancia de Ulises,
por el amor, que nos deja ver a los otros
como los ve la divinidad,
por el firme diamante y el agua suelta,
por el álgebra, palacio de precisos cristales,
por las místicas monedas de Ángel Silesio,
por Schopenhauer,
que acaso descifró el universo,
por el fulgor del fuego,
que ningún ser humano puede mirar sin un asombro antiguo,
por la caoba, el cedro y el sándalo,
por el pan y la sal,
por el misterio de la rosa,
que prodiga color y que no lo ve,
por ciertas vísperas y días de 1955,
por los duros troperos que en la llanura
arrean los animales y el alba,
por la mañana en Montevideo,
por el arte de la amistad,
por el último día de Sócrates,
por las palabras que en un crepúsculo se dijeron
de una cruz a otra cruz,
por aquel sueño del Islam que abarcó
Mil noches y una noche,
por aquel otro sueño del infierno,
de la torre del fuego que purifica
y de las esferas gloriosas,
por Swedenborg,
que conversaba con los ángeles en las calles de Londres,
por los ríos secretos e inmemoriales
que convergen en mí,
por el idioma que, hace siglos, hablé en Nortumbria,
por la espada y el arpa de los sajones,
por el mar, que es un desierto resplandeciente
y una cifra de cosas que no sabemos
por la música verbal de Inglaterra,
por la música verbal de Alemania,
por el oro, que relumbra en los versos,
por el épico invierno,
por el nombre de un libro que no he leído: Gesta Dei per Francos,
por Verlaine, inocente como los pájaros,
por el prisma de cristal y la pesa de bronce,
por las rayas del tigre,
por las altas torres de San Francisco y de la isla de Manhattan,
por la mañana en Texas,
por aquel sevillano que redactó la Epístola Moral
y cuyo nombre, como él hubiera preferido, ignoramos,
por Séneca y Lucano, de Córdoba
que antes del español escribieron
toda la literatura española,
por el geométrico y bizarro ajedrez
por la tortuga de Zenón y el mapa de Royce,
por el olor medicinal de los eucaliptos,
por el lenguaje, que puede simular la sabiduría,
por el olvido, que anula o modifica el pasado,
por la costumbre,
que nos repite y nos confirma como un espejo,
por la mañana, que nos depara la ilusión de un principio,
por la noche, su tiniebla y su astronomía,
por el valor y la felicidad de los otros,
por la patria, sentida en los jazmines,
o en una vieja espada,
por Whitman y Francisco de Asís, que ya escribieron el poema,
por el hecho de que el poema es inagotable
y se confunde con la suma de las criaturas
y no llegará jamás al último verso
y varía según los hombres,
por Frances Haslam, que pidió perdón a sus hijos
por morir tan despacio,
por los minutos que preceden al sueño,
por el sueño y la muerte,
esos dos tesoros ocultos,
por los íntimos dones que no enumero,
por la música, misteriosa forma del tiempo.

Jorge Luis Borges

El otro, el mismo (1964), Buenos Aires, Emecé, 1969

17 de diciembre de 2009

Las mil y una noches Jorge Luis Borges

Paul Emil Jacobs: Scheherezade, dem Kalifen Märchen erzählend (nach 1840)

Un acontecimiento capital de la historia de las naciones occidentales es el descubrimiento del Oriente. Sería más exacto hablar de una conciencia del Oriente, continua, comparable a la presencia de Persia en la historia griega. Además de esa conciencia del Oriente —algo vasto, inmóvil, magnifico, incomprensible— hay altos momentos y voy a enumerar algunos. Lo que me parece conveniente, si queremos entrar en este tema que yo quiero tanto, que he querido desde la infancia, el tema del Libro de Las mil y una noches, o, como se llamó en la versión inglesa —la primera que leí— The Arabian Nights: Noches árabes. No sin misterio también, aunque el título es menos bello que el de Libro de Las mil y una noches.

