La angustia del hombre moderno en el siglo XX tuvo uno de sus principales voceros en el Ulises literario que alumbró el genio vivaz del poeta y escritor cretense Nikos Kazantzakis (1883-1957). En su magna y principal obra —Odisea, un extensísimo poema de 33.333 versos— que vio la luz en el año 1938, el lúcido cretense nos dejó un exhaustivo retrato de la lucha del hombre contemporáneo en su desesperada búsqueda por encontrar un camino que lo llevara a la salvación en un siglo convulso y terrible —el siglo XX— que dio a luz las utopías más revolucionarias y sangrientas que llevaron al mundo a enfrentare en dos apocalípticas guerras mundiales que cercenaron la fe en las posibilidades del ser humano para redimirse a sí mismo y a sus semejantes. Vana locura por otra parte.
En este artículo abordaremos la rapsodia segunda de la Odisea de Kazantzakis. En ella Ulises, después de haber llegado a Ítaca y asesinado a los pretendientes, se siente desencantado y maquina en su mente una nueva partida. En cierto modo Kazantzakis recoge el testigo de Homero, que finalizó su Odisea después de veinticuatro cantos sin despejar el destino final de Ulises y lo que haría después de llegar a Ítaca, matar a los pretendientes y recuperar a su amada Penélope; pero no es nuestro propósito extendernos en el complicado entramado y en las peripecias del Ulises de Kazantzakis a lo largo de la obra del poeta cretense. Nos bastará con la exposición que reza en el título del artículo, la cual trataremos de desarrollar.
En esta rapsodia Kazantzakis nos presenta a Ulises reunido con su familia alrededor del fuego del hogar. El asendereado héroe quiere relatarles la historia de su retorno, y las tres muertes que pudo sufrir en su camino y que tomaron la forma de tres tentaciones que intentaron apartarle de su ansiada meta: Ítaca. Y esas tres tentaciones tuvieron principalmente forma de mujer.
Tres fueron las formas más letales que la Muerte adoptara
para turbar mi mente y arrebatar mis armas.
El fresco antro de Calipso, donde llegó como hembra seductora
sonriendo y se enrolló apegada a mis rodillas.
Y temeroso, yo a la inmortal en mis manos mortales estrechaba
como un ensueño dulce en la playa arenosa.
(Rapsodia II. Versos 76-81).
Con Calipso, la «diosa de rubia cabellera», Ulises va perdiendo gradualmente su condición humana, llegando a sentir cómo los tentáculos del dios pretenden ahogar su corazón.
En su interior se suavizaron y aliviaron los sufrimientos del hombre,
se sumergió la tierra patria fulgurando en los abismos del olvido
y cual un juego luz y nube se agitaban en el viento;
se unían, se separaban, se perdían, el hijo, el padre, la mujer:
subía el dios como la muerte y devastaba las entrañas.
(Rapsodia II. Versos 128-132).
Una mañana Ulises tropieza en la orilla del mar con un remo, y su sola visión le ayuda a recuperar su espíritu humano y a despojarse del lastre insensible que caracteriza a los dioses. Se da cuenta de quién es, y de que posee patria, un hijo, un padre y una esposa. No tardará en construir con sus propias manos un navío que lo impulsará lejos de la isla de Calipso, que derramará lágrimas por la amarga separación, sintiendo a la vez que el contacto con Ulises ha hecho de ella una mujer frágil, perdida ya su condición de diosa, un ser humano con un corazón que late, un corazón frágil de mujer en vez de uno de mármol de diosa. Ulises acaba por abandonar a Calipso en su isla, pero la envidiosa divinidad lo hace atracar en otra isla, no menos peligrosa que la primera. Es la isla de Circe, la hechicera, que convierte a los hombres en bestias, pero antes de relatar esta historia Ulises enmudece para observar la reacción de Penélope y Telémaco.
Huyó el huso de los dedos de la mujer solitaria;
ocultamente temblaron sus rodillas, mas mordía sus labios
para que el sollozo se ahogara dentro de su amargo cuello níveo.
Y el hijo con horror las rodillas, los hombros, observaba,
las manos que ahogaron la virtud y que en costas salvajes
no temieron abrazar inmortales y luego abandonarlas.
Y cavila, apretando furtivo sus manos delicadas:
“Los límites éste pisotea. Confunde lo mortal y lo inmortal;
¡destruye el orden sagrado que sostiene al mundo por encima del
abismo!”.
(Rapsodia II. Versos 195-203).
Ulises se ha ganado a pulso el odio de su hijo, que no puede creerse la descarada franqueza con que su padre les relata su aventura con Calipso. En cambio su mujer reacciona de una manera más pasiva que su hijo. Solo es capaz de un amargo sollozo que se ahoga en su garganta y de un temblor oculto en sus rodillas. Su figura, patética y solitaria, no es capaz de reprocharle nada a su marido, que se ha convertido para ella en un extraño.
