El vaso de leche
Afirmado en la barandilla de estribor,
el marinero parecía esperar a alguien. Tenía en la mano izquierda un
envoltorio de papel blanco, manchado de grasa en varias partes. Con la
otra mano atendía la pipa.
Entre unos vagones apareció un joven
delgado; se detuvo un instante, miró hacia el mar y avanzó después,
caminando por la orilla del muelle con las manos en los bolsillos,
distraído o pensando.
Cuando pasó frente al Afirmado en la barandilla de estribor,
el marinero parecía esperar a alguien. Tenía en la mano izquierda un
envoltorio de papel blanco, manchado de grasa en varias partes. Con la
otra mano atendía la pipa.
Entre unos vagones apareció un joven
delgado; se detuvo un instante, miró hacia el mar y avanzó después,
caminando por la orilla del muelle con las manos en los bolsillos,
distraído o pensando.
Cuando pasó frente al barco, el marinero le gritó en inglés:
-I say; look here! (¡Oiga, mire!)
El joven levantó la cabeza y, sin detenerse, contestó en el mismo idioma:
-Hallow! What? (¡Hola! ¡Qué?)
-Are you hungry? (¿Tiene hambre?)
Hubo un breve silencio, durante el cual
el joven pareció reflexionar y hasta dio un paso más corto que los
demás, como para detenerse; pero al fin dijo, mientras dirigía al
marinero una sonrisa triste:
-No, I am not hungry! Thank you, sailor. (No, no tengo hombre. Muchas gracias, marinero.)
-Very well. (Muy bien.)
Sacose la pipa de la boca el marinero,
escupió y colocándosela de nuevo entre los labios, miró hacia otro lado.
El joven, avergonzado de que su aspecto despertara sentimientos de
caridad, pareció apresurar el paso, como temiendo arrepentirse de su
negativa.
Un instante después un magnífico
vagabundo, vestido inverosímilmente de harapos, grandes zapatos rotos,
larga barba rubia y ojos azules, pasó ante el marinero, y éste, sin
llamarlo previamente, le gritó:
-Are you hungry?
No había terminado aún su pregunta
cuando el atorrante, mirando con ojos brillantes el paquete que el
marinero tenía en las manos, contestó apresuradamente:-Yes, sir, I am
very hungry! (Sí, señor, tengo harta hambre.)
Sonrió el marinero. El paquete voló en
el aire y fue a caer entre las manos ávidas del hambriento. Ni siquiera
dio las gracias y abriendo el envoltorio calentito aún, sentose en el
suelo, restregándose las manos alegremente al contemplar su contenido.
Un atorrante de puerto puede no saber inglés, pero nunca se perdonaría
no saber el suficiente como para pedir de comer a uno que hable ese
idioma.
El joven que pasara momentos antes, parado a corta distancia de allí, presenció la escena.
Él también tenía hambre. Hacía tres días
justos que no comía, tres largos días. Y más por timidez y vergüenza
que por orgullo, se resistía a pararse delante de las escalas de los
vapores, a las horas de comida, esperando de la generosidad de los
marineros algún paquete que contuviera restos de guisos y trozos de
carne. No podía hacerlo, no podría hacerlo nunca. Y cuando, como es el
caso reciente, alguno le ofrecía sus sobras, las rechazaba heroicamente,
sintiendo que la negativa aumentaba su hambre.
Seis días hacía que vagaba por las
callejuelas y muelles de aquel puerto. Lo había dejado allí un vapor
inglés procedente de Punta Arenas, puerto en donde había desertado de un
vapor en que servía como muchacho de capitán. Estuvo un mes allí,
ayudando en sus ocupaciones a un austriaco pescador de centollas, y en
el primer barco que pasó hacia el norte embarcose ocultamente. Lo
descubrieron al día siguiente de zarpar y enviáronlo a trabajar en las
calderas. En el primer puerto grande que tocó el vapor lo desembarcaron,
y allí quedó, como un fardo sin dirección ni destinatario, sin conocer a
nadie, sin un centavo en los bolsillos y sin saber trabajar en oficio
alguno. Mientras estuvo allí el vapor, pudo comer, pero después... La
ciudad enorme, que se alzaba más allá de las callejuelas llenas de
tabernas y posadas pobres, no le atraía; parecíale un lugar de
esclavitud, sin aire, oscura, sin esa grandeza amplia del mar, y entre
cuyas altas paredes y calles rectas la gente vive y muere aturdida por
un tráfago angustioso.