Voy a enumerar algunos hechos: los nueve libros de Herodoto y en ellos la revelación de Egipto, el lejano Egipto. Digo “el lejano” porque el espacio se mide por el tiempo y las navegaciones eran azarosas. Para los griegos, el mundo egipcio era mayor, y lo sentían misterioso.

Examinaremos después las palabras Oriente y Occidente) que no podemos definir y que son verdaderas. Pasa con ellas lo que decía San Agustín que pasa con el tiempo: “¿Qué es el tiempo? Si no me lo preguntan, lo sé; si me lo preguntan, lo ignoro”. ¿Qué son el Oriente y el Occidente? Si me lo preguntan, lo ignoro. Busquemos una aproximación.

Veamos los encuentros, las guerras y las campañas de Alejandro. Alejandro, que conquista la Persia, que conquista la India y que muere finalmente en Babilonia, según se sabe. Fue éste el primer vasto encuentro con el Oriente, un encuentro que afectó tanto a Alejandro, que dejó de ser griego y se hizo parcialmente persa. Los persas, ahora lo han incorporado a su historia. A Alejandro, que dormía con la Ilíada y con la espada debajo de la almohada. Volveremos a él más adelante, pero ya que mencionamos el nombre de Alejandro, quiero referirles una leyenda que, bien lo sé, será de interés para ustedes.

Alejandro no muere en Babilonia a los treinta y tres años. Se aparta de un ejército y vaga por desiertos y selvas y luego ve una claridad. Esa claridad es la de una fogata.

La rodean guerreros de tez amarilla y ojos oblicuos. No lo conocen, lo acogen. Como esencialmente es un soldado, participa de batallas en una geografía del todo ignorada por él. Es un soldado: no le importan las causas y está listo a morir. Pasan los años, él se ha olvidado de tantas cosas y llega un día en que se paga a la tropa y entre las monedas hay una que lo inquieta. La tiene en la palma de la mano y dice: “Eres un hombre viejo; esta es la medalla que hice acuñar para la victoria de Arbela cuando yo era Alejandro de Macedonia.” Recobra en ese momento su pasado y vuelve a ser un mercenario tártaro o chino o lo que fuere.

Esta memorable invención pertenece al poeta inglés Robert Graves. A Alejandro le había sido predicho el dominio del Oriente y el Occidente. En los países del Islam se lo celebra aún bajo el nombre de Alejandro Bicorne, porque dispone de los dos cuernos del Oriente y del Occidente.
Veamos otro ejemplo de ese largo diálogo entre el Oriente y el Occidente, ese diálogo no pocas veces trágico. Pensamos en el joven Virgilio que está palpando una seda estampada, de un país remoto. El país de los chinos, del cual él sólo sabe que es lejano y pacífico, muy numeroso, que abarca los últimos confines del Oriente. Virgilio recordará esa seda en las Geórgicas, esa seda inconsútil, con imágenes de templos, emperadores, ríos, puentes, lagos distintos de los que conocía.

Otra revelación del Oriente es la de aquel libro admirable, la Historia natural de Plinio. Ahí se habla de los chinos y se menciona a Bactriana, Persia, se habla de la India, del rey Poro. Hay un verso de Juvenal, que yo habré leído hará más de cuarenta años y que, de pronto, me viene a la memoria. Para hablar de un lugar lejano, Juvenal dice: “Ultra Aurora et Ganges”, “más allá de la aurora y del Ganges”. En esas cuatro palabras está el Oriente para nosotros. Quién sabe si Juvenal lo sintió como lo sentimos nosotros. Creo que sí. Siempre el Oriente habrá ejercido fascinación sobre los hombres del Occidente.

Prosigamos con la historia y llegaremos a un curioso regalo. Posiblemente no ocurrió nunca. Se trata también de una leyenda. Harun al-Raschid, Aarón el Ortodoxo, envía a su colega Carlomagno un elefante. Acaso era imposible enviar un elefante desde Bagdad hasta Francia, pero eso no importa. Nada nos cuesta creer en ese elefante. Ese elefante es un monstruo.

