La taberna “El Gorrión” y su jamón
No hace mucho tiempo recibí un correo de mi buen amigo Miguel Villar, el cual me mandó, al parecer, la verdadera historia del famoso jamón de la no menos afamada taberna “El Gorrión” de la ciudad de Jaén. A continuación paso a relataros aquellas letras recibidas:
A
modo de testamento privado y para conocimiento de quien en un futuro
pueda leerlo es mi deseo dejar escrito en este papel, que después meteré
en una botella de las que tengo en la bodega, como mensaje de un
náufrago que lanzó al mar del porvenir, la verdadera historia de un
jamón que, hace ya años, decidí indultar y transmitir a quienes me
sucedan en esta taberna.
Corría
el año mil novecientos dieciocho y en los días en que se acabó la Gran
Guerra, vinieron a mi casa unos extranjeros acompañados por un buen
amigo mío. Me los presentó y me
pidió que los atendiera en un lugar discreto. Los bajé a la bodega.
Entre ellos, venía una hermosa mujer que, nada más verme, me miró a los
ojos de una manera que me hizo temblar. Era rubia, no muy alta, pero
esbelta como un junco y elegante como la torre de las campanas. Sus
inmensos ojos azules me calaron hasta donde ya no sabes distinguir si
eres tú o el vacío. Se me secó la garganta y tuve que esforzarme para no
salirme de mi sitio. Debió de darse cuenta de mi situación y sonriendo
como una diosa, bajó los ojos y me liberó para que pudiera servirles lo
que me habían encargado. Pasaron casi dos horas charlando a media voz y,
en una de las ocasiones en que bajé a servir, con una cara de ángel que
llenaba el corazón de agua fresca, se dirigió a mí para decirme en un
entrecortado y gracioso
chapurreado de español, mientras se señalaba una mancha sobre el
precioso pecho derecho, que “la pata de cerdo” colgada en el techo le
había dejado caer una gota de grasa y le había manchado el vestido. No
supe cómo reaccionar; miré a mi amigo, quien, con un gesto, me indicó
que no me preocupara, y le ofrecí si quería subir a la casa a quitarse
la mancha. No me entendió y, cuando uno de sus compañeros se lo tradujo,
sonrió, se levantó de la silla y, mirándome a los ojos de una manera
que me volví a quedar sin resuello, - ¡Vamos!,- me dijo, mientras echaba a andar hacia la escalera.
Subí
tras ella aspirando el encantador perfume que exhalaba y recreándome,
sin poder remediarlo, en aquella preciosa silueta que se cimbreaba ante
mis ojos.
La
guié hasta la casa, entró sin remilgos y se sentó donde le indiqué.
Busqué el quitamanchas y el cepillo de la ropa. Me acerqué a ella y se
lo ofrecí. Ella, sin levantarse de la silla, me indicó que lo aplicara
yo sobre la mancha, elevando su pecho hacia mí. Al verme un poco
cortado, -¡Ánimo, hombre!,- me dijo, en tanto que sonreía con aquella sonrisa divina que se me colaba hasta los últimos rincones de mi cuerpo.
Mojé
la toallita con el quitamanchas. Suavemente, comencé a frotar el tejido
manchado, bajo el cual me pareció sentir el latido de aquel
pecho; notaba su acompasada respiración y la tersa blandura del seno que
se erguía desafiante. Le eché a la mancha un poco de talco para que se
secara para cepillar los polvos. Sonrió, se levantó y, antes de salirse
hacia las escaleras, se acercó a mí, alargó sus manos hasta mi cuello y,
con su cara junto a la mía, atravesando mis ojos con los suyos, me
dijo:
- Eres muy guapo - y me besó en los labios.
Cuando
me di cuenta de donde estaba, ella ya se había bajado con sus amigos a
la bodega. Descendí hasta allí, dejé el cepillo a mi amigo para cuando
se secara la mancha y lancé al jamón que la había manchado la mirada más
agradecida que nunca nadie pudiera pensar.
Algunos
días después de aquello, mi amigo me dijo que aquella preciosidad de
mujer era una princesa rusa y que pasó por Jaén, camino de Cádiz, desde
donde se marchaba a los Estados Unidos.
A modo de testamento privado y para conocimiento de quien en un futuro pueda leerlo es mi deseo dejar escrito en este papel, que después meteré en una botella de las que tengo en la bodega, como mensaje de un náufrago que lanzó al mar del porvenir, la verdadera historia de un jamón que, hace ya años, decidí indultar y transmitir a quienes me sucedan en esta taberna.
