El escritor chileno Jorge Edwards recibe (24 de abril de 2000) de manos del Rey Juan Carlos el premio Cervantes 1999, en una solemne ceremonia celebrada en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares.
Los muchachos trepaban al muro en una parte semiderrumbada, y avanzaban, con grandes precauciones, por la cima. Uno de ellos se aferró a las ramas de un árbol que estorbaban el paso, pero ante las violentas protestas de sus seguidores tuvo que continuar. Pronto las paredes de la casa lo ocultaron.
-¡La vuelta al mundo! ¡La vuelta al mundo! -gritaban, y las voces permanecían vibrando en la tarde aletargada, calurosa.
Tras de mirar al suelo, melancólico, Pedro se lanzó por el tobogán. Cayó en el cuadrado de arena y se puso de pie, restregando sus manos. No todos habían partido al muro; algunos conversaban en pequeños grupos, o jugaban, o contemplaban, con lánguido ensimismamiento, algún punto vago del jardín. Don Ernesto, dueño de casa, y las señoras Amelia y Soledad, que ocupaban las sillas de lona de la galería, habían dirigido hacia él sus miradas. Maquinalmente comenzó a subir la escala de nuevo.
Quizás en qué pensaba cuando propusieron la idea de recorrer el muro. El hecho es que, sin él darse cuenta, lo dejaron solo, y ahora resultaba humillante plegarse, sin una expresa invitación, a las filas. Era preferible fingir que continuaba en el tobogán por su propia voluntad.
Cuando estuvo arriba, vio el tejado de planchas oscuras, calcinadas por el calor. Los gritos llegaban desde lejos. Ninguna brisa, bajo el sol ardiente, removía el aire.
Pedro se sentó en la cumbre del tobogán. Lo más avanzados de la fila fueron apareciendo. Caminaban silenciosos, cansados de gritar, y con mucho mayor soltura. Uno de ellos que había levantado la vista, la fijó en él fugazmente, sin parecer extrañarse de su aislamiento. Siguió caminando, con la vista clavada en el angosto sendero.
"¡No tengo nada que ver con ellos! -pensó Pedro, frunciendo los labios con furia-. ¡No debí venir a la fiesta!"
Los primeros comenzaron a descolgarse del muro. En grupos desiguales, se acercaron a la casa. Don Ernesto se hallaba tendido en la silla, con los pies cruzados y entrelazadas las manos. Por su rostro extendíase una plácida sonrisa:
-¿Ninguno se rompió algún hueso?
-¡No! ¡Ninguno!
-Digánle que no sigan. Ya es hora de que tomen té.
Los ojos de uno de los muchachos toparon sorprendidos a Pedro:
-¿Qué haces ahí todavía?
-Nada. Es que me dio flojera seguirlos a ustedes.
-¡Bájate! Vamos a ir a tomar té.
Pedro lo miró sin contestar. Después de un momento, se dió un impulso, sintiendo, mientras caía, una sensación extraña y dolorosa en la mano izquierda, como si la hubiera herido algo caliente. Se puso de pie, sacudiéndose con la otra mano, y vió con asombro que la izquierda estaba cubierta de sangre.
-¡Miren! -exclamó-. ¡Miren lo que me hice!
Los que pasaban cerca se volvieron:
-¿Qué te pasó?
Se acercaron, curiosos, y un grupo cada vez mayor fue formándose alrededor de Pedro.
-¿Qué le pasó? -preguntaban.
-Seguro que fue un clavo salido...
-Claro. Seguramente...
-Eso ha sido -dijo Pedro con tranquilidad.
Escurriéndose por entre sus dedos, la sangre goteaba en la arena.
-A ver. Déjenme pasar. -Intimidados, los muchachos abrieron paso a don Ernesto. Las dos señoras se mantuvieron a prudente distancia, muy preocupadas, mientras inspeccionaba por ellas un señor corpulento y de bigotes.
-No es nada -les anunció el señor, después de un rápido vistazo.
La expresión de las señoras, sin embargo, era tensa.
-¡Cómo sale la sangre! -dijo alguien.
La visión de su sangre le había producido a Pedro una mezcla de inquietud y orgullo. El era, de pronto, el personaje principal de aquella tarde.