Recordemos que la palabra monstruo no significa algo horrible. Lope de Vega fue llamado “Monstruo de la Naturaleza” por Cervantes. Ese elefante tiene que haber sido algo muy extraño para los francos y para el rey germánico Carlomagno. (Es triste pensar que Carlomagno no pudo haber leído la Chanson de Roland, ya que hablaría algún dialecto germánico.)

Le envían un elefante y esa palabra, “elefante”, nos recuerda que Roland hace sonar el “olifán”, la trompeta de marfil que se llamó así, precisamente, porque procede del colmillo del elefante. Y ya que estamos hablando de etimologías, recordemos que la palabra española “alfil” significa “el elefante” en árabe y tiene el mismo origen que “marfil”. En piezas de ajedrez orientales yo he visto un elefante con un castillo y un hombrecito. Esa pieza no era la torre, como podría pensarse por el castillo, sino el alfil, el elefante.

En las Cruzadas los guerreros vuelven y traen memorias: traen memorias de leones, por ejemplo. Tenemos el famoso cruzado Richard of the Lion-Heart, Ricardo Corazón de León. El león que ingresa en la heráldica es un animal del Oriente. Esta lista no puede ser infinita, pero recordemos a Marco Polo, cuyo libro es una revelación del Oriente (durante mucho tiempo fue la mayor revelación), aquel libro que dictó a un compañero de cárcel, después de una batalla en que los venecianos fueron vencidos por los genoveses. Ahí está la historia del Oriente y ahí precisamente se habla de Kublai Khan, que reaparecerá en cierto poema de Coleridge.

En el siglo quince se recogen en Alejandría, la ciudad de Alejandro Bicorne, una serie de fábulas. Esas fábulas tienen una historia extraña, según se supone. Fueron habladas al principio en la India, luego en Persia, luego en el Asia Menor y, finalmente, ya escritas en árabe, se compilan en El Cairo. Es el Libro de Las mil y una noches.

Quiero detenerme en el título. Es uno de los más hermosos del mundo, tan hermoso, creo, como aquel otro que cité la otra vez, y tan distinto: Un experimento con el tiempo.

En éste hay otra belleza. Creo que reside en el hecho de que para nosotros la palabra “mil” sea casi sinónima de “infinito”. Decir mil noches es decir infinitas noches, las muchas noches, las innumerables noches. Decir “mil y una noches” es agregar una al infinito. Recordemos una curiosa expresión inglesa. A veces, en vez de decir “para siempre”, for ever, se dice for ever and a day, “para siempre y un día”. Se agrega un día a la palabra “siempre”. Lo cual recuerda el epigrama de Heine a una mujer: “Te amaré eternamente y aún después”.

La idea de infinito es consustancial con Las mil y una noches.

En 1704 se publica la primera versión europea, el primero de los seis volúmenes del orientalista francés Antoine Galland. Con el movimiento romántico, el Oriente entra plenamente en la conciencia de Europa. Básteme mencionar dos nombres, dos altos nombres. El de Byron, más alto por su imagen que por su obra, y el de Hugo, alto de todos modos. Vienen otras versiones y ocurre luego otra revelación del Oriente: es la operada hacia mil ochocientos noventa y tantos por Kipling: “Si has oído el llamado del Oriente, ya no oirás otra cosa”.

Volvamos al momento en que se traducen por primera vez Las mil y una noches. Es un acontecimiento capital para todas las literaturas de Europa. Estamos en 1704, en Francia. Esa Francia es la del Gran Siglo, es la Francia en que la literatura está legislada por Boileau, quien muere en 1711 y no sospecha que toda su retórica ya está siendo amenazada por esa espléndida invasión oriental.