Estaba poseído por la obsesión del mar,
que tuerce las vidas más lisas y definidas como un brazo poderoso una
delgada varilla. Aunque era muy joven había hecho varios viajes por las
costas de América del Sur, en diversos vapores, desempeñando distintos
trabajos y faenas, faenas y trabajos que en tierra casi no tenían
explicación.
Después que se fue el vapor anduvo,
esperando del azar algo que le permitiera vivir de algún modo mientras
volvía a sus canchas familiares; pero no encontró nada. El puerto tenía
poco movimiento y en los contados vapores en que se trabajaba no lo
aceptaron.
Ambulaban por allí infinidad de
vagabundos de profesión; marineros sin contrata, como él, desertados de
un vapor o prófugos de algún delirio; atorrantes abandonados al ocio,
que se mantienen de no se sabe qué, mendigando o robando, pasando los
días como las cuentas de un rosario mugriento, esperando quién sabe qué
extraños acontecimientos, o no esperando nada, individuos de las razas y
pueblos más exóticos y extraños, aun de aquellos en cuya existencia no
se cree hasta no haber visto un ejemplar.*
Al día siguiente, convencido de que no podría resistir mucho más, decidió recurrir a cualquier medio para procurarse alimentos.
Caminando, fue a dar delante de un vapor
que había llegado la noche anterior y que cargaba trigo. Una hilera de
hombres marchaba, dando la vuelta, al hombro los pesados sacos, desde
los vagones, atravesando una planchada, hasta la escotilla de la bodega,
donde los estibadores recibían la carga. Estuvo un rato mirando hasta
que atreviose a hablar con el capataz, ofreciéndose. Fue aceptado y
animosamente formó parte de la larga fila de cargadores.
Durante el tiempo de la jornada trabajó
bien; pero después empezó a sentirse fatigado y le vinieron vahídos,
vacilando en la planchada cuando marchaba con la carga al hombro, viendo
a sus pies la abertura formada por el costado del vapor y el murallón
del muelle, en el fondo de la cual, el mar, manchado de aceite y
cubierto de desperdicios, glogloteaba sordamente.
A la hora de almorzar hubo un breve
descanso y en tanto que algunos fueron a comer en los figones cercanos y
otros comían lo que habían llevado, él se tendió en el suelo a
descansar, disimulando su hambre.
Terminó la jornada completamente
agotado, cubierto de sudor, reducido ya a lo último. Mientras los
trabajadores se retiraban, se sentó en unas bolsas acechando al capataz,
y cuando se hubo marchado el último acercose a él y confuso y
titubeante, aunque sin contarle lo que le sucedía, le preguntó si podían
pagarle inmediatamente o si era posible conseguir un adelanto a cuenta
de lo ganado.
Contestole el capataz que la costumbre
era pagar al final del trabajo y que todavía sería necesario trabajar el
día siguiente para concluir de cargar el vapor. ¡Un día más! Por otro
lado, no adelantaban un centavo.
-Pero -le dijo-, si usted necesita, yo podría prestarle unos cuarenta centavos... No tengo más.
