Saludado por The New York Times como el
libro “que debería cambiar el debate sobre el futuro de la cultura”,
Parásitos, de Robert Levine -publica Ariel la semana próxima-, es un
fulgurante manifiesto que alerta sobre el daño que el discurso de la
cultura gratis causa a la industria. A continuación ofrecemos toda la
información sobre el libro, invitamos a polemizar a Enrique Dans, Arcadi
Espada, Amador Fernández-Savater y Alberto Olmos, y presentamos en
exclusiva la reseña del NYT.
La utopía digital de una información y una
cultura libres, gratuitas e inmediatamente accesibles para todos,
sufre, tras años de reinado, los primeros cuestionamientos de rigor.
Hasta ahora, los críticos de la llamada cultura libre señalaban a la
piratería, a la desaparición de industrias enteras y al derecho de los
creadores a vivir de su trabajo. Pero su discurso no era ni tan
sistemático ni tan popular ni, por supuesto, tan militante como el de
quienes defendían en las redes que las ideas no deben tener dueño y que
la propiedad intelectual no merece tal nombre.
El gurú informático Jaron Lanier disparó la primera salva en Contra el rebaño digital (Debate, 2011), aplicado a la demolición del mito de la red como mente colectiva y a la denuncia de esa paradójica pendiente por la que fluyen ríos de dinero a la publicidad al tiempo que se agostan la música, el arte o el periodismo. Pero la más completa argumentación en favor de la propiedad de las ideas, investida con las belicosos ropajes del manifiesto innegociable, la ha firmado el periodista estadounidense Robert Levine. ¿Su título? Parásitos. Cómo los oportunistas digitales están destruyendo el negocio de la cultura (Ariel, 2013). El libro ha roto las costuras del debate en EE.UU. Levine no sólo practica la disección genealógica de la cultura de lo gratis que se ha enseñoreado en internet en la última década sino que desnuda los intereses de los grandes gigantes digitales, paladines nada desinteresados de la libre circulación de las ideas. Google, Apple y otros capitanes de Silicon Valley habrían ejercido todo su poder para devaluar los derechos de autor.
“¿Cómo puede una empresa competir con un rival que ofrece sus productos pero no corre con ninguno de los gastos? Parasitar se ha convertido en un camino a la riqueza”. El cuadro que dibuja Levine a partir de aquí es puntilloso, enumerativo y desacralizador. El autor advierte que no es ningún ludita y que sabe que es una tontería afirmar que prestar un DVD a un amigo sea una falta moral, pero le parece aún más ridículo “sugerir que existe un derecho inalienable a ver Iron Man 2”.
Mientras las empresas tradicionales de contenidos veían desplomarse su valor, nuevos negocios florecían. La mítica NBC, famosa por series como Miami Vice, Cheers, Friends o Heroes; el grupo Emi, propietario de las grabaciones clásicas de los Beatles o Frank Sinatra; El Washington Post, referencia del periodismo norteamericano que alumbró el Watergate... Todas sufrían recortes y despidos generalizados y tentaban la quiebra. Mucho mejor les iban las cosas a The Pirate Bay, al iTunes de Apple o al Huffington Post.
El gurú informático Jaron Lanier disparó la primera salva en Contra el rebaño digital (Debate, 2011), aplicado a la demolición del mito de la red como mente colectiva y a la denuncia de esa paradójica pendiente por la que fluyen ríos de dinero a la publicidad al tiempo que se agostan la música, el arte o el periodismo. Pero la más completa argumentación en favor de la propiedad de las ideas, investida con las belicosos ropajes del manifiesto innegociable, la ha firmado el periodista estadounidense Robert Levine. ¿Su título? Parásitos. Cómo los oportunistas digitales están destruyendo el negocio de la cultura (Ariel, 2013). El libro ha roto las costuras del debate en EE.UU. Levine no sólo practica la disección genealógica de la cultura de lo gratis que se ha enseñoreado en internet en la última década sino que desnuda los intereses de los grandes gigantes digitales, paladines nada desinteresados de la libre circulación de las ideas. Google, Apple y otros capitanes de Silicon Valley habrían ejercido todo su poder para devaluar los derechos de autor.
“¿Cómo puede una empresa competir con un rival que ofrece sus productos pero no corre con ninguno de los gastos? Parasitar se ha convertido en un camino a la riqueza”. El cuadro que dibuja Levine a partir de aquí es puntilloso, enumerativo y desacralizador. El autor advierte que no es ningún ludita y que sabe que es una tontería afirmar que prestar un DVD a un amigo sea una falta moral, pero le parece aún más ridículo “sugerir que existe un derecho inalienable a ver Iron Man 2”.
Mientras las empresas tradicionales de contenidos veían desplomarse su valor, nuevos negocios florecían. La mítica NBC, famosa por series como Miami Vice, Cheers, Friends o Heroes; el grupo Emi, propietario de las grabaciones clásicas de los Beatles o Frank Sinatra; El Washington Post, referencia del periodismo norteamericano que alumbró el Watergate... Todas sufrían recortes y despidos generalizados y tentaban la quiebra. Mucho mejor les iban las cosas a The Pirate Bay, al iTunes de Apple o al Huffington Post.