Pensemos en la retórica de Boileau, hecha de precauciones, de prohibiciones, pensemos en el culto de la razón, pensemos en aquella hermosa frase de Fenelon: “De las operaciones del espíritu, la menos frecuente es la razón.” Pues bien, Boileau quiere fundar la poesía en la razón.
Estamos conversando en un ilustre dialecto del latín que se llama lengua castellana y ello es también un episodio de esa nostalgia, de ese comercio amoroso y a veces belicoso del Oriente y del Occidente, ya que América fue descubierta por el deseo de llegar a las Indias. Llamamos indios a la gente de Moctezuma, de Atahualpa, de Catriel, precisamente por ese error, porque los españoles creyeron haber llegado a las Indias. Esta mínima conferencia mía también es parte de ese diálogo del Oriente y del Occidente.

En cuanto a la palabra Occidente, sabemos el origen que tiene, pero ello no importa. Cabría decir que la cultura occidental es impura en el sentido de que sólo es a medias occidental. Hay dos naciones esenciales para nuestra cultura. Esas dos naciones son Grecia (ya que Roma es una extensión helenística) e Israel, un país oriental. Ambas se juntan en la que llamamos cultura occidental. Al hablar de las revelaciones del Oriente, debía haber recordado esa revelación continua que es la Sagrada Escritura. El hecho es recíproco, ya que el Occidente influye en el Oriente. Hay un libro de un escritor francés que se titula El descubrimiento de Europa por los chinos y es un hecho real, que tiene que haber ocurrido también.

El Oriente es el lugar en que sale el sol. Hay una hermosa palabra alemana que quiero recordar: Morgenland —para el Oriente—, “tierra de la mañana”. Para el Occidente, Abenland, “tierra de la tarde”. Ustedes recordarán Der untergang des Abendlandes de Spengler, es decir, “la ida hacia abajo de la tierra de la tarde”, o, como se traduce de un modo más prosaico, La decadencia de Occidente. Creo que no debemos renunciar a la palabra Oriente, una palabra tan hermosa, ya que en ella está, por una feliz casualidad, el oro. En la palabra Oriente sentimos la palabra oro, ya que cuando amanece se ve el cielo de oro. Vuelvo a recordar el verso ilustre de Dante, “Dolce color d’oriental zaffiro”. Es que la palabra oriental tiene los dos sentidos: el zafiro oriental, el que procede del Oriente, y es también el oro de la mañana, el oro de aquella primera mañana en el Purgatorio.

¿Qué es el Oriente? Si lo definimos de un modo geográfico nos encontramos con algo bastante curioso, y es que parte del Oriente sería el Occidente o lo que para los griegos y romanos fue el Occidente, ya que se entiende que el Norte de África es el Oriente. Desde luego, Egipto es el Oriente también, y las tierras de Israel, el Asia Menor y Bactriana, Persia, la India, todos esos países que se extienden más allá y que tienen poco en común entre ellos. Así, por ejemplo, Tartaria, la China, el Japón, todo eso es el Oriente para nosotros. Al decir Oriente creo que todos pensamos, en principio, en el Oriente islámico, y por extensión en el Oriente del norte de la India.

Tal es el primer sentido que tiene para nosotros y ello es obra de Las mil y una noches. Hay algo que sentimos como el Oriente, que yo no he sentido en Israel y que he sentido en Granada y en Córdoba. He sentido la presencia del Oriente, y eso no sé si puede definirse; pero no sé si vale la pena definir algo que todos sentimos íntimamente. Las connotaciones de esa palabra se las debemos al Libro de Las mil y una noches. Es lo que primero pensamos; sólo después podemos pensar en Marco Polo o en las leyendas del Preste Juan, en aquellos ríos de arena con peces de oro. En primer término pensamos en el Islam.