Le
agradeció el ofrecimiento con una sonrisa angustiosa y se fue. Le
acometió entonces una desesperación aguda. ¿Tenía hambre, hambre,
hambre! Un hambre que lo doblegaba como un latigazo; veía todo a través
de una niebla azul y al andar vacilaba como un borracho. Sin embargo, no
había podido quejarse ni gritar, pues su sufrimiento era obscuro y
fatigante; no era dolor, sino angustia sorda, acabamiento; le parecía
que estaba aplastado por un gran peso. Sintió de pronto como una
quemadura en las entrañas, y se detuvo. Se fue inclinando, inclinando,
doblándose forzadamente y creyó que iba a caer. En ese instante, como si
una ventana se hubiera abierto ante él, vio su casa, el paisaje que se
veía desde ella, el rostro de su madre y el de sus hermanos, todo lo que
él quería y amaba apareció y desapareció ante sus ojos cerrados por la
fatiga...Después, poco a poco, cesó el desvanecimiento y se fue
enderezando, mientras la quemadura se enfriaba despacio. Por fin se
irguió, respirando profundamente. Una hora más y caería al suelo.
Apuró el paso, como huyendo de un nuevo
mareo, y mientras marchaba resolvió ir a comer a cualquier parte, sin
pagar, dispuesto a que lo avergonzaran, a que le pegaran, a que lo
mandaran preso, a todo; lo importante era comer, comer, comer. Cien
veces repitió mentalmente esta palabra; comer, comer, comer, hasta que
el vocablo perdió su sentido, dejándole una impresión de vacío caliente
en la cabeza.
No pensaba huir; le diría al dueño: "Señor, tenía hambre, hambre, hambre, y no tengo con qué pagar... Haga lo que quiera".
Llegó hasta las primeras calles de la
ciudad y en una de ellas encontró una lechería. Era un negocio muy claro
y limpio, lleno de mesitas con cubiertas de mármol: Detrás de un
mostrador estaba de pie una señora rubia con un delantal blanquísimo.
Eligió ese negocio. La calle era poco
transitada. Habría podido comer en uno de los figones que estaban junto
al muelle, pero se encontraban llenos de gente que jugaba y bebía.
En la lechería no había sino un cliente.
Era un vejete de anteojos, que con la nariz metida entre las hojas de
un periódico, leyendo, permanecía inmóvil, como pegado a la silla. Sobre
la mesita había un vaso de leche a medio consumir. Esperó que se
retirara, paseando por la acera, sintiendo que poco a poco se le
encendía en el estómago la quemadura de antes, y esperó cinco, diez,
hasta quince minutos. Se cansó y parose a un lado de la puerta, desde
donde lanzaba al viejo una miradas que parecían pedradas.
¿Qué diablos leería con tanta atención!
Llegó a imaginarse que era un enemigo suyo, quien, sabiendo sus
intenciones, se hubiera propuesto entorpecerlas. Le daban ganas de
entrar y decirle algo fuerte que le obligara a marcharse, una grosería o
una frase que le indicara que no tenía derecho a permanecer una hora
sentado, y leyendo, por un gasto reducido.
Por fin el cliente terminó su lectura, o
por lo menos, la interrumpió. Se bebió de un sorbo el resto de leche
que contenía el vaso, se levantó pausadamente, pagó y dirigiose a la
puerta. Salió; era un vejete encorvado, con trazas de carpintero o
barnizador.
Apenas estuvo en la calle, afirmose los
anteojos, metió de nuevo la nariz entre las hojas del periódico y se
fue, caminando despacito y deteniéndose cada diez pasos para leer con
más detenimiento.
Esperó que se alejara y entró. Un
momento estuvo parado a la entrada, indeciso, no sabiendo dónde
sentarse; por fin eligió una mesa y dirigiose hacia ella; pero a mitad
de camino se arrepintió, retrocedió y tropezó en una silla, instalándose
después en un rincón.
Acudió la señora, pasó un trapo por la
cubierta de la mesa y con voz suave, en la que se notaba un dejo de
acento español, le preguntó:
-¿Qué se va a servir?
Sin mirarla, le contestó:
-Un vaso de leche.
-¿Grande?-Sí, grande.
-¿Solo?-¿Hay bizcochos?
-No; vainillas.
-Bueno, vainillas.