El héroe prosigue con su historia. Así describe su idilio con Circe.
¡Cómo olvidar, oh dios, la alegría que rugía en mis riñones
al ver al alma, a la luz, a la virtud borrarse!
Apretadas las manos y los muslos, rodábamos en la arena ígnea,
trenza de víboras que se apegan en el sol y silban.
Poco a poco, la razón enmudeció dentro de mí, se ahoga el fuego
en el hogar
y el espíritu emponzoñado se hace carne y hacia el vientre desciende;
y así como se sumen y se ahogan suavemente en el ámbar unos
insectos,
de igual manera hundíanse humanos, animales, árboles en mi cerebro
espeso.
También fue golpeado con el tiempo el corazón, volvióse un grumo
de sebo;
las pasiones se encendían, se apagaban, en su interior en un brumoso
olvido,
y en el abismo de la bestia me derrumbaba yo, mugiendo.
(Rapsodia II. Versos 315-325).
La presencia de seres humanos en la playa de la isla arranca a Ulises de su letargo animal. Alrededor de una fogata varios hombres preparan pescado a la brasa, mientras una mujer inicia un canto de cuna a su niño, que pende de su regazo. La canción de cuna se hunde en el limo del espíritu de Ulises, provocando que el llanto del infante lo reconcilie de nuevo con la estirpe humana. La reacción de Circe no se hace esperar.
En la arena salta aullando la quemadora de hombres, de levantadas
caderas.
Al lado suyo brincan los negros leopardos como llamas,
y todos juntos los cuerpos soleados desde la playa arenosa así me
gritan:
“¿Dónde vas, a las cuitas del humano y a los abismos de la mente?
¿Dónde vas a arruinarte, hermoso cuerpo, a quebrarte cual cántaro?
Mi negro seno es tu patria y por más que a extraña tierra vayas,
un puerto más sereno no hallarás, olvido más piadoso;
¡pues llena está de carne, de mujer dulcísima es el alma!”.
¡Voces estridentes, llamadas del deseo! Mas poco a poco se apagaron,
y la rada arenosa se sumió en la calcinante luz del sol.
Todo el día navegué con viento favorable y el barco palpitaba
como un pobre corazón humano que escapó de la Muerte.
(Rapsodia II. Versos 370-381).
Todo es en vano. Los esfuerzos de Circe por retener a Ulises son tan vanos como otrora los de Calipso. El itacense se hace de nuevo a la mar para afrontar por tercera vez la tentación más fuerte, o en sus propias palabras, «la más dulce visión de la Muerte» (verso 396). Se trata de Nausicaa, la hermosa hija del rey de los feacios.
“¡Dichoso el digno varón que con ella como esposo dormirá!
Ésta es, sufrido vagabundo, la Sirena más dulce y te hace seña;
¡mira, sus senos sagrados ansían amamantar humanos!
Construir un hogar, oh dios, desarmar el navío,
el mástil se haga viga y un lecho su carena
a la vieja proa, combatiente de mares, honda cuna para el hijo”.
Pero otra vez se endureció mi corazón; todas las cosas sin error pesé
en mi entrecejo justiciero y se alzó el correcto pensamiento…
(Rapsodia II. Versos 416-423).
Ulises supera la última y más dura de las tentaciones, y predice más adelante en unos versos igual de hermosos que los anteriores la futura boda de su hijo Telémaco con la hermosa virgen Nausicaa, que tendrá lugar en la misma Ítaca pocas semanas después.
Pero volvamos de nuevo al eximio poeta cretense y dejemos que su voz nos narre el ánimo del asendereado Ulises, una vez acabada su historia de las tres tentaciones con forma de mujer.
Sella sus labios amargos y no pronuncia ya palabra.
Contemplaba el fuego que se sumía, la llama que se marchitó,
cómo se espolvoreaba y se extendía en el rescoldo la ceniza.
Vuélvese y mira a su mujer, divisa al hijo y al padre,
y estremecióse de súbito, suspiró y tocó sus labios con la mano:
ahora comprendía, también era la patria rostro dulce de muerte.
Como fiera que se cogió en la trampa, sus ojos giran
y se mueven llameantes, amarillos en sus profundas cuencas.
Estrecho como aprisco de pastor pobre parecióle el palacio paterno,
una dueña de casa ya marchita también esa mujercilla,
y el hijo, como anciano octogenario, todo lo pesa con cuidado
para hallar lo honrado y lo justo, lo deshonesto y lo injusto, y tiembla,
cual si fuera acaso la vida juiciosa, y la llama fuera justa
y también el espíritu, ¡el más preciado bien del hombre de ímpetu de
águila!
Rió el atleta de corazón combatiente y estremecióse,
y al punto la dulzura del hogar y la patria deseada
y las doce deidades y la vieja virtud en el fogón honrado
y el hijo mismo pareciéronle contrarios a su elevada raza.