Veamos la historia de ese libro; luego, las traducciones. El origen del libro está oculto. Podríamos pensar en las catedrales malamente llamadas góticas, que son obras de generaciones de hombres. Pero hay una diferencia esencial, y es que los artesanos, los artífices de las catedrales, sabían bien lo que hacían. En cambio, Las mil y una noches surgen de modo misterioso. Son obra de miles de autores y ninguno pensó que estaba edificando un libro ilustre, uno de los libros más ilustres de todas las literaturas, más apreciados en el Occidente que en el Oriente, según me dicen. Ahora, una noticia curiosa que transcribe el barón de Hammer Purgstall, un orientalista citado con admiración por Lañe y por Burton, los dos traductores ingleses más famosos de Las mil y una noches. Habla de ciertos hombres que él llama confabulatores nocturni: hombres de la noche que refieren cuentos, hombres cuya profesión es contar cuentos durante la noche. Cita un antiguo texto persa que informa que el primero que oyó recitar cuentos, que reunió hombres de la noche para contar cuentos que distrajeran su insomnio fue Alejandro de Macedonia. Esos cuentos tienen que haber sido fábulas. Sospecho que el encanto de las fábulas no está en la moraleja. Lo que encantó a Esopo o a los fabulistas hindúes fue imaginar animales que fueran como hombrecitos, con sus Comedias y sus tragedias. La idea del propósito moral fue agregada al fin: lo importante era el hecho de que el lobo hablara con el cordero y el buey con el asno o el león con un ruiseñor.

Tenemos a Alejandro de Macedonia oyendo cuentos contados por esos anónimos hombres de la noche cuya profesión es referir cuentos, y esto perduró durante mucho tiempo. Lañe, en su libro Account of the Manners and Costumes of the modern Egyptians, Modales y costumbres de los actuales egipcios, cuenta que hacia 1850 eran muy comunes los narradores de cuentos en El Cairo. Que había unos cincuenta y que con frecuencia narraban las historias de Las mil y una noches.

Tenemos una serie de cuentos; la serie de la India, donde se forma el núcleo central, según Burton y según Cansinos-Asséns, autor de una admirable versión española, pasa a Persia; en Persia los modifican, los enriquecen y los arabizan; llegan finalmente a Egipto. Esto ocurre a fines del siglo quince. A fines del siglo quince se hace la primera compilación y esa compilación procedía de otra, persa según parece: Hazar afsana, Los mil cuentos.

¿Por qué primero mil y después mil y una? Creo que hay dos razones. Una, supersticiosa (la superstición es importante en este caso), según la cual las cifras pares son de mal agüero. Entonces se buscó una cifra impar y felizmente se agregó “y una”. Si hubieran puesto novecientas noventa y nueve noches, sentiríamos que falta una noche; en cambio, así, sentimos que nos dan algo infinito y que nos agregan todavía una yapa, una noche. El texto es leído por el orientalista francés Galland, quien lo traduce. Veamos en qué consiste y de qué modo está el Oriente en ese texto. Está, ante todo, porque al leerlo nos sentimos en un país lejano.

Es sabido que la cronología, que la historia existen; pero son ante todo averiguaciones occidentales. No hay historias de la literatura persa o historias de la filosofía indos-tánica; tampoco hay historias chinas de la literatura china, porque a la gente no le interesa la sucesión de los hechos. Se piensa que la literatura y la poesía son procesos eternos. Creo que, en lo esencial, tienen razón. Creo, por ejemplo, que el título Libro de Las mil y una noches (o, como quiere Burton, Book of tke Thousand Nigths and a Night, Libro de las mil noches y una noche), seria un hermoso título si lo hubieran inventado esta mañana. Si lo hiciéramos ahora pensaríamos qué lindo título; y es lindo pues no sólo es hermoso (como hermoso es Los crepúsculos del jardín, de Lugones) sino porque da ganas de leer el libro.

Uno tiene ganas de perderse en Las mil y una noches; uno sabe que entrando en ese libro puede olvidarse de su pobre destino humano; uno puede entrar en un mundo, y ese mundo está hecho de unas cuantas figuras arquetípicas y también de individuos.

En el título de Las mil y una noches hay algo muy importante: la sugestión de un libro infinito. Virtualmente, lo es. Los árabes dicen que nadie puede leer Las mil y una noches hasta el fin. No por razones de tedio: se siente que el libro es infinito.