La señora Soledad, que no había podido verlo hasta se instante, contrajo los músculos faciales y se llevó una mano al mentón:
-¡Está pálido como un muerto!
-Ven -dijo don Ernesto. Lo empujó suavemente por un hombro-. No es nada tu herida; un poco de yodo y se te sana.
Los muchachos lo dejaron pasar y aprovecharon para observar su mano con extremada atención. El la llevaba en alto, para no mancharse con la sangre.
Al oír hablar de yodo, uno de ellos puso una expresión adolorida:
-¡Eso arde como caballo!
. Pedro sintió que sus piernas apenas podían sostenerlo. Se nublaba su vista. Ante la perspectiva del dolor, prefería, sin duda, que la herida no sanara tan luego. Caminó despacio, mientras el malestar amainaba.
-Bueno, niños -dijo don Ernesto, una vez que llegaron a la galería-. Ustedes sigan jugando, no más. No se preocupen de Pedro.
Lo hizo penetrar en un gran salón semioscuro y de agradable frescura; el calor del verano, al parecer, se había detenido en los umbrales.
-Por favor, Amelia -dijo, mirándola con aire profesional-. ¿Por que no me traes un frasquito de yodo y un poco de algodón? Siéntate, Pedro -agregó en seguida-; después te voy a dar un coñac y vas a ver cómo te sientes mejor inmediatamente.
El malestar había disminuido, pero el corazón de Pedro palpitaba con fuerza increíble.
-¡Claro! -exclamó el señor de bigotes, como si hubieran aludido una de sus opiniones favoritas-; con el coñac se va a sentir como nuevo.
-¿Quieres que le traiga un poquito? -preguntó, desde atrás, la señora Soledad, que hasta ese momento guardaba un atento y circunspecto silencio.
-Por favor. ¿Por qué no traes una copa chica?
Pedro, también por orden de don Ernesto, se tendió en un diván, junto a un cojín negro bordado con hilo de diversos colores.
-¿Duele mucho el yodo? -preguntó, y su voz quería pedir indulgencia y, al mismo tiempo, pasar inadvertida.
. -No -dijo don Ernesto-. ¡Qué te va a doler! Te arde un ratito, nada más.
Pedro se acomodó en el diván, pese a que las últimas palabras no lo tranquilizaron por completo.
La señora Amelia trajo un frasco muy pequeño y un pedazo de algodón.
Tomando el algodón, don Ernesto lo empapó en el yodo que le ofrecía la señora Amelia, y lo aplicó sin demora, con vigor, sobre la herida.
* * *
-¿Cómo te sientes ahora?
-Bien. -dijo Pedro, colocando la copa de coñac encima de una mesa. Su rostro estaba rojo, y sentía, por todo el cuerpo, un calor reconfortante.
-Diles a los niños que vengan un rato, si quieren -dijo don Ernesto a la señora Amelia-. Mejor que este hombre aún descanse un poco.
Pedro sentía una sensación muy agradable; una profunda calma. Ni siquiera recordaba su exasperado sentimiento de soledad y humillación; ahora era como si todos giraran alrededor suyo.
Los muchachos comenzaron a entrar en la pieza en penumbra muy serios y en correcto orden. Poco a poco lo fueron rodeando.
-¿Cómo te sientes?
-Bien. -dijo él-. Me siento perfectamente.
Los de atrás levantaban la cabeza, llenos de impaciencia por mirarlo. Transcurrieron momentos de embarazoso silencio.
-Bueno, entonces. Después ven al jardín. Nosotros vamos a estar allí hasta más tarde.
-Muy bien -dijo Pedro-. En el jardín nos juntamos. Y gracias por la visita. -Esbozó una sonrisa.
-Hasta más rato -dijeron ellos. Salieron lentamente, sin atropellarse, y se alejaron por un corredor. Luego Pedro los oyó precipitarse al jardín y resonaron sus gritos, confusos y lejanos. El se sintió contento de poder estar unos minutos solo, aunque no dejaba de temer que una de las señoras llegara, con el propósito de hacerle larga compañía. Los gritos, entretanto, de nuevo despreocupados e indiferentes, llegaban desde muy lejos, desde la cercanías del muro semiderruido.
Antología del Nuevo Cuento Chileno
Enrique Lafourcade
Zig-Zag
1954