Cuando la señora se dio vuelta, él se
restregó las manos sobre las rodillas, regocijado, como quien tiene frío
y va a beber algo caliente. Volvió la señora y colocó ante él un gran
vaso de leche y un platito lleno de vainillas, dirigiéndose después a su
puesto detrás del mostrador. Su primer impulso fue beberse la leche de
un trago y comerse después las vainillas, pero en seguida se arrepintió;
sentía que los ojos de la mujer lo miraban con curiosidad. No se
atrevía a mirarla; le parecía que, al hacerlo, conocería su estado de
ánimo y sus propósitos vergonzosos y él tendría que levantarse e irse,
sin probar lo que había pedido.
Pausadamente tomó una vainilla,
humedeciola en la leche y le dio un bocado; bebió un sorbo de leche y
sintió que la quemadura, ya encendida en su estómago, se apagaba y
deshacía. Pero, en seguida, la realidad de su situación desesperada
surgió ante él y algo apretado y caliente subió desde su corazón hasta
la garganta; se dio cuenta de que iba a sollozar, a sollozar a gritos, y
aunque sabía que la señora lo estaba mirando no pudo rechazar ni
deshacer aquel nudo ardiente que le estrechaba más y más. Resistió, y
mientras resistía comió apresuradamente, como asustado, temiendo que el
llanto le impidiera comer. Cuando terminó con la leche y las vainillas
se le nublaron los ojos y algo tibio rodó por su nariz, cayendo dentro
del vaso. Un terrible sollozo lo sacudió hasta los zapatos.
Afirmó la cabeza en la manos y durante
mucho rato lloró, lloró con pena, con rabia, con ganas de llorar, como
si nunca hubiese llorado.
Inclinado estaba y llorando, cuando
sintió que una mano le acariciaba la cansada cabeza y que una voz de
mujer, con un dulce acento español, le decía:
-Llore, hijo, llore...
Una nueva ola de llanto le arrasó los
ojos y lloró con tanta fuerza como la primera vez, pero ahora no
angustiosamente, sino con alegría, sintiendo que una gran frescura lo
penetraba, apagando eso caliente que le había estrangulado la garganta.
Mientras lloraba pareciole que su vida y sus sentimientos se limpiaban
como un vaso bajo un chorro de agua, recobrando la claridad y firmeza de
otros días.
Cuando pasó el acceso de llanto se
limpió con su pañuelo los ojos y la cara, ya tranquilo. Levantó la
cabeza y miró a la señora, pero ésta no le miraba ya, miraba hacia la
calle, a un punto lejano, y su rostro estaba triste. En la mesita, ante
él, había un nuevo vaso de leche y otro platillo colmado de vainillas;
comió lentamente, sin pensar en nada, como si nada le hubiera pasado,
como si estuviera en su casa y su madre fuera esa mujer que estaba
detrás del mostrador.
Cuando terminó ya había oscurecido y el
negocio se iluminaba con una bombilla eléctrica. Estuvo un rato sentado,
pensando en lo que le diría a la señora al despedirse, sin ocurrírsele
nada oportuno.
Al fin se levantó y dijo simplemente:
-Muchas gracias, señora; adiós..
-Adiós, hijo... -le contestó ella.Salió.
El viento que venía del mar refrescó su cara, caliente aún por el
llanto. Caminó un rato sin dirección, tomando después por una calle que
bajaba hacia los muelles. La noche era hermosísima y grandes estrellas
aparecían en el cielo de verano.
Pensó en la señora rubia que tan
generosamente se había conducido e hizo propósitos de pagarle y
recompensarla de una manera digna cuando tuviera dinero; pero estos
pensamientos de gratitud se desvanecían junto con el ardor de su rostro,
hasta que no quedó ninguno, y el hecho reciente retrocedió y se perdió
en los recodos de su vida pasada.
De pronto se sorprendió cantando algo en voz baja. Se irguió alegremente, pisando con firmeza y decisión.
Llegó a la orilla del mar y anduvo de un
lado para otro, elásticamente, sintiéndose rehacer, como si sus fuerzas
interiores, antes dispersas, se reunieran y amalgamaran sólidamente.