Tengo en casa los diecisiete volúmenes de la versión de Burton. Sé que nunca los habré leído todos pero sé que ahí están las noches esperándome; que mi vida puede ser desdichada pero ahí estarán los diecisiete volúmenes; ahí estará esa especie de eternidad de Las mil y una noches del Oriente.

¿Y cómo definir al Oriente, no el Oriente real, que no existe? Yo diría que las nociones de Oriente y Occidente son generalizaciones pero que ningún individuo se siente oriental. Supongo que un hombre se siente persa, se siente hindú, se siente malayo, pero no oriental. Del mismo modo, nadie se siente latinoamericano: nos sentimos argentinos, chilenos, orientales (uruguayos). No importa, el concepto no existe. ¿Cuál es su base? Es ante todo la de un mundo de extremos en el cual las personas son o muy desdichadas o muy felices, muy ricas o muy pobres. Un mundo de reyes, de reyes que no tienen por qué explicar lo que hacen. De reyes que son, digamos, irresponsables como dioses.

Hay, además, la noción de tesoros escondidos. Cualquier hombre puede descubrirlos. Y la noción de la magia, muy importante. ¿Qué es la magia? La magia es una causalidad distinta. Es suponer que, además de las relaciones causales que conocemos, hay otra relación causal. Esa relación puede deberse a accidentes, a un anillo, a una lámpara. Frotamos un anillo, una lámpara, y aparece el genio. Ese genio es un esclavo que también es omnipotente, que juntará nuestra voluntad. Puede ocurrir en cualquier momento.

Recordemos la historia del pescador y del genio. El pescador tiene cuatro hijos, es pobre. Todas las mañanas echa su red al borde de un mar. Ya la expresión un mar es una expresión mágica, que nos sitúa en un mundo de geografía indefinida. El pescador no se acerca al mar, se acerca a un mar y arroja su red. Una mañana la arroja y la saca tres veces: saca un asno muerto, saca cacharros rotos, saca, en fin, cosas inútiles. La arroja por cuarta vez (cada vez recita un poema) y la red está muy pesada. Espera que esté llena de peces y lo que saca es una jarra de cobre amarillo, sellado con el sello de Solimán (Salomón). Abre la jarra y sale un humo espeso. Piensa que podrá vender la jarra a los quincalleros, pero el humo llega hasta el cielo, se condensa y toma la figura de un genio.

¿Qué son esos genios? Pertenecen a una creación pre-adamita, anterior a Adán, inferior a los hombres, pero pueden ser gigantescos. Según los musulmanes, habitan todo el espacio y son invisibles e impalpables.

El genio dice: “Alabado sea Dios y Salomón su Apóstol.” El pescador le pregunta por qué habla de Salomón, que murió hace tanto tiempo: ahora su apóstol es Mahoma. Le pregunta, también, por qué estaba encerrado en la jarra. El otro le dice que fue uno de los genios que se rebelaron contra Solimán y que Solimán lo encerró en la jarra, la selló y la tiró al fondo del mar. Pasaron cuatrocientos años y el genio juró que a quien lo liberase le daría todo el oro del mundo, pero nada ocurrió. Juró que a quien lo liberase le enseñaría el canto de los pájaros. Pasan los siglos y las promesas se multiplican. Al fin llega un momento en el que jura que dará muerte a quien lo libere. “Ahora tengo que cumplir mi juramento. Prepárate a morir, ¡ oh mi salvador!” Ese rasgo de ira hace extrañamente humano al genio y quizá querible.

El pescador está aterrado; finge descreer de la historia y dice: “Lo que me has contado no es cierto. ¿Cómo tú, cuya cabeza toca el cielo y cuyos pies tocan la tierra, puedes haber cabido en este pequeño recipiente?” El genio contesta: “Hombre de poca fe, vas a ver”. Se reduce, entra en la jarra y el pescador la cierra y lo amenaza.