Corría
el año mil novecientos dieciocho y en los días en que se acabó la Gran
Guerra, vinieron a mi casa unos extranjeros acompañados por un buen
amigo mío. Me los presentó y me
pidió que los atendiera en un lugar discreto. Los bajé a la bodega.
Entre ellos, venía una hermosa mujer que, nada más verme, me miró a los
ojos de una manera que me hizo temblar. Era rubia, no muy alta, pero
esbelta como un junco y elegante como la torre de las campanas. Sus
inmensos ojos azules me calaron hasta donde ya no sabes distinguir si
eres tú o el vacío. Se me secó la garganta y tuve que esforzarme para no
salirme de mi sitio. Debió de darse cuenta de mi situación y sonriendo
como una diosa, bajó los ojos y me liberó para que pudiera servirles lo
que me habían encargado. Pasaron casi dos horas charlando a media voz y,
en una de las ocasiones en que bajé a servir, con una cara de ángel que
llenaba el corazón de agua fresca, se dirigió a mí para decirme en un
entrecortado y gracioso
chapurreado de español, mientras se señalaba una mancha sobre el
precioso pecho derecho, que “la pata de cerdo” colgada en el techo le
había dejado caer una gota de grasa y le había manchado el vestido. No
supe cómo reaccionar; miré a mi amigo, quien, con un gesto, me indicó
que no me preocupara, y le ofrecí si quería subir a la casa a quitarse
la mancha. No me entendió y, cuando uno de sus compañeros se lo tradujo,
sonrió, se levantó de la silla y, mirándome a los ojos de una manera
que me volví a quedar sin resuello, - ¡Vamos!,- me dijo, mientras echaba a andar hacia la escalera.
Subí
tras ella aspirando el encantador perfume que exhalaba y recreándome,
sin poder remediarlo, en aquella preciosa silueta que se cimbreaba ante
mis ojos.
La
guié hasta la casa, entró sin remilgos y se sentó donde le indiqué.
Busqué el quitamanchas y el cepillo de la ropa. Me acerqué a ella y se
lo ofrecí. Ella, sin levantarse de la silla, me indicó que lo aplicara
yo sobre la mancha, elevando su pecho hacia mí. Al verme un poco
cortado, -¡Ánimo, hombre!,- me dijo, en tanto que sonreía con aquella sonrisa divina que se me colaba hasta los últimos rincones de mi cuerpo.
Mojé
la toallita con el quitamanchas. Suavemente, comencé a frotar el tejido
manchado, bajo el cual me pareció sentir el latido de aquel
pecho; notaba su acompasada respiración y la tersa blandura del seno que
se erguía desafiante. Le eché a la mancha un poco de talco para que se
secara para cepillar los polvos. Sonrió, se levantó y, antes de salirse
hacia las escaleras, se acercó a mí, alargó sus manos hasta mi cuello y,
con su cara junto a la mía, atravesando mis ojos con los suyos, me
dijo:
- Eres muy guapo - y me besó en los labios.
Cuando
me di cuenta de donde estaba, ella ya se había bajado con sus amigos a
la bodega. Descendí hasta allí, dejé el cepillo a mi amigo para cuando
se secara la mancha y lancé al jamón que la había manchado la mirada más
agradecida que nunca nadie pudiera pensar.
Algunos
días después de aquello, mi amigo me dijo que aquella preciosidad de
mujer era una princesa rusa y que pasó por Jaén, camino de Cádiz, desde
donde se marchaba a los Estados Unidos.
Que historia tan original y sorprendente. Comienzas sin duda muy bien el año Francisco, me alegro de recuperar tu compañía.
ResponderBorrarUn abrazo, querido amigo.
Y yo que soy de Jaén me acabo de enterar porque un amigo de huelva me ha enviado tu enlace, tiene tela.
ResponderBorrarEs que en Jaén somos así, que suerte haber nacido aquí.
Besicos jaeneros.
¡Yo también lo habría indultado, Francisco!
ResponderBorrar(Qué bien que de inmediato, Ana te haya escrito desde el lugar del suceso. Es la magia de Internet)
Yo pensaba que te habías llevado el folleto con la historia que tienen en la misma taberna y que regalan a sus comensales.
ResponderBorrarBesos y estamos estupendos.