Después la fatiga del trabajo empezó a subirle por las piernas en un lento hormigueo y se sentó sobre un montón de bolsas.
Miró el mar. Las luces del muelle y las
de los barcos se extendían por el agua en un reguero rojizo y dorado,
temblando suavemente. Se tendió de espaldas, mirando el cielo largo
rato. No tenía ganas de pensar, ni de cantar, ni de hablar. Se sentía
vivir, nada más.
Hasta que se quedó dormido con el rostro vuelto hacia el mar.
barco, el marinero le gritó en inglés:
-I say; look here! (¡Oiga, mire!)
El joven levantó la cabeza y, sin detenerse, contestó en el mismo idioma:
-Hallow! What? (¡Hola! ¡Qué?)
-Are you hungry? (¿Tiene hambre?)
Hubo un breve silencio, durante el cual
el joven pareció reflexionar y hasta dio un paso más corto que los
demás, como para detenerse; pero al fin dijo, mientras dirigía al
marinero una sonrisa triste:
-No, I am not hungry! Thank you, sailor. (No, no tengo hombre. Muchas gracias, marinero.)
-Very well. (Muy bien.)
Sacose la pipa de la boca el marinero,
escupió y colocándosela de nuevo entre los labios, miró hacia otro lado.
El joven, avergonzado de que su aspecto despertara sentimientos de
caridad, pareció apresurar el paso, como temiendo arrepentirse de su
negativa.
Un instante después un magnífico
vagabundo, vestido inverosímilmente de harapos, grandes zapatos rotos,
larga barba rubia y ojos azules, pasó ante el marinero, y éste, sin
llamarlo previamente, le gritó:
-Are you hungry?
No había terminado aún su pregunta
cuando el atorrante, mirando con ojos brillantes el paquete que el
marinero tenía en las manos, contestó apresuradamente:-Yes, sir, I am
very hungry! (Sí, señor, tengo harta hambre.)
Sonrió el marinero. El paquete voló en
el aire y fue a caer entre las manos ávidas del hambriento. Ni siquiera
dio las gracias y abriendo el envoltorio calentito aún, sentose en el
suelo, restregándose las manos alegremente al contemplar su contenido.
Un atorrante de puerto puede no saber inglés, pero nunca se perdonaría
no saber el suficiente como para pedir de comer a uno que hable ese
idioma.
El joven que pasara momentos antes, parado a corta distancia de allí, presenció la escena.
Él también tenía hambre. Hacía tres días
justos que no comía, tres largos días. Y más por timidez y vergüenza
que por orgullo, se resistía a pararse delante de las escalas de los
vapores, a las horas de comida, esperando de la generosidad de los
marineros algún paquete que contuviera restos de guisos y trozos de
carne. No podía hacerlo, no podría hacerlo nunca. Y cuando, como es el
caso reciente, alguno le ofrecía sus sobras, las rechazaba heroicamente,
sintiendo que la negativa aumentaba su hambre.
Seis días hacía que vagaba por las
callejuelas y muelles de aquel puerto. Lo había dejado allí un vapor
inglés procedente de Punta Arenas, puerto en donde había desertado de un
vapor en que servía como muchacho de capitán. Estuvo un mes allí,
ayudando en sus ocupaciones a un austriaco pescador de centollas, y en
el primer barco que pasó hacia el norte embarcose ocultamente. Lo
descubrieron al día siguiente de zarpar y enviáronlo a trabajar en las
calderas. En el primer puerto grande que tocó el vapor lo desembarcaron,
y allí quedó, como un fardo sin dirección ni destinatario, sin conocer a
nadie, sin un centavo en los bolsillos y sin saber trabajar en oficio
alguno. Mientras estuvo allí el vapor, pudo comer, pero después... La
ciudad enorme, que se alzaba más allá de las callejuelas llenas de
tabernas y posadas pobres, no le atraía; parecíale un lugar de
esclavitud, sin aire, oscura, sin esa grandeza amplia del mar, y entre
cuyas altas paredes y calles rectas la gente vive y muere aturdida por
un tráfago angustioso.