La historia sigue y llega un momento en que el protagonista no es un pescador sino un rey, luego el rey de las Islas Negras y al fin todo se junta. El hecho es típico de Las mil y una noches. Podemos pensar en aquellas esferas chinas donde hay otras esferas o en las muñecas rusas. Algo parecido encontramos en el Quijote, pero no llevado al extremo de Las mil y una noches. Además todo esto está dentro de un vasto relato central que ustedes conocen: el del sultán que ha sido engañado por su mujer y que para evitar que el engaño se repita resuelve desposarse cada noche y hacer matar a la mujer a la mañana siguiente. Hasta que Shahrazada resuelve salvar a las otras y lo va reteniendo con cuentos que quedan inconclusos. Sobre los dos pasan mil y una noches y ella le muestra un hijo.

Con cuentos que están dentro de cuentos se produce un efecto curioso, casi infinito, con una suerte de vértigo. Esto ha sido imitado por escritores muy posteriores. Así, los libros de Alicia de Lewis Carroll, o la novela Sylvia and Bruno, donde hay sueños adentro de sueños que se ramifican y multiplican.

El tema de los sueños es uno de los preferidos de Las mil y una noches. Admirable es la historia de los dos que soñaron. Un habitante de El Cairo sueña que una voz le ordena en sueños que vaya a la ciudad de Isfaján, en Persia, donde lo aguarda un tesoro. Afronta el largo y peligroso viaje y en Isfaján, agotado, se tiende en el patio de una mezquita a descansar. Sin saberlo, está entre ladrones. Los arrestan a todos y el cadí le pregunta por qué ha llegado hasta la ciudad. El egipcio se lo cuenta. El cadí se ríe hasta mostrar las muelas y le dice: “Hombre desatinado y crédulo, tres veces he soñado con una casa en El Cairo en cuyo fondo hay un jardín y en el jardín un reloj de sol y luego una fuente y una higuera y bajo la fuente está un tesoro. Jamás he dado el menor crédito a esa mentira. Que no te vuelva a ver por Isfaján. Toma esta moneda y vete.” El otro se vuelve a El Cairo: ha reconocido en el sueño del cadí su propia casa. Cava bajo la fuente y encuentra el tesoro.

En Las mil y una noches hay ecos del Occidente. Nos encontramos con las aventuras de Ulises, salvo que Ulises se llama Simbad el Marino. Las aventuras son a veces las mismas (ahí está Polifemo). Para erigir el palacio de Las mil y una noches se han necesitado generaciones de hombres y esos hombres son nuestros bienhechores, ya que nos han legado ese libro inagotable, ese libro capaz de tantas metamorfosis. Digo tantas metamorfosis porque el primer texto, el de Galland, es bastante sencillo y es quizá el de mayor encanto de todos, el que no exige ningún esfuerzo del lector; sin ese primer texto, como muy bien dice el capitán Burton, no se hubieran cumplido las versiones ulteriores.

Galland, pues, publica el primer volumen en 1704. Se produce una suerte de escándalo, pero al mismo tiempo de encanto para la razonable Francia de Luis XIV. Cuando se habla del movimiento romántico se piensa en fechas muy posteriores. Podríamos decir que el movimiento romántico empieza en aquel instante en que alguien, en Normandía o en París, lee Las mil y una noches. Está saliendo del mundo legislado por Boileau, está entrando en el mundo de la libertad romántica.

Vendrán luego otros hechos. El descubrimiento francés de la novela picaresca por Lessage; las baladas escocesas e inglesas publicadas por Percy hacia 1750. Y, hacia 1798, el movimiento romántico empieza en Inglaterra con Coleridge, que sueña con Kublai Khan, el protector de Marco Polo. Vemos así lo admirable que es el mundo y lo entreveradas que están las cosas.
Vienen las otras traducciones. La de Lañe está acompañada por una enciclopedia de las costumbres de los musulmanes. La traducción antropológica y obscena de Burton está redactada en un curioso inglés parcialmente del siglo catorce, un inglés lleno de arcaísmos y neologismos, un inglés no desposeído de belleza pero que a veces es de difícil lectura. Luego la versión licenciosa, en ambos sentidos de la palabra, del doctor Mardrus, y una versión alemana literal pero sin ningún encanto literario, de Littmann. Ahora, felizmente, tenemos la versión castellana de quien fue mi maestro Rafael Cansinos-Asséns. El libro ha sido publicado en México; es, quizá, la mejor de todas las versiones; también está acompañada de notas.