Sin cambios desde Napster
El parásito infectó en primer lugar, explica Levine, a la industria
musical. Cuando Napster abrió en 1999 la veda al intercambio de archivos
musicales podía pensarse en la transitoriedad de una situación que, a
su debido tiempo, beneficaría el contacto directo entre los músicos y
unos fans encantados de pagar por su trabajo. Diez años más tarde,
apenas ha cambiado nada. Star-ups, como Goveshark y Hotfile, siguen
permitiendo el intercambio ilegal de contenidos y logran con ello
beneficios. Y, se pregunta Levine: “quién quiere poner en marcha un negocio de música legítimo cuando es más fácil iniciar uno ilegal?”.
iTunes, el único negocio que ha ganado dinero vendiendo música legal en
la Red, habría propiciado a cambio, en el paso del álbum al single, una ruinosa desvalorización de la música, simple gancho de su verdadero negocio: la venta de carísimos gadgets.
Paradigma de la bondad al facilitar unas posibilidades insospechadas de aceso al conocimiento (su oficioso lema es “Don't be evil”, “No hagas el mal”), Google es para Levine uno de los grandes villanos de esta historia. No sólo es que en su YouTube corran series, filmes y otros contenidos protegidos al amparo de una ley de EE.UU. que le exime de problemas legales responsabilizando sólo a los usuarios que suben los contenidos. Es que el buscador en cuanto tal abre a sus usuarios una jugosísima oferta de contenidos de terceros. Google se erigió además en el primer mecenas de la cultura libre. Según se relata en el libro, en 2006 donó dos millones de dólares al Stanford Center for internet and Society y entre 2008 y 2009 otros dos millones a Creative Commons. Y es que “los derechos de autor pueden cruzarse en el camino de Google hacia su objetivo: organizar la información mundial y hacerla universalmente acesible y útil', ya que permite a los creadores limitar el acceso a su trabajo, aunque sea por el simple hecho de cobrarlo”.
Tras arrancar con el caso paradigmático de la industria musical y orear las vergüenzas de Google, Levine dirige por orden su proclama a periódicos, series televisivas, libros y películas. Todos ellos entre la espada y la pared de una feroz disyuntiva: poner sus contenidos “disponibles online, en cualquier momento, en cualquier formato, sin coste adicional, lo que podría no ser un gran negocio”, o idear una manera de cobrarlos a su precio.
Paradigma de la bondad al facilitar unas posibilidades insospechadas de aceso al conocimiento (su oficioso lema es “Don't be evil”, “No hagas el mal”), Google es para Levine uno de los grandes villanos de esta historia. No sólo es que en su YouTube corran series, filmes y otros contenidos protegidos al amparo de una ley de EE.UU. que le exime de problemas legales responsabilizando sólo a los usuarios que suben los contenidos. Es que el buscador en cuanto tal abre a sus usuarios una jugosísima oferta de contenidos de terceros. Google se erigió además en el primer mecenas de la cultura libre. Según se relata en el libro, en 2006 donó dos millones de dólares al Stanford Center for internet and Society y entre 2008 y 2009 otros dos millones a Creative Commons. Y es que “los derechos de autor pueden cruzarse en el camino de Google hacia su objetivo: organizar la información mundial y hacerla universalmente acesible y útil', ya que permite a los creadores limitar el acceso a su trabajo, aunque sea por el simple hecho de cobrarlo”.
Tras arrancar con el caso paradigmático de la industria musical y orear las vergüenzas de Google, Levine dirige por orden su proclama a periódicos, series televisivas, libros y películas. Todos ellos entre la espada y la pared de una feroz disyuntiva: poner sus contenidos “disponibles online, en cualquier momento, en cualquier formato, sin coste adicional, lo que podría no ser un gran negocio”, o idear una manera de cobrarlos a su precio.
Cantos de sirena
La prensa vale como perfecto ejemplo de las indecisiones y sufrimientos que ocasionan los cantos de sirena. The Guardian, el segundo medio en inglés más leído de la red, el primero que se rindió a sus encantos y, además, uno de los que siguen resistiéndose a cobrar sus contenidos digitales, pierde 100.000 libras al día. En EE.UU., escribe Levine, los periódicos, que publican el 99% de las noticias enlazadas en blogs, nunca han sido más populares ni menos rentables. Su hiperactividad online no genera ingresos. Parásitos recuerda que los diarios no vivían tanto de vender noticias como de segmentar audiencias para sus anunciantes. La publicidad se pagaba bien en papel donde el espacio era limitado pero no en la red, donde es ilimitado. Así, “lo más estúpido que podían hacer los periódicos era convencer a sus lectores de que abandonasen la edición impresa en favor de la online”. La solución para este dramático brete pasaría por cobrar por la información en todos sus formatos.
La prensa peligra pero también el cine o Mad Men, dice Levine. La aclamada serie, y ya de paso, la televisión au complet, podrían reventar en cuanto las descargas y los streamings,
ilegales o no, ojo, hallen un atajo del ordenador a la tele, esto es,
en cuanto los televisores acaben todos por conectarse a la red. Repite
Levine: “La mayoría de la publicidad online vale sólo una fracción de su equivalente offline”.
Algunos pagarán por Netflix pero nunca los suficientes mientras la
alternativa ilegal siga a sólo un click. Concluye Levine: “En 2010, los
ejecutivos de la tecnología empezaron a decir que cualquiera que
quisiera limitar la piratería estaba tratando de romper internet'. Pero
la verdad es que ya se está rompiendo. Ahora, y tal vez no por mucho
tiempo, tenemos la oportunidad de arreglarlo”.
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