Estaba poseído por la obsesión del mar,
que tuerce las vidas más lisas y definidas como un brazo poderoso una
delgada varilla. Aunque era muy joven había hecho varios viajes por las
costas de América del Sur, en diversos vapores, desempeñando distintos
trabajos y faenas, faenas y trabajos que en tierra casi no tenían
explicación.
Después que se fue el vapor anduvo,
esperando del azar algo que le permitiera vivir de algún modo mientras
volvía a sus canchas familiares; pero no encontró nada. El puerto tenía
poco movimiento y en los contados vapores en que se trabajaba no lo
aceptaron.
Ambulaban por allí infinidad de
vagabundos de profesión; marineros sin contrata, como él, desertados de
un vapor o prófugos de algún delirio; atorrantes abandonados al ocio,
que se mantienen de no se sabe qué, mendigando o robando, pasando los
días como las cuentas de un rosario mugriento, esperando quién sabe qué
extraños acontecimientos, o no esperando nada, individuos de las razas y
pueblos más exóticos y extraños, aun de aquellos en cuya existencia no
se cree hasta no haber visto un ejemplar.*
Al día siguiente, convencido de que no podría resistir mucho más, decidió recurrir a cualquier medio para procurarse alimentos.
Caminando, fue a dar delante de un vapor
que había llegado la noche anterior y que cargaba trigo. Una hilera de
hombres marchaba, dando la vuelta, al hombro los pesados sacos, desde
los vagones, atravesando una planchada, hasta la escotilla de la bodega,
donde los estibadores recibían la carga. Estuvo un rato mirando hasta
que atreviose a hablar con el capataz, ofreciéndose. Fue aceptado y
animosamente formó parte de la larga fila de cargadores.
Durante el tiempo de la jornada trabajó
bien; pero después empezó a sentirse fatigado y le vinieron vahídos,
vacilando en la planchada cuando marchaba con la carga al hombro, viendo
a sus pies la abertura formada por el costado del vapor y el murallón
del muelle, en el fondo de la cual, el mar, manchado de aceite y
cubierto de desperdicios, glogloteaba sordamente.
A la hora de almorzar hubo un breve
descanso y en tanto que algunos fueron a comer en los figones cercanos y
otros comían lo que habían llevado, él se tendió en el suelo a
descansar, disimulando su hambre.
Terminó la jornada completamente
agotado, cubierto de sudor, reducido ya a lo último. Mientras los
trabajadores se retiraban, se sentó en unas bolsas acechando al capataz,
y cuando se hubo marchado el último acercose a él y confuso y
titubeante, aunque sin contarle lo que le sucedía, le preguntó si podían
pagarle inmediatamente o si era posible conseguir un adelanto a cuenta
de lo ganado.
Contestole el capataz que la costumbre
era pagar al final del trabajo y que todavía sería necesario trabajar el
día siguiente para concluir de cargar el vapor. ¡Un día más! Por otro
lado, no adelantaban un centavo.
-Pero -le dijo-, si usted necesita, yo podría prestarle unos cuarenta centavos... No tengo más.
Le
agradeció el ofrecimiento con una sonrisa angustiosa y se fue. Le
acometió entonces una desesperación aguda. ¿Tenía hambre, hambre,
hambre! Un hambre que lo doblegaba como un latigazo; veía todo a través
de una niebla azul y al andar vacilaba como un borracho. Sin embargo, no
había podido quejarse ni gritar, pues su sufrimiento era obscuro y
fatigante; no era dolor, sino angustia sorda, acabamiento; le parecía
que estaba aplastado por un gran peso. Sintió de pronto como una
quemadura en las entrañas, y se detuvo. Se fue inclinando, inclinando,
doblándose forzadamente y creyó que iba a caer. En ese instante, como si
una ventana se hubiera abierto ante él, vio su casa, el paisaje que se
veía desde ella, el rostro de su madre y el de sus hermanos, todo lo que
él quería y amaba apareció y desapareció ante sus ojos cerrados por la
fatiga...Después, poco a poco, cesó el desvanecimiento y se fue
enderezando, mientras la quemadura se enfriaba despacio. Por fin se
irguió, respirando profundamente. Una hora más y caería al suelo.