Hay un cuento que es el más famoso de Las mil y una noches y que no se lo halla en las versiones originales. Es la historia de Aladino y la lámpara maravillosa. Aparece en la versión de Galland y Burton buscó en vano el texto árabe o persa. Hubo quien sospechó que Galland había falsificado la narración. Creo que la palabra “falsificar” es injusta y maligna. Galland tenía tanto derecho a inventar un cuento como lo tenían aquellos confabulatores nocturni. ¿ Por qué no suponer que después de haber traducido tantos cuentos, quiso inventar uno y lo hizo?

La historia no queda detenida en el cuento de Galland. En su autobiografía De Quincey dice que para él había en Las mil y una noches un cuento superior a los demás y que ese cuento, incomparablemente superior, era la historia de Aladino. Habla del mago del Magreb que llega a la China porque sabe que ahí está la única persona capaz de exhumar la lámpara maravillosa.

Galland nos dice que el mago era un astrólogo y que los astros le revelaron que tenía que ir a China en busca del muchacho. De Quincey, que tiene una admirable memoria inventiva, recordaba un hecho del todo distinto. Según él, el mago había aplicado el oído a la tierra y había oído las innumerables pisadas de los hombres. Y había distinguido, entre esas pisadas, las del chico predestinado a exhumar la lámpara. Esto, dice De Quincey que lo llevó a la idea de que el mundo está hecho de correspondencias, está lleno de espejos mágicos y que en las cosas pequeñas está la cifra de las mayores. El hecho de que el mago mogrebí aplicara el oído a la tierra y descifrara los pasos de Aladino no se halla en ninguno de los textos. Es una invención que los sueños o la memoria dieron a De Quincey. Las mil y una noches no han muerto. El infinito tiempo de Las mil y una noches prosigue su camino. A principios del siglo dieciocho se traduce el libro; a principios del diecinueve o fines del dieciocho De Quincey lo recuerda de otro modo. Las noches tendrán otros traductores y cada traductor dará una versión distinta del libro. Casi podríamos hablar de muchos libros titulados Las mil y una noches. Dos en francés, redactados por Galland y Mardrus; tres en inglés, redactados por Burton, Lañe y Paine; tres en alemán, redactados por Henning, Littmann y Weil; uno en castellano, de Cansinos-Asséns. Cada uno de esos libros es distinto, porque Las mil y una noches siguen creciendo, o recreándose. En el admirable Stevenson y en sus admirables Nuevas mil y una noches (New Arabian Nights) se retoma el tema del príncipe disfrazado que recorre la ciudad, acompañado de su visir, y a quien le ocurren curiosas aventuras. Pero Stevenson inventó un príncipe, Floricel de Bohemia, su edecán, el coronel Geraldine, y los hizo recorrer Londres. Pero no el Londres real sino un Londres parecido a Bagdad; no al Bagdad de la realidad, sino al Bagdad de Las mil y una noches.
Hay otro autor cuya obra debemos agradecer todos: Chesterton, heredero de Stevenson. El Londres fantástico en el que ocurren las aventuras del padre Brown y del Hombre que fue Jueves no existiría si él no hubiese leído a Stevenson. Y Stevenson no hubiera escrito sus Nuevas mil y una noches si no hubiese leído Las mil y una noches. Las mil y una noches no son algo que ha muerto. Es un libro tan vasto que no es necesario haberlo leído, ya que es parte previa de nuestra memoria y es parte de esta noche también.


Siete Noches (1980), en Obras completas, tomo III, Buenos Aires, Emece, 2000