Se acaba y se marchita el fuego y débilmente lucían las cuatro cabezas
y las lustrosas piernas de Telémaco;
y lentamente en el silencio trémulo estallan desesperanzados,
en aniego, como caídas de agua, los sollozos de Penélope.
Tenso saltó el hijo al trono de su madre y se detuvo
y con muda piedad tocó sus hombros albísimos.
Mira a su padre en la penumbra torvamente y se horripila,
pues a los últimos destellos de la llama decaída,
púrpuras, azulados, amarillos, distingue sus ojos centellar
impasiblemente;
y ya se perdía su cuerpo salvaje en las tinieblas.
(Rapsodia II. Versos 429-456).
Los magníficos versos de Nikos Kazantzakis no dejan lugar a dudas. El héroe homérico se siente como un extraño en su propia casa, atrapado como una fiera en la trampa, enjaulado como un lobo de ojos amarillos.
Estrecho le parece su palacio, y Penélope, esa mujercilla, una dueña de casa ya marchita. Veinte años de ausencia de Ítaca, lejos de Penélope, solo le merecen los denigrantes epítetos de «mujercilla» y «marchita»; y su hijo no sale mejor parado: un anciano octogenario que todo lo pesa con cuidado.
Diez años en Troya y otros diez años por el ancho mundo para acabar como un extraño al lado del fuego del hogar. La lucidez le quita el velo a los ojos de Ulises y le hace ver la amarga realidad. Ha estado demasiado tiempo lejos de Ítaca y de los suyos, a quienes acaba de confesar su infidelidad con las tres sirenas arriba mencionadas, y ahora el dios Cronos le pasa la factura.
Aquí no hay anagnórisis. Penélope ve en Ulises a un dragón manchado de sangre, con quien comparte temerosa su cama, y Ulises, que en la primera rapsodia la imaginaba mezclada con los pretendientes a quienes acababa de matar, ya no la ama. Su antiguo amor se ha trocado en desprecio. El héroe se siente de más en Ítaca. Ha regresado para ver a una timorata y asustada Penélope, a la que ya no menciona siquiera por su nombre, una Penélope envejecida y totalmente desconocida para él después de veinte años de ausencia. Y su hijo desearía que su padre jamás hubiera regresado, y en cierto modo lo suple, cuando salta hacia el trono para consolar a su madre, que incapaz de contener el llanto por más tiempo se viene abajo y llora desconsolada. Para Ulises ha llegado la hora de partir de nuevo, de abandonar para siempre su isla y no volver jamás.
Y he aquí al Ulises del siglo XX —o del XXI— como paradigma de la angustia del hombre contemporáneo, incapaz de redimirse a través de su mujer y su hijo, insatisfecho de patria y hambriento de Dios. He aquí al hombre moderno que, cansado de no encontrar su lugar en el mundo, parte de nuevo de Ítaca para encontrarse con algo o con alguien que lo trascienda, y que aquiete y sacie su espíritu. El Ulises de Nikos Kazantzakis es un hombre que contiene todas las posibilidades, todos los caminos, toda la experiencia vital de infinitas vidas de otros hombres. El hombre contemporáneo se siente un desterrado, de ahí el peligro de intentar buscar sus raíces para diferenciarse de los demás en un nacionalismo caduco y mitómano, que falsea la historia para justificar sus absurdas reclamaciones en un mundo globalizado donde nadie no sabe quién es, ni de dónde viene ni a donde va. Y todos somos cómplices, porque no hacemos nada por desenmascarar a los autores de esa montaña de mentiras y falsedades.
Las grandes preguntas hace ya tiempo que dejaron de formularse, absorta como está la humanidad en una loca carrera hacia el hedonismo radical en forma de placeres, materialismo y tecnología, sirenas que reclaman su atención para que hunda su espíritu en lo más abyecto y animal que subyace en el hombre, capaz de elevarse espiritualmente hasta las alturas o de descender como un cerdo a la cueva de Circe. Los dioses Mammón y Afrodita se han adueñado de la vida del ser humano, que en su idolatría no ve más allá de las ilusorias promesas que los vanos ídolos ofrecen.
El Ulises de Nikos Kazantzakis también creyó que había llegado a Ítaca para descansar de sus interminables viajes. Las patrias pueden ser pequeñas y no satisfacernos, y el ser amado puede convertirse en un extraño con el tiempo. ¿Han cambiado ellos o hemos cambiado nosotros? El filósofo Heráclito decía que nadie puede bajar el mismo río dos veces.
Quizás sea verdad. La Biblia dice que no le pertenece al hombre dirigir su paso, y ahora que el hombre proclama con orgullo la muerte de Dios, se ha convertido en un indigente del espíritu que no sabe quién es, ni adónde va ni donde se encuentra su Ítaca particular, como el Ulises de Nikos Kazantzakis, o como el hombre contemporáneo del siglo XXI.
Como el ilustre poeta cretense dijera en varias ocasiones: «No amo al hombre; amo la llama que lo devora»