Apuró el paso, como huyendo de un nuevo
mareo, y mientras marchaba resolvió ir a comer a cualquier parte, sin
pagar, dispuesto a que lo avergonzaran, a que le pegaran, a que lo
mandaran preso, a todo; lo importante era comer, comer, comer. Cien
veces repitió mentalmente esta palabra; comer, comer, comer, hasta que
el vocablo perdió su sentido, dejándole una impresión de vacío caliente
en la cabeza.
No pensaba huir; le diría al dueño: "Señor, tenía hambre, hambre, hambre, y no tengo con qué pagar... Haga lo que quiera".
Llegó hasta las primeras calles de la
ciudad y en una de ellas encontró una lechería. Era un negocio muy claro
y limpio, lleno de mesitas con cubiertas de mármol: Detrás de un
mostrador estaba de pie una señora rubia con un delantal blanquísimo.
Eligió ese negocio. La calle era poco
transitada. Habría podido comer en uno de los figones que estaban junto
al muelle, pero se encontraban llenos de gente que jugaba y bebía.
En la lechería no había sino un cliente.
Era un vejete de anteojos, que con la nariz metida entre las hojas de
un periódico, leyendo, permanecía inmóvil, como pegado a la silla. Sobre
la mesita había un vaso de leche a medio consumir. Esperó que se
retirara, paseando por la acera, sintiendo que poco a poco se le
encendía en el estómago la quemadura de antes, y esperó cinco, diez,
hasta quince minutos. Se cansó y parose a un lado de la puerta, desde
donde lanzaba al viejo una miradas que parecían pedradas.
¿Qué diablos leería con tanta atención!
Llegó a imaginarse que era un enemigo suyo, quien, sabiendo sus
intenciones, se hubiera propuesto entorpecerlas. Le daban ganas de
entrar y decirle algo fuerte que le obligara a marcharse, una grosería o
una frase que le indicara que no tenía derecho a permanecer una hora
sentado, y leyendo, por un gasto reducido.
Por fin el cliente terminó su lectura, o
por lo menos, la interrumpió. Se bebió de un sorbo el resto de leche
que contenía el vaso, se levantó pausadamente, pagó y dirigiose a la
puerta. Salió; era un vejete encorvado, con trazas de carpintero o
barnizador.
Apenas estuvo en la calle, afirmose los
anteojos, metió de nuevo la nariz entre las hojas del periódico y se
fue, caminando despacito y deteniéndose cada diez pasos para leer con
más detenimiento.
Esperó que se alejara y entró. Un
momento estuvo parado a la entrada, indeciso, no sabiendo dónde
sentarse; por fin eligió una mesa y dirigiose hacia ella; pero a mitad
de camino se arrepintió, retrocedió y tropezó en una silla, instalándose
después en un rincón.
Acudió la señora, pasó un trapo por la
cubierta de la mesa y con voz suave, en la que se notaba un dejo de
acento español, le preguntó:
-¿Qué se va a servir?
Sin mirarla, le contestó:
-Un vaso de leche.
-¿Grande?-Sí, grande.
-¿Solo?-¿Hay bizcochos?
-No; vainillas.
-Bueno, vainillas.
Cuando la señora se dio vuelta, él se
restregó las manos sobre las rodillas, regocijado, como quien tiene frío
y va a beber algo caliente. Volvió la señora y colocó ante él un gran
vaso de leche y un platito lleno de vainillas, dirigiéndose después a su
puesto detrás del mostrador. Su primer impulso fue beberse la leche de
un trago y comerse después las vainillas, pero en seguida se arrepintió;
sentía que los ojos de la mujer lo miraban con curiosidad. No se
atrevía a mirarla; le parecía que, al hacerlo, conocería su estado de
ánimo y sus propósitos vergonzosos y él tendría que levantarse e irse,
sin probar lo que había pedido.
Pausadamente tomó una vainilla,
humedeciola en la leche y le dio un bocado; bebió un sorbo de leche y
sintió que la quemadura, ya encendida en su estómago, se apagaba y
deshacía. Pero, en seguida, la realidad de su situación desesperada
surgió ante él y algo apretado y caliente subió desde su corazón hasta
la garganta; se dio cuenta de que iba a sollozar, a sollozar a gritos, y
aunque sabía que la señora lo estaba mirando no pudo rechazar ni
deshacer aquel nudo ardiente que le estrechaba más y más. Resistió, y
mientras resistía comió apresuradamente, como asustado, temiendo que el
llanto le impidiera comer. Cuando terminó con la leche y las vainillas
se le nublaron los ojos y algo tibio rodó por su nariz, cayendo dentro
del vaso. Un terrible sollozo lo sacudió hasta los zapatos.
Afirmó la cabeza en la manos y durante
mucho rato lloró, lloró con pena, con rabia, con ganas de llorar, como
si nunca hubiese llorado.
Inclinado estaba y llorando, cuando
sintió que una mano le acariciaba la cansada cabeza y que una voz de
mujer, con un dulce acento español, le decía:
-Llore, hijo, llore...
Una nueva ola de llanto le arrasó los
ojos y lloró con tanta fuerza como la primera vez, pero ahora no
angustiosamente, sino con alegría, sintiendo que una gran frescura lo
penetraba, apagando eso caliente que le había estrangulado la garganta.
Mientras lloraba pareciole que su vida y sus sentimientos se limpiaban
como un vaso bajo un chorro de agua, recobrando la claridad y firmeza de
otros días.
Cuando pasó el acceso de llanto se
limpió con su pañuelo los ojos y la cara, ya tranquilo. Levantó la
cabeza y miró a la señora, pero ésta no le miraba ya, miraba hacia la
calle, a un punto lejano, y su rostro estaba triste. En la mesita, ante
él, había un nuevo vaso de leche y otro platillo colmado de vainillas;
comió lentamente, sin pensar en nada, como si nada le hubiera pasado,
como si estuviera en su casa y su madre fuera esa mujer que estaba
detrás del mostrador.
Cuando terminó ya había oscurecido y el
negocio se iluminaba con una bombilla eléctrica. Estuvo un rato sentado,
pensando en lo que le diría a la señora al despedirse, sin ocurrírsele
nada oportuno.
Al fin se levantó y dijo simplemente:
-Muchas gracias, señora; adiós..
-Adiós, hijo... -le contestó ella.Salió.
El viento que venía del mar refrescó su cara, caliente aún por el
llanto. Caminó un rato sin dirección, tomando después por una calle que
bajaba hacia los muelles. La noche era hermosísima y grandes estrellas
aparecían en el cielo de verano.
Pensó en la señora rubia que tan
generosamente se había conducido e hizo propósitos de pagarle y
recompensarla de una manera digna cuando tuviera dinero; pero estos
pensamientos de gratitud se desvanecían junto con el ardor de su rostro,
hasta que no quedó ninguno, y el hecho reciente retrocedió y se perdió
en los recodos de su vida pasada.
De pronto se sorprendió cantando algo en voz baja. Se irguió alegremente, pisando con firmeza y decisión.
Llegó a la orilla del mar y anduvo de un
lado para otro, elásticamente, sintiéndose rehacer, como si sus fuerzas
interiores, antes dispersas, se reunieran y amalgamaran sólidamente.
Después la fatiga del trabajo empezó a subirle por las piernas en un lento hormigueo y se sentó sobre un montón de bolsas.
Miró el mar. Las luces del muelle y las
de los barcos se extendían por el agua en un reguero rojizo y dorado,
temblando suavemente. Se tendió de espaldas, mirando el cielo largo
rato. No tenía ganas de pensar, ni de cantar, ni de hablar. Se sentía
vivir, nada más.
Hasta que se quedó dormido con el rostro vuelto hacia el mar.